domingo, 25 de enero de 2015

DE SANTOS Y DUENDES



Con mis tíos, Jesús y Paco, en Orce. 1959






En recuerdo de Juan Antonio Casanova Guillén

La nieve ha ensabanado la sierra de Periate y los tejados de Orce, mientras un frío siberiano (nueve grados bajo cero, oiga) recorre sus calles al son de los incansables redobles de tambores de la soldadesca. Pero el programa de fiestas de San Antón, del día 18, no perdona: “Queda todo el pueblo invitado a comernos una vaca...”. Y unas horas después del rancho, tiene lugar el ‘Desfile de la Zorra’, donde van todos los participantes. El domingo por la tarde viene la bajada a la ermita de San Sebastián; y poco después tienen lugar las luchas entre moros y cristianos... Éstos, finalmente, dan un golpe de mano y recuperan al santo. Y luego, todos juntos, se dirigen a las puertas de la iglesia de Santa María, donde bailan sus banderas y dan vivas a San Sebastián. Reseñar que estos tradicionales y festivos enfrentamientos, entre ‘moros y cristianos’, vienen celebrándose en Orce desde 1639. Seguidamente hay un pasacalle de soldados y danzantes   –hacen un baile muy original, que recuerda a los ‘seises’ de Granada–, con Cristo al frente vestido de ‘Cascaborra’. Y así andan estos días por aquí: entre briegas y algarabías, bailes –gandulas y rondeñas– con ‘cuerva’ y jaleo de petardos.

Escribo desde estas tierras altas de frontera, donde lo mismo te hacen una lata de cordero al horno que unos andrajos con liebre en el bar del ‘Remolacho’. ¿Cuántas veces, de niño, habré soñado que me encontraba en Orce? Por eso, cuando paso por sus viejas calles y hablo con sus gentes amables y cumplidas, o simplemente veo unas habas desparramadas en la era, secándose al sol, me vienen recuerdos de la infancia. Pascual Madoz, en su ‘Diccionario Geográfico’, de 1850, describía la situación de Orce de esta singular manera: “Se halla escondido en la embocadura de un barranco y resguardado de todos los vientos...”. ¡Como si Orce tuviera puerto de mar! Juan Antonio Casanova preside la asociación “Ciudadanos por Orce”. Afirma que “esta zona está muerta y, además, no dan permiso para las excavaciones en Venta Micena”. Antonio Sánchez es el tesorero: “Hoy los campos están mejor cultivados, sin embargo, el agricultor gana menos que antes”. Mientas tanto, Orce está esperando que se produzca el milagro: la aparición de un zancajo del ‘Abuelo de Europa’. Y estos días nos hemos enterado que tenía un ‘pariente’ en Galera, cerca de la cueva del ‘Rizao’.

En los años setenta, el tío Pérez componía trovas y cantaba los ‘vítores’. Ya de viejo, cuentan que tenían que llevarlo en un carrillo de ruedas por las casas de los vecinos, mientras improvisaba las coplillas: (redoble de tambor) “¡Vítor, vítor, vítor, que viva el señor alcalde, que quiere traer agua a ‘punta pala’ ‘pa’ ahogarnos a ‘tos’...!”. Y al terminar, toda la soldadesca que lo acompañaba respondía a grito limpio: “¡Vivaaa!”. Suena de nuevo el redoble del tambor –¡porrón, pon...! –, y pescan y se van con la música a otra casa. En cambio, hoy los ‘vítores’ se leen en la Casa de la Cultura, pero han perdido ingenio y frescura. Es habitual que se ‘ceben’ con el alcalde, pero a José Ramón Martínez se le ve que tiene ganas de hacer cosas. “Está claro que no quieren que Gibert excave. Pero no entiendo porqué no permiten trabajar en Venta Micena”. Y añade: “¡También prometieron 1.500 millones de pesetas para el Centro Museístico!”.



Dicen que en el palacio de los Segura celebraban aquelarres en el siglo XVII. Pero mis problemas empiezan cuando decido borrar lo escrito y no hacer ninguna mención al palacio, donde voy a pasar la noche. Al poco, inexplicablemente, se me cae la goma al suelo..., y durante la noche estuve oyendo extraños ruidos. El colmo fue cuando, a la tarde siguiente, estoy recogiendo mis cosas para irme. Oí un portazo tremendo en el piso de abajo y, cuando bajé, ninguna llave entraba en la cerradura: me había quedado completamente encerrado. No sé cómo abrí la puerta de enfrente, luego levanté el pestillo del portón de la entrada principal y fui arrastrando poco a poco una hoja. El antiguo gobernador, don Andrés Segura, debe ser un fantasma vividor y vanidoso que ha intentado impresionarme... Pues, no en vano, el palacio es conocido también como ‘Casa de los Duendes’.

Amador Cañabate dirige la revista ‘Alcazaba’ y promueve los vítores: “¡Vítor, vítor, vítor! Los zagales de primero de ESO, / tantos móviles que compran / que no sirven ‘pa’ ‘ná’. / Pues tienen a las novias ‘abandonás’”. Amador, además, es un poco el ‘guardián’ de la tradición. Hace dos años corregía un desaguisado, poniendo las cosas en su sitio: “Y a propósito de danzantes y tradiciones, a San Antón, cuando acaba su baile, se le dice ‘viva San Antonio Abad’, y no, ‘viva San Antón bendito’”. Sin embargo, antaño existía una costumbre que, en parte, se ha ido perdiendo. Finalizadas las fiestas, tiene lugar lo que aquí llaman el santo ‘parriba’ y santo ‘pabajo’. Los devotos le hacen promesas al santo de los animales, de manera que lo están subiendo y bajando de la ermita hasta cerca de la Semana Santa. Y cuando está nevando –recuerdan los más ancianos–, a San Antón se le ve orgulloso, con su cresta de nieve en la cabeza. Pero hoy los tiempos son otros y, además, el patrón ya no está para muchos trajines... Es como me confesaba aquella buena mujer: “¡Cucha que te diga: hoy a San Antón sólo lo sacamos para las cosas precisas!”.


Publicado en Ideal, el 21 de enero de 2003 y en la revista Alcazaba, de Orce, en noviembre de 2014. En Ideal salió con la  foto de varios danzantes, entre ellos Juan Antonio Casanova y Antonio Sanchéz. Este artículo viene incluido en mi libro, Artículos del Altiplano y de Granada. Esta foto me la envió mi amigo Juanjo Martínez, en marzo de 2020


Posdata: el alcalde de Orce, José Ramón Martínez, me invitó a las fiestas de San Antón Orce y le escribí este artículo. Pasé una noche toledana en el Palacio de los Segura, pero por la mañana me emocioné cuando sacaron a San Antón de la ermita: era la misma escena que mi madre, mis tíos y abuelos habían contemplado unas décadas atrás.
Le prometí a Juan Antonio Casanova que me pasaría por Orce y escribiría un artículo sobre él, pero lo cierto es que no me pasé. Hace unos días me enteré por la revista ‘Alcazaba’ de su muerte en abril del pasado año y quiero al menos recordarlo con este antiguo artículo. Congenié pronto con Juan Antonio –primo segundo de mi madre–, por su sencillez y campechanía, lo mismo que con Antonio Sánchez que me regaló una foto de mi madre cuando era joven y vivía en Orce. Recuerdo que hace varios años, en el entierro de mi tío Jesús Casanova, en Granada, Juan Antonio me dijo: “Mi mujer y yo hemos procurado que la muerte de nuestro hijo no nos afectara tanto, como a Jesús y Amparo con la muerte de su hijo en un accidente de circulación. Por eso procuramos salir y no encerrarnos”. Creo que con Juan Antonio Casanova se pierde un poco de la historia de Orce, él y su hermano Anacleto fabricaron aquel autocar al que llamaron ‘la Guapa’ y que llevaba pasajeros a Huéscar, Galera y Castril. Luego montó la empresa de autocares ‘Casanova’, que a veces yo veía por las avenidas de Granada, hasta que la inesperada muerte de su hijo, a causa de un infarto, hizo que vendiera la empresa. Me contaron esta anécdota y así la expongo: cuando Juan Antonio fue alcalde de Orce, un día cogió la escopeta y se lió a tiros con una avioneta que pasaba, pensando que era la que disolvía las nubes para que no lloviera sobre la zona. Esto salió en la prensa y la avioneta es una leyenda del Altiplano, aunque la explicación es más simple: por allí no llueve porque Sierra Nevada hace de barrera, no dejando pasar las nubes por lo que las comarcas de Guadix, Baza y Huéscar son semidesérticas. 
 ¡Hasta siempre, Juan Antonio! 





sábado, 17 de enero de 2015

OCURRENCIAS DE NAVIDAD II











El 13 de enero me encontré por la calle con el peluquero y me puso al tanto del enfermo: está muy mal, no hace mucho que intentó agredirle y ya le ha cogido miedo. Ahora el enfermo se sienta a la puerta de su peluquería a llorar, pero no toma medicación ni va al médico. El barbero me dio los datos del enfermo y le prometí que, al día siguiente, me pasaría por la peluquería para hablar con él, a ver si consiguiera convencerlo. Acto seguido me puse en contacto con mi amigo, el psiquiatra. Me facilitó algunos teléfonos y me dijo que tenía que llevarlo al Hospital de Salud Mental, que le correspondiera, o a su médico de cabecera. Y que esto era mejor que lo hicieran los familiares o el tutor del enfermo.

Al día siguiente, sobre las 11 de la mañana, el enfermo estaba sentado como de costumbre a la puerta de la barbería. Lo saludé y le dije que yo tenía un familiar que había estado como él, tirado en la calle, pero lo convencí para que lo atendiera el médico y hoy se encuentra mucho mejor, tomando su medicación y sin tener problemas con la familia ni con nadie. Esta artimaña parece que surtió efecto. ¿Tú no puedes seguir así en la calle, Manuel, sentado a la puerta y llorando todo el día? Ahora estás mucho peor que hace un mes, cuando yo te vi, necesitas que te vea un médico y que te atiendan. “No tengo a nadie, mi madre falleció, mis hermanos no quieren saber nada de mí y mis hijas tampoco. A una le paso uno ayuda de 300 euros al mes, y ya ves. Yo fui jefe administrativo en la empresa…, durante veintitantos años”, me dijo llorando como una magdalena, a la vez que parpadeaba continuamente. Vamos a ver, Manuel, cada día vas a estar peor y necesitas que alguien te ayude. Me confesó que tenía una depresión y, para el 27 de febrero, tenía una cita con el psiquiatra de Salud Mental. ¿Tú quieres que yo te acompañe a tu médico o al psiquiatra? Confía en mí. “Bueno –respondió–, pero ¿cómo vuelvo luego del hospital?”. No te preocupes –lo tranquilicé–, yo te acompañaré también a la vuelta. Bueno, Manuel, tengo que hacer unas cosas y ya vendré a verte.

Poco después, estuve hablando por teléfono con una encargada de Salud Mental y me aconsejó que llamara al 061, o que lo acompañara en autobús al hospital. Regresé a la peluquería y, después de prometerme Manuel que vendría conmigo al psiquiatra de Salud Mental, llamé al 061. Pero aquí me dijeron que solo atendían las emergencias, y no a una persona abandonada en la calle. Para no discutir, decidí coger el autobús. Pero, cuando íbamos montados, el enfermo me preguntó varias veces y mirándome con desconfianza: “Y ¿a qué vamos a Salud Mental?”. Pues, a que te atiendan, porque no te encuentras bien. “Y ¿estará el psiquiatra tal?”. Puede que tenga consulta, le dije para calmar la ansiedad que tenía. Eran preguntas de un niño indefenso y a la vez desconfiado, acostumbrado a que se burlen a diario de él. Manuel tenía la mente completamente bloqueada. Al poco, volvía a la carga de nuevo con la misma pregunta, y no sabía yo lo que pensaría la gente del autobús, viendo la escena.

El aspecto de Manuel era deprimente, el de una persona completamente abandonada y con una desorientación total. En la peluquería le tomaban el pelo a diario. ¿Por qué agrediste al peluquero?, le pregunté a bocajarro. “Porque se burlaba de mí”. Llegamos a Salud Mental y, cuando pregunté, me dijo la empleada: “¿Usted es el que llamó a la encargada… Siéntese, que ahora lo llamamos”. Allí se quedaron mirándome, como si fuera un extraño o quizá como a un alma caritativa, mientras a mí se me saltaban las lágrimas cuando les explicaba la situación: “Yo no soy familiar de Manuel ni nada, lo conozco de haberlo visto tirado en la calle varias veces”. Tan raro debe de ser, en estos tiempos, socorrer a alguien, ayudar al necesitado y ofrecer tu mano a un enfermo desconocido... Poco después nos recibió el psiquiatra del enfermo y le fue haciendo preguntas y repasando su historial. Yo lo puse al tanto de los últimos acontecimientos y le dije que estaba completamente bloqueado, pues preguntaba mecánicamente: “¿A qué he venido aquí?”. “Usted tiene aquí una denuncia por…”, le espetó el facultativo. “Sí, pero es una denuncia falsa”. Bueno, eso yo no lo sé. Yo solo le digo lo que pone aquí. Yo me quedé sorprendido. Quizá el psiquiatra quiso hacerme ver que no todo estaba limpio en el expediente del enfermo.

Poco después le atendió la asistenta social y, de nuevo, le fue haciendo las preguntas de rigor. Quedamos que, al día siguiente, la asistenta social lo recogería a la puerta de la barbería y lo llevaría a los Servicios Sociales del barrio del enfermo, para que lo atendieran y ver lo que se podía hacer. Le di las gracias al psiquiatra y a la asistenta y, seguidamente, nos fuimos andando hasta la parada del autobús y cada cual pagó de nuevo su viaje, porque Manuel decía que no tenía suelto. Lo dejé cerca de su vivienda y me despedí de él. Manuel estaba más tranquilo y yo, aunque algo harto de la situación comprometida, también me quedé tranquilo pues había intentado sacar a un ser humano de la situación inhumana y degradante de estar sentado durante el día en un peldaño y llorando, mientras se mofaban de él. 

Dos días después, lo vi de nuevo sentado a la puerta de la barbería. Lo saludé y se levantó dándome la mano. ¿Cómo estás, Manuel? Veo que hoy te ha afeitado la asistenta y estás mucho mejor. “Estoy casi igual”, me dijo poniéndome la mano encima del hombro. Tenía mucho mejor aspecto y los mocos ya no le colgaban de la nariz. “Te llamé por teléfono, pero lo tienes apagado”. Yo creo que te lo di equivocado, le respondí. Un vecino me previno que no se lo diera, “pues, va a estar llamándote todo el día”. Y no me habló bien de Manuel, “está solo y las hijas no quieren saber nada de él, porque se lo merece”. Llevaba prisa y le dije a Manuel que otro día vendría a verlo y le daría mi teléfono.


La conclusión de todo esto es que podemos ayudar al prójimo –a nuestro próximo, de ahí tiene su origen la palabra–, aún sin conocerlo y aunque no haga méritos para ello. Una persona que está hundida, deprimida, desorientada y llorando en la calle no se le debe dejar abandonada y, menos aún, hacerle bromas y mofarse de su situación. Eso es, sencillamente, ser cruel con quien está indefenso y sufriendo, hasta que un día cometa una fechoría con quienes se burlan de su estado o termine suicidándose. Haz el bien y no mires a quien.


Posdata: Se me pasó decir que Manuel había quedado con la asistenta para el día siguiente, supongo que intentarán sacarlo de la calle. Conozco el caso de dos hermanos y los Servicios Sociales también: el tutor se gasta el dinero en las máquinas y le regatea la comida al deficiente mental, pero nadie hace nada. La foto del mendigo no se corresponde con Manuel, pero nada de extraño tiene que, en poco tiempo, esté durmiendo en la calle.



miércoles, 14 de enero de 2015

EL AVE MARÍA EN EL RECUERDO







En 1969, llegué al colegio del Ave María de la cuesta del Chapiz, cuando el franquismo enfilaba sus últimos años. Don Jorge Guillén entonces dirigía la ‘Casa Madre’, un sacerdote que años más tarde se marchó a la tierra de las misiones. Pero, cuando cruzaba aquel largo patio de cemento –con su austero traje negro y con un cigarrillo entre los dedos-, era tal el respeto que imponía que los alumnos dejábamos de jugar y nos quedábamos parados, como si se tratara mismamente de la imagen de don Andrés Manjón. Don Juan Alfonso García nos daba religión en quinto de bachiller y alguna vez me concedió el privilegio de sentarme a su lado para escuchar a Bach  –esas melodías religiosas, que parece que huyen y luego se persiguen–, en el órgano de la Catedral de Granada.

Los sábados por la tarde tenía lugar el ‘Cinefórum’, en el Ave María, donde se proyectaba una película para los mayores. El moderador advertía previamente de los ‘cortes’ de la censura y, al final de la película, se abría casi siempre un acalorado debate: éste arremetía contra la Dictadura, este otro parecía un ‘trotskista’... El ambiente sano, de tolerancia y de cierta libertad de expresión, era lo que más llamaba la atención del Ave María. Incluso en la tediosa clase de ‘Formación del Espíritu Nacional’, el profesor dejaba caer que, “el ‘régimen’ de Franco no es el mejor sistema político”.

“¡Vamos, vamos! ¡Déjense ustedes de choteo, que no es para tanto!”, nos decía, un tanto agobiado, aquel profesor, intentando a duras penas restablecer el orden en la clase, después de contarnos un chiste que ya sabíamos. “Mira que te diga, Tiburcio: de camiseta te mudas una vez a la semana y cada mes cambias las sábanas”, le daba los últimos consejos aquella madre celosa al membrillo del hijo. En 1970 don Emilio Borrego ocupó el cargo de rector, un sacerdote de talante más abierto, pero que en el examen trimestral de religión –creo que por error puso algunas preguntas que no venían en el libro–, todo el curso le entregó los folios en blanco y el resultado fue un “suspenso general”. Se lo recuerdo y me responde: “Entonces, me cateé yo mismo”. Otra noche, parte del colegio se negó a cenar y, después de un tira y afloja, el cocinero empezó a repartir lonchas de queso. “¡Oh chico! ¡Si don Andrés levantara la cabeza!...”, debió pensar entonces don Emilio. Fuimos, sin pretenderlo, la juventud rebelde de entonces que protestaba contra la rígida educación recibida de nuestros padres. Y sin embargo, hoy nuestros hijos nos pagan con la misma moneda.

Años más tarde, me encontré con un compañero de curso al que todavía le pesaba el recuerdo de la expulsión del colegio, junto a otros cuantos, a causa de una trastada que hicieron. Yo ignoraba esto, pero en los años ochenta me encontré con don Emilio por la Gran Vía y, creyendo que yo también había estado metido en el ‘fregado’, me dijo: “¿Me perdonas?”. Aquellas palabras eran suficientes para medir el alma sencilla de este hombre. Hace poco saludé a don Jesús Roldán –el antiguo abad del Sacromonte–, que andará cerca de los noventa años: “¿Cómo dices que te llamas, hijo?”. Otro día saludé a Antonio, el portero –todavía conserva una memoria prodigiosa–, y me facilitó algunos datos. También llamo por teléfono a don Ricardo Villa-Real y le digo que no puedo escribir sobre el Ave María sin mencionar a un ilustre personaje como él. Luego me explica que habrá escrito unos doce libros, seis de ellos sobre temas granadinos. “Yo siempre leía el pregón cuando se reunía la Asociación de Antiguos Alumnos del Ave María, pero desde hace unos tres años no salgo a la calle, por culpa de una enfermedad crónica”. Todavía resuenan en mi mente las humildes palabras de este "escribidor docente", que ha enseñado lengua y literatura a miles de alumnos: “Gracias por acordarte de mí en estos momentos...”, me dice, cuando todos tenemos una deuda pendiente con él.

De rondón me colé en la sacristía, detrás del cura que acababa de oficiar su misa de las siete de la tarde. Me miró y me dijo: “¡A ver si me acuerdo de ti!”. Fue entonces cuando creí ver en su cara risueña toda la humanidad del mundo. Don Emilio parece que tiene siempre la sonrisa en la boca y el cigarro en la mano. Es como un libro abierto –“a lo mejor hablo demasiado”– y los recuerdos de aquella época se le agolpan en la mente, le vienen sin querer. Yo sólo soy una excusa para sus monólogos: “Don Jorge era el ‘alma’ del Ave María y él siempre dejaba abierta la puerta de su despacho. Cuando se marchó al Brasil, yo seguí haciendo lo mismo. ¡Pero yo era un desastre, no servía como rector! Por eso pedí venirme a una parroquia. La policía entonces nos tenía intervenidos los teléfonos, pero yo siempre, con todos los respetos, decía, ‘un saludo para quien esté al aparato’”. Sin embargo, pasó malos momentos: “Hoy no permitiría que la policía se llevara a aquel alumno que estaba en Comisiones Obreras...”. Otras veces la memoria parece traicionarle: “Tengo una deuda pendiente con don Cristóbal... Era un buen hombre, pero yo entonces no supe verlo. A don Ricardo Villa-Real teníamos que haberle hecho un homenaje, pero no se lo hicimos...”.

Allí dejé al cura en la sacristía, con sus recuerdos y con la palabra en la boca: “¡Espera y no te vayas!”, me dijo. Pero yo tenía que salir pitando a recoger el coche: “Ya lo llamaré”, le dije. Este verano, después de muchos años, regresé al Ave María y comprobé que los pupitres de las clases seguían siendo los mismos. Y que todo parecía igual que entonces: “Es como si el tiempo se hubiera detenido en el antiguo carmen de la Victoria”, pensé. Y, en la inmensa soledad del patio –otrora bullicioso y alegre–, recordé, emocionado, aquellos lejanos días y el verso del poeta moguereño, que decía: “Y en el rincón aquél... mi espíritu errará, nostálgico”.
                        

Posdata: este artículo salió publicado en Ideal de Granada, el 23 de enero de 2002 y está incluido en mi libro 'Artículos del Altiplano y de Granada' (2014). Don Emilio Borrego vivía retirado en la Casa Sacerdotal de la plaza de Gracia y falleció el 1 de enero pasado, de un infarto.  Fue párroco de Churriana de la Vega y de la iglesia Virgen de Gracia. Todas las personas que menciono en el artículo fallecieron, a don Jorge Guillén, a don Jesús Roldán, a don Ricardo Villa-Real y al organista de la Catedral les dediqué sendos artículos, en diferentes periódicos.