sábado, 30 de mayo de 2015

‘LOS HORNILLEROS’, DE JUAN LUIS GONZÁLEZ-RIPOLL







Dedicado a Juan José Martínez


         La novela comienza explicando el origen del título:
“Hace ya muchos años, dieron un decreto diciendo que todo aquel que quisiera ocupar los montes de realengo, a lo ancho y a lo largo del río principal y de sus afluentes, podía aposentarse donde quisiera y amojonar las tierras que escogiera para sacarlas de terreno nuevo y ponerlas en cultivo, y se les considerarían para siempre en propiedad, igual que si hubiese pagado por ellas. (…).
Algunos llevaban consigo sus aperos y sus ganados y animales de trabajo, pero la mayoría eran tan pobreticos que no tenían nada que llevar, salvo las ilusiones, y hacían el viaje montados en sus albarcas, a lo largo de muchos días de camino, llevando a la espalda los ajuares. Cuando pasaban cerca de los poblados, la gente les cerraba las puertas como si fueran apestados, y decían: no llevan más que los hornillos para calentar lo que puedan afanar por el camino, y por eso de llevar los hornillos, empezaron a llamarles los ‘hornilleros’, y ese nombre les quedó para siempre; a ellos y a sus descendientes (…).
Iban haciendo su camino, mirando donde aposentarse, y cuando llegaban a un enclave que tenía buena pinta y veían que criaba biznagas o cornitas y agracejos, que aun siendo matas riscaleras sólo se dan en tierras buenas, decían: hombre, mira qué llano, cría agracejos y parece que tiene fondo, y labrándolo puede dar cosecha. Escogían un sitio donde armar la choza, y probaban a quedarse allí. Lo más corriente es que fuesen agrupadas dos o tres familias, haciendo el camino juntas, y los hombres se ponían de acuerdo…”.

Esta obra trata sobre la familia de los Montiel, y el autor narra la vida y milagros de los primeros colonos que poblaron las sierras de Cazorla y Segura. La prosa de Juan Luis González-Ripoll es clara y transparente, como las fuentes de la Sierra del Segura, pero con el mérito de utilizar los localismos de la zona. Uno no tiene más que dejarse de llevar de la mano y de los recuerdos de Juanillo, acompañado por su abuelo Luis, y todo lo demás vendrá por añadidura. El autor hace algo parecido a Miguel Delibes, que utilizaba los vocablos del mundo rural de Castilla en sus obras. Justo Cuadros, el cazador furtivo que más tarde se convirtió en guarda del Coto Nacional de Cazorla, fue el que le contó las historias de los antiguos colonos, como  el tío Alejo Fernández, el tío Juan ‘el Aserraor’, Pepe ‘el Manchego’, etc…También le enseñó los modismos y giros del lenguaje que utilizaban. Aquí tengo que añadir que Jesús Romero, ‘el Aserraor’ de Castilléjar, me contaba esto en 2003: “Desde Cazorla, ya ves, me venía andando yo solo a ver a la novia. Y de noche. ¡Toda la noche andando! Cuando ya salía al pantanal de Castril, ahí por encima del Barranco del Buitre, me decía yo que iba a ver a la familia...”.

González-Ripoll solía decir que “cuando a uno le sale una frase profunda, de gran valor filosófico, hay que tacharla enseguida”. Por eso en la novela retrata a hombres y mujeres humildes, campesinos con la piel curtida, que transmiten tristeza y cansancio, y alguna que otra alegría. La vida era tan dura entonces que trabajaban de sol a sol para estar mal comidos y peor vestidos. Pero, en medio de tanta miseria, ellos se identifican con el paisaje y con esa forma de vida. El autor conocía muy bien la zona del Segura y a sus gentes y, a través de la fuerza expresiva que transmite en las descripciones que hace, el lector se identifica con los personajes. Es una crónica de la conquista por los colonos de aquellas tierras, pobladas de pinos, con los que se hacían las chozas y luego labraban el terreno y lo sembraban para poder sobrevivir. Durante el siglo XIX, después de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, mediante un decreto se consiguió la repoblación de las Sierras de Cazorla y Segura, cuando los colonos ocuparon las tierras cercanas al Guadalquivir.


Juanillo, el personaje central, cuenta sus orígenes: “La familia de mi madre procedía de Campo Cámara, cerca de Castril, donde mi otro abuelo, a quien nunca conocí sino de oídas, tuvo una buenas caleras y un molino de aceite y sus recuas de burros y arrieros para la molienda…”. Señalar que la Sierra de Castril es como una continuación de la Sierra de Cazorla, pero en la provincia de Granada. Y más adelante, el niño confiesa que la vida le fue enseñando: “De manera que mis maestros fueron, por este orden, primero mi tío Luciano el Rubio, luego mi abuelo, después todo lo demás: los árboles y el río y los animales; la nieve, la  lluvia y el arco iris; el sol y el reverdecer de los días templados de la primavera…”. En otro momento, Juanillo llega a esta conclusión: “Los pobres tenemos que acostumbrarnos a ser sufridos y  a no tener miedo de nada. Las personas ricas tienen ayos para que miren por sus hijos…Tenemos que ser como las ortigas, que se defienden ellas solas contra todo”.

Al principio, al niño lo mandaron con su tío Perico Pedro –con el que se siente identificado– para que fuera aprendiendo a guardar las ovejas, y así define al tío: “Pues, aunque menguado de cuerpo, salió muy decidido para las cosas de faldas y andaba siempre de bailes y galanteos”. Sin embargo, fue con su abuelo Luis Montiel con quien tiene una relación muy tierna y el que le fue abriendo los ojos, pues conocía a la gente: “…y luego, como hablando consigo mismo, me dijo: ‘La vida es larga y ya te irá enseñando, pero te advierto que es maestra que tiene la mano dura para enseñar’”. Esta es la impresión que recibe Juanillo, cuando llega con el abuelo al pueblo de Villanueva del Arzobispo: “Si no era en estampas, yo no había visto en mi vida tantas casas juntas, alineadas unas junto a otras, ni tanta gente andando de un lado para otro”. El abuelo le dijo al nieto que iban a comprar aceite, pero en realidad compró aguardiente de estraperlo, que luego vendería en Montiel para ir saliendo de los apuros. Algo parecido me pasó a mí, con nueve años, cuando José, el municipal de mi pueblo, me enseñó Granada desde el Mirador de San Cristóbal: antes, nunca había visto nada igual.

González-Ripoll usa el lenguaje rural serrano, incluso a veces incurre en faltas de ortografía: “melguizos, desipados,… y cuando le daba de más al aguardiente, que era casi todos los días, se ponía melancólico y emperegilaba unas salmodias en la jerga de los moros (…), escarburjear. O bien utiliza vocablos de la sierra: pijotazos, anguarinas, ganado mostrenco, eras de pan y trillar, regomello, nos gateamos, “eres un pendengue”, le decía el tío a Juanillo. El autor también echa mano de comparaciones populares: “… y era entrar y salir, que aquello cundía más que quemar rastrojos (…). “Un capitán iba y venía, muy castizo, entre las dos filas, con las manos a la espalda, como se pasean los señoritos por la plaza de Huéscar en las noches de verano…” (…). “Seguimos andando hasta dar con los penitentes aquellos, que resultaron ser tres vecinos de Pontones, que volvían de Sierra Morena, de trampear garduños por las pieles” (…). “Nos puso la carne de gallina”. Lo cierto es que el autor va intercalando el humor y la ternura, en medio de aquella penosa vida y sin porvenir.

El último capítulo lo dedica a ‘La quinta del saco’: “porque todos llevábamos un saco a la espalda, con un ramalillo formando unas hombreras, y allí llevábamos la ropa y las cosillas, como el que va de viajada a coger aceituna”. Se refiere al famoso ‘petate’, que desde entonces entregaron a los quintos, nada más llegar al cuartel. Y no podían faltar las severas condiciones en la posguerra, con los derrotados: “La costumbre que seguían con los que habíamos estado del otro lado, era pedirnos un aval de una persona de su confianza, y mientras sí y mientras no, iba uno a parar a un campo de concentración o a una cárcel”. Fue tanta la pobreza que pasaron aquellos colonos, que la describe así: “El 45 fue el año del hambre, y no quiero acordarme de las cosas que vi por el camino ¡cuánta miseria y cuántas calamidades! La guerra nos hizo mendigos a todos. No se veía más que hambre y luto por todas partes”. Fueron los años de la “pertinaz sequía”, como así la bautizó el Régimen, mientras que miles de españoles fueron encarcelados y condenados por sus ideas políticas.

En 1960, cuando declararon ‘Coto Nacional de Caza’ a las sierras de Cazorla y Segura, los descendientes de aquellos colonos fueron trasladados a Coto Ríos y Vadillo, unos pueblos construidos para ellos. Señalar que Santiago de la Espada         Juan José Martínez estuvo viviendo aquí en su infanciafue fundada por unos pastores, que venían con sus ganados desde Cuenca, y al principio le pusieron el nombre de El Hornillo. Hoy sus habitantes conservan el gentilicio de hornilleros. Entresaco este párrafo de las frases finales, que me recuerda el final de la película ‘Bienvenido, Mr. Marsall’, de García-Berlanga: “Venía una otoñada fresca y corrían los arroyos, y se oía cantar a los ‘cerrojillos’ anunciando más lluvias. Era el tiempo de las sementeras y, de vez en cuando, se veía pedacillos de tierra ya sembrados, y yuntas mal emparejadas labrando en las besanas… Córdoba, mayo de 1976”. Sí, después de todas las calamidades  que pasaron Juanillo y su familia en la sierra, y más tarde en la guerra, era el tiempo de volver a empezar.

El mérito de Juan Luis González-Ripoll fue recoger las historias que le contó el anciano guarda Justo Cuadros, sobre los antiguos colonos, utilizando su lenguaje serrano y mostrando las condiciones de vida miserable que llevaban. De manera que en su novela ‘Los hornilleros’ les dedicó un homenaje y los convirtió en personajes legendarios. El libro lo editó en 1976 y falleció en marzo de 2001.

http://en-clase.ideal.es/opinion-200/2477-l

Publicado en la revista Alcazabade Orce, en agosto de 2015

Nota. Al articulo sobre la novela quiero añadir que, tras la expulsión de los moriscos de España, en 1710, muchos lugares quedaron despoblados y entonces decidieron traer a gentes del Norte: "…A cada uno de los pobladores se le dio una casa, solamente con la obligación de pagar un real de año, y una suerte de población sencilla o con ventaja, que se entiende dos sencillas, con obligación de pagar el quinto de todos los frutos…”. Relación auténtica de la creación de la renta de población del Reino de Granada, de Manuel Núñez de Prado, veedor y contador de la Alhambra. La historia se repite dos siglos después, en la Sierra del Segura, según nos cuenta Luis González-Ripoll.  


martes, 19 de mayo de 2015

IN MEMORIAM, JUAN ALFONSO GARCÍA











Me he enterado de que, en la noche del día 17, falleció el organista, Juan Alfonso García, a los 80 años de edad y me he acordado de este artículo que le dedique en Ideal, el 30 de diciembre de 2003. Me lo encontré varias veces por el centro de Granada, siempre con ese humor que tenía, y me decía para que me lo creyera: “Leandro, muchos me han dicho que les ha gustado el artículo que me dedicaste”. Gracias, Juan Alfonso, te recordaré siempre como el organista de la Catedral, como mi profesor de religión, en la Casa Madre del Ave María y por la humanidad que derrochabas.



Órgano para una catedral vacía



Son cerca de las diez de la mañana, cuando me acerco a la Catedral de Granada. La misa casi está finalizando, pero aún tengo tiempo de escuchar los acordes de la música sacra del órgano, que parecen revolear entre las columnas. Borrosamente observo a una viejecilla que se levanta para comulgar y, unos minutos después, terminado el oficio coral matutino, se marcha. Echo una mirada hacia atrás, y me doy cuenta de que estoy inmensamente solo en las hileras de los fríos bancos; sin embargo, el organista sigue tocando mientras los canónigos del cabildo entonan los cantos gregorianos. Y allí, envuelto en una especie de clamor y en medio de una repetición de notas, estoy viviendo unos momentos extraños e irrepetibles.

Me imaginaba estar contemplando la filmación de una película, aunque esta vez Beethoven no era el sordo: ‘Música de órgano para una catedral vacía’ podría ser el título. El cántico religioso seguía zumbando sobre mi cabeza y, completamente atónito, asisto a un ‘concierto para mí solo’. Al poco oigo al cura Juan Alfonso García bajar las escaleras, y luego lo veo cruzar el largo pasillo que lo separa de la sacristía; mientras que el coro de canónigos sigue cantando a ambos lados del altar, como si tal cosa. Juan Alfonso está considerado por muchos como el mejor organista de España y, sin embargo, ahora toca música para sordos. Lo tuve como profesor de Religión en 5º de Bachiller, en el Ave María de la cuesta del Chapiz, y en una ocasión subí con él para oírle tocar unas fugas de Bach, en el órgano de la Catedral. Lo saludo y le confieso que estoy emocionado: “Cuando yo estaba sentado en el banco, era impresionante ver que no había nadie en la catedral para escucharte”, le digo.

–A mí no me afecta esta ausencia de público, aunque en un concierto es posible que me sintiera alicaído. Pero fundamentalmente se toca para el Altísimo y, como diría aquél, para los piadosos bancos y las devotas columnas. ¡Nunca se está solo en la catedral! Yo he estado diez años cuidando a mi madre y he perdido facultades, porque éste es un trabajo que exige juventud y a uno se le pasa la edad. Ahora estoy preparando la publicación de un volumen con obras de órgano. El título va a ser ‘Siete partitas corales y doce piezas barrocas’. Nacen como consecuencia de estar en contacto diario con un ámbito lleno de obras barrocas, como las de Alonso Cano, y esto te condiciona y te lleva de la mano. He compartido dos dedicaciones musicales, la de organista y compositor: cada una es para llenar una vida, aunque yo me siento más compositor que organista. Mira, yo todas las mañanas saludo a la ‘Inmaculada’ de Alonso Cano. ¿No la ves allí? –está al fondo de la sacristía, en una hornacina–. ¡Es grandiosa, de madera de cedro! Yo la he cogido varias veces con la mano y, sin la base, no pesa nada –vibra al decirme esto, mientras contemplo por vez primera la joya de la Catedral.


Entre sus composiciones musicales de órgano destaca ‘Epiclesis’, que significa llamada o invocación; es como un rito cristiano donde se invocaba la venida del Espíritu Santo. La hizo en el centenario del nacimiento de Manuel de Falla, con quien se siente muy vinculado. También ha compuesto la suite ‘Ave, spes nostra’ (Salve, esperanza nuestra), para gran órgano. Confiesa que se tiró todo un año interpretando a Correa de Araúxo (s. XVIII), el mejor compositor andaluz de órgano. Y en los años setenta solía tocar mucho el ‘Pasacalle y fuga en do menor’ de Bach, una obra colosal e inmensa. No conforme con esto, ha publicado la ‘Biografía de Valentín Ruiz Aznar’ a quien considera su maestro; y también ha escrito ‘Iconografía mariana en la catedral de Granada’, dedicada en parte a Alonso Cano. Asegura que, en cada cuadro de éste, empieza a sacar símbolos aunque no sabe apreciar la pincelada.

–El órgano es un instrumento que me atrae. Ahora no tengo ninguna obligación de tocar y, sin embargo, subo. A veces he subido las escaleras casi a rastras, porque tengo artritis en las manos. Pero me atrae mucho –y dice con orgullo–: Yo he sido el organista de la catedral de Granada que ha estado más años tocando, pues llevo ya 45. Y me gustaría que me pusieran un poquillo al ‘lao’ de Gregorio Silvestre (siglo XVI), el organista de catedral más eminente de España y que también fue un célebre poeta. En cambio me dan pena muchos compositores de hoy día, porque se mueren sin haber compuesto una melodía.


Caminamos muertos de risa por el Zacatín abajo, mientras enlaza su brazo del mío. Goza de buen humor, aunque algunos chistes suyos no pueden contarse. Me refiere una anécdota de los años de la posguerra, que le contó personalmente Joaquina Eguaras, a la que todo el mundo besaba. Estaba el conocido canónigo, Eduardo Vílchez, oficiando un triduo en un convento, y dijo en el sermón: “Venerable comunidad de religiosas clarisas del convento de Santa Inés la Real, devoto perro –a un chucho que andaba por allí–, ¡hola Joaquina!”. Juan Alfonso me escruta con sus cansados ojos azules, y me dice mientras arruga la frente: “El tiempo merma mucho, todo va mermándose, y también lo sentimientos”. Es un cura sencillo al que pronto le coges afecto y, alguna que otra vez, me lo veo por la calle enfundado en su gabardina beige y con su sempiterna boina. Viene de tocar para los piadosos bancos. 




domingo, 10 de mayo de 2015

LOS ESPAÑOLES OLVIDADOS DE MAUTHAUSEN










De casualidad, encontré en una librería céntrica el libro ‘Andaluces en los campos de Mauthausen’, editado por el Centro de Estudios Andaluces, de la Consejería de la Presidencia. El siguiente paso fue dirigirme a la Biblioteca Pública Provincial, para ver si podían adquirirlo y, en cosa de un mes, lo tenía en mis manos. El libro reúne biografías y documentos históricos, mientras uno se emociona con las cartas y las fotos de las víctimas y de los supervivientes del genocidio, así como con los testimonios de sus familias. Los autores, Sandra Checa, Ángel del Río y Ricardo Martín –una historiadora, un antropólogo y un fotógrafo granadino– han realizado un buen trabajo de investigación, con una relación bastante completa –por provincias, aunque faltan Orce y otros pueblos– de los andaluces que fueron deportados. También describen el viaje que, en el 2005, realizaron a Mauthausen (Austria) un numeroso grupo de familiares y amigos de los prisioneros, además del presidente Rodríguez Zapatero y cargos de la Junta, para conmemorar el sesenta aniversario de la liberación del campo por las tropas americanas.

“Nos hemos encontrado con hijos y nietos que descubren, como un fogonazo, que su padre o su abuelo murió en el campo de exterminio. El impacto de la noticia ha provocado un profundo dolor en las familias”, confiesan los autores. Mauthausen fue un campo de concentración donde se practicaba el “exterminio mediante el trabajo”, y se calcula que por allí pasaron alrededor de 200.000 personas, de las que perecieron casi la mitad. Entre la llegada del primer grupo de españoles –agosto de 1940– y mediados de 1942, murieron unos 5.000 de un total de 7.200 españoles. El preso Agustín Santos logró sobrevivir y todavía recuerda a Azuaga, su compañero de evasión: “Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas”. Hay que destacar al joven fotógrafo catalán, Francisco Boix, que logró sustraer a los nazis unas dos mil fotos del campo, y que sirvieron como testimonio gráfico en el famoso juicio de Nuremberg. “Había días en que el olor de carne quemada era insoportable”, recordaba otro español.

Los andaluces deportados eran combatientes republicanos, que estaban internados en los campos de refugiados en Francia, o bien porque participaron en la Resistencia, y sus edades oscilan entre 25 y 40 años. Por su número, destacan las provincias de Málaga, Almería y Granada, y aquí “llama la atención las comarcas del Altiplano –Guadix, Baza y Huéscar–, donde resaltan pequeñas poblaciones como Castril y Castilléjar con ocho y siete deportados respectivamente”. Unos 1.500 andaluces estuvieron presos en los campos de concentración alemanes, y más de mil fueron incinerados en los hornos. Los autores del libro nos recuerdan que “la suerte de los quinientos supervivientes está aún por esclarecerse. Una gran mayoría se quedó a vivir en Francia y allí murieron en el más absoluto de los olvidos”. No es extraño que todavía hoy, en las pequeñas poblaciones, la gente se sorprenda de que algunos vecinos sufrieran la experiencia nazi. Sólo unas pocas localidades han recordado el sacrificio de sus paisanos con monolitos y conmemoraciones, como el anejo de Zujaira, en Pinos Puente.

Me llamó la atención que 7 castillejaranos estuvieran presos en Mauthausen: tres murieron en el cercano campo de concentración de Gusen en 1941, y los restantes fueron liberados en mayo de 1945. He averiguado que los apellidos de cinco de ellos no aparecen en la Guía Telefónica y, sobre Faustino Vizcaíno, su hermano me ha dicho que vive en Francia y sólo ha venido una vez a España. Pero lo que me sorprende es que, en Castilléjar, nadie sabe nada. Ahora observo estas fotos que hablan de alambradas electrificadas, de los barracones con las literas, la mesa de las disecciones, los hornos crematorios, ‘las escaleras de la muerte’, con sus 186 peldaños que los prisioneros tenían que subir con enormes piedras. En Bretstein (Austria), hay una placa de mármol que dice: “...Llegaron del campo de concentración de Mauthausen. Guardad su recuerdo y estremeceos ante los horrores que el ser humano es capaz de infligir al prójimo. Plantad la semilla de un futuro mejor en los corazones de vuestros hijos”. Una placa sería un reconocimiento tardío a la memoria de los andaluces que fueron deportados a los campos de exterminio, abandonados luego por el Gobierno de Franco y, finalmente, condenados al mayor de los olvidos. Por eso, es de agradecer que el Ayuntamiento de Granada quiera rendirles un homenaje en febrero.

Este artículo lo escribí el 25 de enero de 2007, con el título ‘Mauthausen: andaluces deportados y olvidados’. Al año siguiente, el 16 de diciembre de 2008, escribí otro artículo sobre el tema, ‘El último prisionero granadino’. Trata sobre Faustino Vizcaíno Carrión, de Castilléjar, donde señalaba que “es de suponer que haya fallecido en Francia”. Y finalizaba con esta posdata:
“Las matanzas de los campos de concentración nazis permanecerán siempre en la memoria de la humanidad, como uno de los mayores horrores, pero también hay que decir que España siempre fue una ‘madrastra’ para con sus hijos, especialmente, con los prisioneros españoles de los campos de exterminio. ¡Qué diferentes son los franceses con sus mártires! Tendrán que ser nuestros nietos quienes rindan homenaje a estos miles de españoles olvidados, pues todavía no hemos superado el odio de nuestra Guerra Civil”.


Copio esta noticia de ‘El diario’, del pasado 28 de abril de 2015

“España reconocerá por primera vez a los españoles presos en campos nazis


-70 años después de la liberación del campo de Mauthausen el Gobierno reconocerá a los españoles que sufrieron la represión nazi
-Las asociaciones por la memoria histórica llevan años luchando por este reconocimiento
-El acuerdo de la Comisión Constitucional del Congreso aboga también por entregarles una condecoración oficial

La Comisión Constitucional del Congreso ha aprobado este martes por unanimidad una proposición no de ley que insta al Gobierno de Mariano Rajoy a reconocer como "héroes de la lucha por la libertad" a los españoles --principalmente republicanos que emigraron como consecuencia de la Guerra Civil-- que fueron hechos prisioneros por los nazis y estuvieron en campos de concentración como el de Mauthausen, de cuya liberación se cumplen 70 años el próximo día 5 de mayo.
En concreto, la iniciativa aprobada emplaza al Gobierno a convocar un "solemne acto de homenaje, personal y colectivo" a los españoles que sufrieron la reclusión a manos de los nazis, que sirva como "reconocimiento y reparación moral", y ensalce "su legado de dignidad y de valentía" y "su innegable condición de héroes de la lucha por la libertad y las víctimas del totalitarismo". Un reconocimiento por el que llevan años luchando las asociaciones por la memoria histórica.
En ese evento debería entregarse a los supervivientes una condecoración oficial que acuerde concederles con anterioridad el Consejo de Ministros. El Congreso llama así al Ejecutivo a hacer lo mismo que hizo el pasado mes de marzo el Gobierno francés, que concedió la Legión de Honor a los ciudadanos de nacionalidad española que siguen vivos y fueron recluidos en Mauthausen
Los socialistas explican en su texto que el campo de Mauthausen estaba dividido en cuatro subcampos, uno de los cuales, el de Gussen, es popularmente conocido como 'el campo de los españoles' por la notable presencia de los mismos entre sus prisioneros, ya que se calcula que por allí pasaron más de la mitad de los casi 10.000 españoles que fueron enviados a campos de exterminio.


Franco no les reconocía como españoles

 

En concreto, entre 1940 y 1945, hubo en el campo cercano a Linz  7.532 hombres, mujeres y niños españoles, de los que fallecieron unos 5.500 como consecuencia, la mayor parte, de los trabajos forzados en régimen de esclavitud, las deplorables condiciones sanitarias, las enfermedades, el hambre, pero también algunos fueron fusilados, gaseados, apaleados y ahorcados.
En un primer momento, estos españoles eran parte de los 9.000 republicanos deportados que habían cruzado a Francia en los últimos meses de la Guerra Civil, luego formaron parte del Ejército francés y llegaron a Mauthausen tras haber pasado por algunos campos de prisioneros de guerra. Después, sobre todo desde 1943, fueron apresados por su participación en la Resistencia francesa y hubo un tercer grupo, integrado por civiles en el que había mujeres y niños, procedentes de los campos de refugiados del Sur de Francia.
Todos ellos, según relata el PSOE, acabaron en Mauthausen por decisión de las autoridades nazis, españolas y del Gobierno de Vichy de "exterminarles, dejando de considerarles prisioneros de guerra y pasando a ser considerados apátridas".

 

"Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras", rezaba la pancarta con la que los supervivientes españoles recibieron a los soldados que liberaron el campo. De allí salieron 2.335 españoles vivos de los que hoy sólo sobreviven unos 25.
Estos compatriotas fueron los únicos supervivientes del campo que no fueron recibidos como héroes en su país, habida cuenta de que en España gobernaba Franco, pero sí han tenido reconocimientos en otros países europeos, como Francia, donde reside la mayoría y cuyo gobierno les concedió la nacionalidad y el pasado mes de marzo aprobó concederle la Legión de Honor a los que continúan con vida.
El PSOE recuerda que el primer homenaje oficial que recibió este grupo de españoles fue en 2005 cuando el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, viajó a Mauthausen y visitó el monumento que recuerda a los 5.000 que murieron entre sus muros.
A su juicio es "inexcusable" que una década después, con motivo de los 70 años de la liberación del campo, se produzca un reconocimiento específico de este colectivo que sirva, además, "para mantener viva la memoria de aquellos deportados luchadores por la libertad".

Cuando en el siglo XIX se producían cambios de gobiernos en España, entre conservadores y liberales y, sobre todo, después de la Guerra Civil de 1936, tuvieron que exiliarse miles de españoles a Francia y a otros países. La mayoría de los prisioneros de los campos de exterminio nazi se quedaron a vivir en Francia, pues al ser republicanos el Régimen de Franco nunca los reconoció, ni movió un dedo para salvarlos de la muerte. Pero lo más sorprendente es que tampoco los reconocieron los posteriores gobiernos democráticos de España, tanto de izquierdas como de derechas. Más triste aún es que a los prisioneros españoles republicanos, ni siquiera los reivindicó la izquierda republicana. Cuando regresaron los soldados españoles, que fueron derrotados en Cuba por la poderosa escuadra de los Estados Unidos, en 1898, en España fueron recibidos como apestados, como si aquellos soldados hubieran tenido la culpa de la obsoleta escuadra española. Sin embargo, los prisioneros españoles de Mauthausen, del campo anejo de Gussen, de Buchenwald y de otros campos de exterminio, ni siquiera pudieron regresar a su patria. Fueron abandonados en el exilio y olvidados completamente. Nadie se preocupó de ellos.



Por el contrario, Francia no sólo los acogió y les concedió la nacionalidad sino que, el pasado mes de marzo, el Gobierno socialista francés condecoró, con la ‘Legión de Honor’, a los 25 españoles de los campos de concentración nazi que todavía quedan con vida. La España cicatera y miserable de siempre ha ignorado completamente a sus hijos, durante todos estos años, y ahora lo hace “forzada y avergonzada” por el reconocimiento de Francia, mientras que no tuvo ningún reparo en reconocer a los descendientes de los sefardíes, que fueron expulsados por los Reyes Católicos en 1492, hace más de cinco siglos. Por eso la injusticia ha sido irreparable con los prisioneros españoles republicanos.


Nota. La foto del cementerio de Père-Lachaise, de París, la tomé en octubre de 2010 y dice así:“A la memoria de todos los españoles muertos por la libertad, 1939-1945. Esta urna contiene tierra procedente de todos los campos de batalla, así como de los campos de concentración nazis, donde millares de republicanos españoles murieron por la libertad”. 
"La lista de la muerte". Los prisioneros 'inválidos' eran llevados al sanatorio para prisioneros de Dachau, pero en realidad eran enviados al castillo de Hartheim. Allí los metían directamente en la cámara de gas. Al menos 449 españoles murieron allí.

sábado, 2 de mayo de 2015

BALTO, NUESTRO PEQUEÑO AMIGO




Dedicado a mi mujer y a mis hijos
En casa, esperando a su ama






Balto era ya un perro viejo, manso e inocente, en enero había cumplido 15 años (que equivalen a 105  de los nuestros) y tenía la salud bastante deteriorada. Era un pastor catalán, de color canela, y pesaba unos cinco kilos. Siendo un cachorro lo trajeron de Madrid, junto a su hermana Sara, para regalárselos a un personaje de Extremadura. Pero no los quiso y, por esas casualidades de la vida, a mi mujer, Antonia, le regalaron Balto. Sara en cambio murió dos años después, atropellada en la carretera en una de las veces que se escapó del corral de su dueña.

Al principio, Balto también se escapaba alguna que otra vez de mi casa y correteaba por ahí. Y cuando estaba cansado de jugar o de ver el mundo, regresaba. Recuerdo aquel día en que lo encontré tirado a la puerta de casa, en medio de un charco de sangre. El galgo de un vecino le había mordido en el cuello y Balto pudo huir y refugiarse en la puerta. Lo llevé al veterinario, en el vespino de un vecino, mientras este llevaba cogido al perro en el asiento de atrás. El albéitar le cosió la herida del cuello y el can se salvó. Hace casi un año, un amigo vino a mi cueva de Guadix y, al despedirnos en la calle, Balto aprovechó para salir por la cancela atraído por unos perros que ladraban en las cuevas de más abajo. Lo estuvimos buscando casi toda la noche por las cercanías, sin resultado alguno. Y cuando amaneció proseguimos la busca, hasta que lo dimos por perdido. Balto tenía cataratas, apenas oía y las patas traseras le flojeaban bastante.

Sobre las 11 de la mañana, se me ocurrió ir a dar una vuelta por el mercadillo del sábado. Fuimos mirando por la avenida de Medina Olmos, mi mujer se dio una vuelta por el parque de Pedro Antonio de Alarcón y, cuando estábamos en la rotonda de las Américas, observé desde el vehículo que Balto subía por la acera de la izquierda en dirección a la Catedral. Por pura casualidad, me encontré con la imagen cansina del perro canela. Si hubiera pasado con el vehículo, un minuto antes o después, posiblemente no lo hubiéramos visto. Lo llamó a voces y, con lágrimas en los ojos, mi mujer se bajó del vehículo y lo recogió. El perro cayó agotado en la esterilla del coche y se apegó a los pies de mi mujer, como agradeciendo que lo rescatáramos de la calle. Balto había estado más de doce horas andando y no esperábamos que se encontrara a unos cuatro km de la cueva. No hubiera vivido mucho con el calor que hacía en junio, pues esa tarde teníamos que marcharnos. De nuevo se había librado de una muerte segura.

Cuando yo llegaba a casa, después del trabajo, se acercaba a la puerta  y venía a mi encuentro. Antes, cuando oía bien, llegando la hora se ponía junto a la puerta a esperarme y, cuando oía el ruido del coche, empezaba a ladrar. Al sentarme a comer, se colocaba a un lado en silencio mientras yo veía las noticias. A veces pasaba un rato y no me daba cuenta de su presencia. Entonces le echaba un trozo de pan y Balto se iba tan contento a comérselo. Como era muy curioso, siempre tenía que olisquear y verlo todo, si entrabas en la cocina, Balto tenía que abrir la puerta porque en el lavadero estaba su transportín, o bien pensaba que ibas a echarle algo de comida. Otras veces se alzaba hasta nuestras piernas o llamaba la atención, de manera que nos habíamos acostumbrado a Balto y era uno más de la familia. La compañía que te dan estos animales fieles y el cariño que les coges no se pueden describir.

En Cádiz







Se había convertido en el guardián de la casa y, si tardábamos mucho, nos recibía con ladridos como quejándose por la tardanza. Todos los días lo sacaba a hacer sus necesidades dos veces: a las 6:15 y doce horas después. Si veía a algún perro, a veces se ponía a jugar y para casa. De vez en cuando salíamos a dar un paseo por el campo y, cuando nos veía ponernos las zapatillas deportivas, se ponía muy contento. Pero su salud se fue deteriorando en el último año. Le daban síncopes (el corazón se le se quedaba paralizado y perdía el conocimiento, hasta que se recuperaba unos segundos después), cada vez más frecuentes, también tenía arritmias y un soplo en el lado derecho del corazón. El veterinario le recetó dos clases de pastillas y últimamente parecía mejorar. Hace unos días, Antonia me dijo que Balto había perdido dos dientes y que estaba muy delgado.

El 17 de abril, sobre las 6:20 horas, al subir las escaleras de casa, empieza a toser y a tambalearse hasta que se queda tirado en el rellano de la puerta. Esta vez no perdió el conocimiento porque aulló dos veces, quejándose del dolor, mientras yo lo acariciaba para que sintiera que estaba a su lado. Cuando vine de trabajar, mi mujer me dijo que se había pasado toda la mañana tosiendo. Por la tarde, nos fuimos a la cueva de Guadix y, al llegar, lo saqué al campo. Nada más subir una pequeña y empinada cuesta, Balto volvió a caer en redondo al suelo. Medio minuto después, se incorporó casi sin fuerzas para hacer sus necesidades pero estaba muy desorientado, pues se iba en dirección contraria a la cueva. Ya no podía con su alma y entonces pensé que Balto no llegaría al final del día. Una hora y pico después, volvió a repetirle el síncope en casa. El perro tenía ya mal aspecto. Aquella tarde se pegaba mucho a nosotros, rozándonos, tanto que al andar casi lo pisábamos. Se sentía bastante débil y había cogido miedo, de manera que necesitaba estar muy cerca de nosotros.


Estaba viviendo sus últimas horas





La noche la pasó bien y sin toser, en el transportín, pero cuando lo saqué antes de amanecer, la pequeña cuesta de nuevo lo arrojó cruelmente al suelo. Sin embargo, una vez más, Balto se levantó como un jabalí herido, tambaleándose y sin apenas fuerzas para sostenerse, casi no podía alzar la pata para mear. Un rato después, le volvió a repetir el síncope en la cueva. En poco más de veinticuatro horas, le habían dado cinco síncopes. A las 10:30 horas, Balto se montó contento en el coche porque lo sacábamos a la calle. Lo llevamos a la clínica del veterinario y aquí movió el rabo de alegría porque había una perra. Cuando lo subí en la mesa para que lo examinara, se puso nervioso como otras veces. Le explicamos al veterinario las enfermedades que tenía, entonces nos dijo que el perro tosía porque los pulmones se le encharcaban de sangre y que cada vez iba a sufrir más, y nosotros también. Decidimos que lo mejor era sacrificarlo.


El veterinario le inyectó un sedante a Balto y, unos minutos después, cuando ya estaba dormido, le puso la inyección de la eutanasia en el cuello, pues no le encontraba la vena en la pata. Segundos después, su cuerpo empezó a tener ligeras convulsiones (una parada cardíaca), hasta que los ojos se le volvieron hacia arriba y las pupilas se le dilataron. Por fin, el pobre Balto había dejado de sufrir. Era tan bueno, que ya no tendremos otro perro como él y, después de quince años juntos, aunque esperábamos su muerte, ha dejado un vacío que no se puede llenar. Se conformaba con la comida que le echabas, nunca protestaba y siempre salía a nuestro encuentro cuando llegábamos a casa.

Cada mañana, cuando le abríamos la puerta del lavadero, él nos saludaba con alegría. Pero, ahora, cuando entro en casa, el corazón me da un vuelco y todo son recuerdos porque el roce hace el cariño. Balto había sido el guardián fiel que siempre buscaba nuestra compañía, porque no quería estar solo. Nuestros dos hijos lo querían mucho y va a ser un duro golpe cuando se enteren de su muerte. Unas horas después enterré a nuestro pequeño amigo, envuelto en una sábana. Yo siempre lo decía: "El día que se muera Balto, va a ser un duelo". Y así ha sido. Quizá lo resuman mejor estos renglones, de un poema de Pablo Neruda:

Mi perro me miraba con esos ojos más puros que los míos (…).