A continuación me contó lo que le pasó a su pariente, Simón Castellar, el alcalde republicano de Orce: Durante la guerra se lo llevaron preso y estuvo varios años en el Penal de Burgos; cuando le dieron la libertad, tus padres que vivían en Galera fueron a recibirlo, pues entonces no había coche de línea a Orce. Decía tu madre que daba pena verlo, y él también sintió mucha vergüenza que lo vieran en ese estado: ‘Llevaba los pantalones atados con una guita, una camisilla medio rota y unas alpargatas viejas’. Lo acompañaron montado en un burro, que entonces tenía tu padre, y de esta guisa el pobre Simón hizo su entrada en Orce, aunque él tenía miedo de ir al pueblo. Vivía en Los Caños y, como la guerra lo había dejado arruinado, poco después se marchó con su familia a Barcelona. Luego pasó a decirme que, cuando eran niñas, se entretenían en tirar piedrecillas por las chimeneas de las cuevas. Y claro, como resulta que las chinas caían en el caldo de los pucheros, algunas viejas salían con las tenazas en la mano, diciendo: Mal dolor sus dé... Aquella tarde mi tía sor Carmen disfrutó contándome muchas historias de su pueblo, pues, desde los 18 años en que salió, apenas si había vuelto a visitarlo. Se acordaba de los pregones del Pinchaúvas: Por orden del señor alcalde, se hace saber lo siguieeente... O bien me decía: Este pobretico le daba al ‘pirriaque’, y este otro estaba todo el día como el marranico de San Antón.
Yo entonces le enseñé un escrito muy antiguo de mi madre, que en las largas noches de invierno nos leía alguna que otra vez. Eran las Hordenanzas que son para la conservación y buen gobierno de la villa de Horce. Y mandaban que nadie tomase uvas sin licencia de su amo, pero el que fuere de camino pueda tomar un racimo e no más. En cuanto a los harineros, se les ordena que tengan las cribas sanas, para que no se mezcle el trigo con las granzas. Y en el invierno se permitía la corta de carrascas para leña, pero no por el pie del árbol, y dejando siempre horca y pendón, so pena de 600 maravedíes y pérdida del hacha. Esta otra ordenanza obligaba a los mesoneros que, por una cabeza de carnero, con sus garbanzos y cebolla asada, lleven un real y un cuartillo. A los panaderos mandan que den el pan cabal, bien cocido y sin salvado (...). No se eche centeno en la era, do se eche el trigo (...). En tiempos de tempestades y avenidas de lluvias se favorecerán unos a otros, pues es obra de caridad... Yo nunca había visto así de alegre a mi tía, pero al anochecer, cuando nos despedimos, me hizo esta confesión: He venido a verte, hijo, porque tengo ya 80 años y no sé si para el próximo verano podremos echar otro ratico como éste.
Hace
unos cuantos años cogí el coche y me presenté en Orce. Hacía cuarenta y tantos
que no me pasaba pero, llevado de la intuición, atravesé la plaza Nueva, torcí
por la calle de las Tiendas y por la cuesta subí hasta las Cuatro Esquinas. Tal
y como yo recordaba –mi imaginación infantil entonces lo hacía todo mucho más
grande–, allí seguía como siempre la casa de mi abuelo Paco el Fragüero,
ahora cerrada a cal y canto, y puesta en venta: como un testigo mudo del
implacable paso del tiempo. Habían pasado demasiados años, tantos, que en la
descolorida foto que yo conservaba, donde a la puerta aparecen sonrientes mis
padres, abuelos, tíos y algunos niños, apenas si quedamos unos cuantos para contarlo.
Por curiosidad, le pregunté a una anciana que vive enfrente: Me acuerdo de ti
cuando eras muy chico –me dijo la buena mujer–. Y tu madre se venía muchas
veces a mi casa... Aquello me llegó al alma, pues no podía imaginar que
alguien se acordara de mí después de tanto tiempo.
Esta historia, como le digo, estaría incompleta si no tuviera un recuerdo para el paleontólogo catalán José Gibert, que tuvo la dicha de descubrir en la cueva de Tomás Serrano –donde, según éste, las piedras se le asemejaban huesos–, la cuna de la vieja Europa: donde se mecieron y echaron a andar nuestros primeros padres, en medio de leyendas y de mitos que se pierden en la noche de los tiempos. Y sin embargo, a pesar de las incomprensiones, Gibert ya forma parte de la historia de Orce, y Orce es su patria. Durante muchos años, y cada cierto tiempo, he tenido un extraño sueño que siempre era el mismo: yo estaba en Orce y me encontraba solo e indefenso en mitad de la calle, vestido con un pijama que mi madre, en realidad, me obligó a ponerme –pero que a mí me daba vergüenza–, en vez de mis pantaloncillos cortos de siempre. Lo cierto es que, desde que hice aquella visita a la antigua casa de mi abuelo, no he vuelto a soñar con Orce. Fue un reencuentro con mi pasado, donde desaparecieron para siempre los fantasmas de mi infancia.
Posdata:
También recuerdo, en aquellos años del comienzo de los sesenta, que yo era
amigo de Damián, el hijo del pescadero de Orce, pero, un día, en la calle de
las Tiendas, me vi acorralado por tres zagales, que querían calentarme por el
mero hecho de ser de otro pueblo: ¡Que no se escape…! Todavía no me explico –les
haría un quiebro– cómo salí por piernas de aquella encerrona y subí la
cuestecilla de la calle del Ángel al trote, como alma que se lleva el diablo,
porque la cosa no estaba como para pedirles explicaciones. Por eso, cuando
llego a Orce y paso por sus viejas calles –hablo con sus gentes o simplemente
veo unas habas desparramadas en la era, secándose al sol–, me vienen recuerdos
que ya tenía olvidados, pero que han quedado grabados en las fotos que nos
hacía mi padre. Estando en Granada, en los años ochenta, fui a saludar a un castillejarano
y, un hombre ya mayor que estaba a su lado, me preguntó: ¿Tú tienes algo de
Orce? Sí, mi madre es de allí, acerté a responderle. Pero ya no me preguntó
más ni dijo esta boca es mía. Aquello, como es natural, me dejó intrigado. Ya
decía el poeta Rainer María Rilke que la
única pátria que tiene el hombre es la infancia.
Hola Leandro, me ha gustado mucho leer este artículo, y sobre todo la referencia a mi abuelo Simon, y su llegada al pueblo después de su salida de la cárcel.
ResponderEliminarMi tía sor Carmen me lo contó así, parece sacado de una novela y ella tenía buena memoria. ESte artículo también salió en Ideal, creo que en 2001
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