domingo, 24 de julio de 2016

EL ENTIERRO DE LOS CAÍDOS






Entierro de los caídos, J. A. Avilés, 1941












De Guerra Civil no puede haber muertos de primera y de segunda: todos ellos fueron nuestros muertos. Leandro
Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo río. Manuel Azaña


El pasado 18 de julio se cumplieron ochenta años del comienzo de la Guerra Civil española y todavía hay quien se dedica a remover el odio y aventar los espantajos del pasado. Hasta que no pase un siglo y sólo queden los nietos y bisnietos de los contendientes de la Guerra Civil, entonces los españoles olvidarán definitivamente el odio y el rencor, porque muchos de nosotros somos los hijos de quienes se enfrentaron. Mi padre estuvo en el frente de Castellón, con el Ejército republicano, poco tiempo porque tenía 18-19 años, pero cuando yo era pequeño me contaba los bombardeos que presenció, de manera que años después leí libros sobre la Guerra del 36 y a veces tenía la impresión de haberla vivido.

Esta foto del Entierro de los caídos, Galera (Granada), 23 de marzo de1941, de Juan Antonio Avilés, ya forma parte de nuestra historia y la podíamos resumir así: en aquel crudo invierno, todo el pueblo de Galera salió a recibir a los caídos por Dios y por la Patria, la clásica leyenda que venía grabada, en letras negras sobre el mármol blanco, en las cruces de los caídos que se levantaron en los pueblos de España, en memoria de los fallecidos del bando franquista a manos de los rojos. Durante varios días una caravana fúnebre, con numerosos ataúdes que llevaban los restos de las víctimas –muchos de ellos envueltos en banderas de la Falange–, hizo el recorrido a pie desde las tierras de  Almería, donde solían fusilar a los prisioneros que habían sido capturados. La comitiva fúnebre llegó a Huéscar, donde le rindieron honores en la Plaza Mayor, mientras que unos pocos ataúdes se desviaron hacia Galera. La instantánea del Entierro de los caídos fue hecha en la calle de San Marcos y da la impresión de que las casas siguen igual que en 1939, salvo que hoy están mejor conservadas –el eterno encanto de los pueblos–, pero ya no existen las cancelas que se ven a mano izquierda. Eran del Hospital (el consultorio), que hasta no hace mucho lo llamaban así en Galera. Jesús Fernández, historiador y exalcalde de Galera, que falleció hace unos diez años, me contaba que, cuando finalizó la guerra, mi bisabuela Mercedes vino desde el Cortijo del Cura al comercio de su padre Marcelo, para cambiar los billetes y monedas que tenía de la República por los nuevos del Gobierno de Franco. Jesús también me comentó que, en los tiempos de la República, había una copla que decía: Galera ya no es Galera, es una gran capital, tiene un Puente de Hierro y una máquina de ablentar. Era una enorme máquina que compraron entre varios propietarios en Navarra.

Encabezando el entierro destacan un falangista, abrazado a la bandera, y el monaguillo con la cruz de guía. Al lado están otros falangistas, con sus camisas azules (entre ellos se llamaban camisas viejas o camisas nuevas, dependiendo de la antigüedad en el partido de Falange) y boinas rojas; los guardias civiles, con sus trajes de gala y los mosquetones al hombro, y detrás aparecen el párroco con el monaguillo y el sacristán. Finalmente, una muchedumbre acompaña a los féretros, cubiertos con la bandera rojigualda, que entonces la llamaban así, mientras que una riada de galerinos asoma por la empinada calle de la derecha. ¡Ay de aquél que no acudiera a recibir a los caídos y no alzara la mano derecha al frente, porque sería tenido por rojo! Éste era el saludo fascista (de fascio), que puso de moda el dictador Mussolini, en Italia, y que venía de cuando el Imperio Romano dominaba en el Mediterráneo.


En la parte inferior de la imagen destaca un grupo de niñas, con el brazo en alto y las miradas entre curiosas y huidizas, aunque una zagala se ha atrevido a salir de la formación y mira a la cámara de cajón, de Juan Antonio Avilés, que está con su trípode un par de metros más arriba para inmortalizar aquel solemne e histórico acto. La niña morena es la única que rompe la monotonía: sonríe mientras levanta el brazo con desparpajo, como si aquella ceremonia fúnebre fuera un juego para ella. Si se observa la foto, no se ven nada más que caras serias y rígidas, incluso en los rostros de los niños se percibe el miedo de aquellos días trágicos, donde no había nada más que controles, delaciones, registros, informes, detenciones masivas, requisas, propaganda, falsas noticias, venganzas, el trasiego de camionetas con presos, campos de concentración y rumores de fusilamientos. A toda esta represión había que añadir el pan negro, el hambre, la miseria, el estraperlo, las cartillas de racionamiento… ¡Qué otra cara podían tener los galerinos esa mañana!

Gran parte de la población vivía entonces atemorizada, pendiente del parte de Radio Nacional de España o de que por la noche llamaran a la puerta, o quizá esperando noticias del hijo que combatió en el frente y no aparece en los listados de los fallecidos, pues la guerra había terminado el 1 de abril. Eran días de terror, de exilio y de muerte. El ejército vencedor de Franco, Queipo de Llano y otros generales necesitaban demostrar todo su poderío y toda su crueldad con los desgraciados que habían perdido la guerra. Otro detalle que llama la atención es que todos los galerinos miran de frente y, salvo las autoridades, saludan con el brazo en alto, lo que indica que al lado del fotógrafo estaba la máxima autoridad, aunque no aparece en la imagen: sería algún jerifalte de Falange, que vino de Granada para presidir el recibimiento a los caídos de Huéscar y de Galera, y allí mismo echaría una larga y sonora arenga: ¡Camaradas y vecinos, hoy es un día glorioso e histórico para el pueblo de Galera…! ¡Viva España, viva Franco! Y terminaría la ceremonia cantando el Cara al sol. Hará unos diez años que le enseñé esta foto a un galerino y me dijo los nombres de algunos que aparecen. Lo que no cabe duda es que el Entierro de los caídos es una de las imágenes de la posguerra que sobrecogen, porque todo el pueblo de Galera se echó a la calle para recibir a los caídos, pues el régimen promovía estos actos multitudinarios para fortalecer la unidad y la cohesión.

La familia me contaba que venían los rojos al cortijo de San José y le ponían una pistola, apuntándole a la cabeza, a mi bisabuelo, Leandro García-Fresneda, mientras les gritaban: O nos dais ahora mismo una cabra, o lo matamos. O bien hacían subir al anciano, a la cámara (la troje), cargado con un costal de trigo para divertirse. Los milicianos llegaban a caballo, con escopetones y pañuelos rojos anudados al cuello, y requisaban alimentos o detenían a algún vecino. En diciembre de 1937 murió mi bisabuelo, a los 75 años, a consecuencia de parálisis, según el certificado de defunción (se le paró el corazón). Al día siguiente, que era domingo, llevaron al difunto en un ataúd a Galera, montado en un carro tirado por mulas. Sin embargo, los milicianos no dejaron entrar en el cementerio a los familiares y amigos, que tuvieron que quedarse en el pueblo. Mi bisabuelo (sin filiación política) fue enterrado en una fosa común, al lado del único pino que hay en el camposanto. Más tarde, llenaron la fosa con varias víctimas de la guerra y allí siguen enterrados, sin una triste cruz o una lápida que recuerde sus nombres. En el dintel de la puerta de la iglesia, de Nuestra Señora de la Anunciación, de Galera, hay una placa de mármol donde figuran los nombres de los galerinos caídos, en el bando franquista. El pilar de tres caños, que hay en el Camino de Castilléjar (data de 1928), tiene grabados un dibujo con el yugo y las flechas, y esta inscripción: Caídos por Dios y por España. ¡¡Presentes!!


Antigua Cruz de los Caídos. Galera, 1953









Cuentan que el 18 de julio de 1936 había en el cielo un intenso resplandor –como si anunciara una tragedia– y, después de casi tres años de Guerra Civil, el régimen de Franco estuvo cerca de cuatro décadas en el poder. La reconciliación entre los españoles llegó con la Transición, aunque algunos se empeñan en negarla mientras avivan viejas heridas. Sin embargo, hay que recordarles que todos los muertos de la guerra fueron españoles y España no se merecía que unos ambiciosos y sedientos de poder los llevaran al matadero. A mi padre, que era fotógrafo, le hubiera encantado ver esta imagen de Avilés que, con manchas de tinta y descolorida por el tiempo y el olvido, refleja como pocas el sufrimiento de nuestro pasado reciente en el Altiplano granadino o en cualquier pueblo de España: toda la angustia, toda la represión y toda la miseria que les tocó vivir a nuestros padres y abuelos. Por eso, no debemos olvidar nuestra historia para no cometer los mismos errores que ellos y, antes de hurgar en las heridas del pasado, algunos políticos deberían decir con humildad aquellas palabras que pronunció el presidente de la República, Manuel Azaña, en un mitin de Barcelona, en 1938: Paz, piedad y perdón. Éste es el camino.

Una de mis primeras fotos, en Galera, fue precisamente en la Cruz de los Caídos. Estoy en las escaleras (que entonces eran de mármol blanco) en medio de mis padres, que me sostienen, y de mi hermana. Al lado están una amiga de mis padres, con un niño, y otra mujer que posiblemente sea la aya. Yo no tenía un año y todavía no andaba. La Cruz de los Caídos sigue allí –sin las escaleras de mármol, mientras que las letras negras fueron borradas–, pero sobre un montículo de piedras y cemento. Hace unos cuantos años volví a hacerme una foto aquí con mis tíos, que ya fallecieron, recordando aquellos días de mi infancia.