sábado, 28 de junio de 2014

EL MISTERIO DE SAINT-EXUPÈRY


Saint-Exupéry, delante del caza que pilotaba






El domingo, 29 de junio, se cumplen 114 años que nació el escritor francés, Antoine de Saint-Exupéry, con tal motivo recupero este artículo dedicado al autor de 'El principito':

       Muchas veces me había preguntado, como todo el mundo, por la misteriosa desaparición del aeroplano ‘L’intransigeant’, del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, autor de ‘El principito’, una obra cumbre de la literatura contemporánea: ¿fue un accidente y el mar se tragó el avión, o lo derribó la aviación alemana? En 1988, un pescador encontró cerca de la costa de Marsella una pulsera que había pertenecido al escritor, y que era un regalo de su mujer Consuelo. Diez años después, en 1998, aparecieron los restos del avión que pilotaba Saint-Exupéry, en la misma área geográfica donde se había perdido el contacto por radio, gracias a la labor del submarinista Luc Vranell y del buscador de tesoros de guerra, Lino von Gartzen.

Ellos fueron precisamente quienes lograron arrancar la confesión al piloto alemán Hors Rippert, de 88 años, de manera que la noticia ha saltado a los periódicos de todo el mundo a mediados de marzo: él mismo derribó el avión del escritor, durante la mañana del 31 de julio de 1944, por lo que no se ha llevado el secreto a la tumba. Hors cuenta, con todo lujo de detalles, en su libro ‘El último secreto’ (Ediciones Rocher), cómo derribó, con su caza ‘Messerschmidt ME-109’, el avión ‘Lightning P38’ donde viajaba precisamente el mito de su adolescencia, reconvertido en piloto del ejército aliado. La conciencia y el honor le hicieron exclamar al alemán: “Ya pueden dejar de buscar, fui yo quien abatió a Saint-Exupéry. El aparato estaba a 3.000 metros debajo de mí, cerca de Marsella. Nada más verlo, me dije: ‘Si te acercas un poco más, te voy a reventar’. Le disparé y le alcancé. Cayó en picado hacia el agua. Nunca vi al piloto”.

El aviador alemán, héroe de la ‘Luftwaffe’, trata de justificarse como puede: “Tardé muchos años en sospechar que yo derribé el avión de Saint-Exupéry. Para mí fue un episodio bélico sin más, un lance de la guerra. Después comencé a leer noticias sobre la desaparición. El año, el mes, el día y la zona geográfica, la costa de Toulon coincidían con la misión que yo emprendí. Y siento mucho que así fuera”. El teutón había leído muchos de los libros de Saint-Exupéry, especialmente los de juventud, que estaban dedicados a la experiencia de los pilotos aéreos, como ‘El aviador’, ‘Correo del Sur’, ‘Vuelo nocturno’. Pero, en el fondo, se veía en el papel de verdugo: “Me negaba a mí mismo que fuera yo quien lo derribó. Me engañaba. Pero también me parecía injusto llevarme el secreto conmigo. Por honor a la historia y por honor a Saint-Exupéry”. Te pones en su lugar y debe de ser horrible cargar esa muerte sobre la conciencia, así como despertarse cada mañana con la misma pesadilla. El viejo Hors quizá ha esperado demasiado tiempo, cuando le queda poco para morirse, pero habrá pensado aquello de “más vale una vez colorado, que ciento amarillo”. Ahora, tras su confesión pública, podrá dormir algo más tranquilo el resto de sus días, pero el secreto lo ha tenido guardado en el baúl cerca de 64 años. Toda una vida.


El libro de Hors Rippert aparecerá estos días en las librerías francesas –seguro que será un éxito–, mientras que los periódicos se han hecho eco de los pormenores de su confesión, que cierra para siempre el enigma literario más famoso de la II Guerra Mundial. En cuanto a la obra de ‘El principito’ –es un canto a la amistad, al heroísmo y a la responsabilidad–, cada año se venden en Francia 300.000 ejemplares y ha sido traducida a 180 idiomas. Desde su publicación, se han vendido 80 millones de ejemplares de la fábula del muchacho, ocupando el tercer puesto en los hábitos de lectura de los franceses, detrás de ‘La Biblia’ y de ‘Los Miserables’, de Víctor Hugo. En la dedicatoria de ‘El principito’ podemos leer: “Todas las personas mayores han sido niños antes (pero pocas lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria. A Leon Werth cuando era niño”. Da la impresión como si Saint-Exupéry se hubiera inspirado en el prologuillo de ‘Platero y yo’, donde el poeta moguereño, Juan Ramón Jiménez, parece jugar al escondite: “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”.

Copio un párrafo de ‘El principito’: “A la luz de la luna, miré su frente pálida, sus ojos cerrados, sus mechones de cabellos que temblaban al viento y me dije: ‘Lo que veo aquí, es sólo una corteza. Lo más importante es invisible (…). Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aún cuando duerme…’”. En el aeropuerto de Toulouse, hay una placa que recuerda al célebre piloto desaparecido, Antoine de Saint-Exupéry: “Por haber despegado del aeropuerto, cuando trabajaba como correo en la línea que comunicaba Francia con Senegal y por haber hecho feliz a la gente”. Aquí, en Granada, sin ir más lejos, tenemos la leyenda del poeta, que fue fusilado cerca de la fuente de Aynadamar –la fuente de ‘Las lágrimas’–, pero todavía no ha aparecido. Y uno se pregunta: “¿Cuándo se desvelará el misterio y sabremos dónde enterraron a García Lorca?”.

Este artículo se publicó el 27 de marzo de 2008, en el diario 'La Opinión de Granada'.



martes, 10 de junio de 2014

PARÁBOLA DEL NIÑO BONITO







A media mañana, de un día de finales de febrero, paseo por un camino de tierra a las afueras de la ciudad. Uno se queda maravillado contemplando el manto de hierba y de jaramagos que cubre el campo, donde, un poco más allá, se extiende el olivar. Aquí sólo se oye el canto alegre de centenares de jilgueros, que revolotean entre las ramas de los olivos. En realidad es un canto a la primavera que se ve llegar a lo lejos, a pesar de las bajas temperaturas de estos días –está nevando en cotas bastante bajas–, de manera que los gorriones se inflan como globos, y las palomas, ateridas de frío, se acurrucan en los tejados de las casas. Si algo destaca en el paisaje de la provincia, es la nieve cubriendo con su manto blanco las cumbres de las montañas. Ahora enfilo un sendero casi solitario, donde a un lado del camino, han ido tirando toda clase de ropa y enseres: aquí unos pantalones y jerséis, allá un sombrero de paja, un poco más arriba juguetes de un niño...

Llama poderosamente la atención una muñeca de plástico, con el pelo rubio y enmarañado, tirada allí, en medio de la hierba. Tiene la cara vuelta hacia un lado y los brazos abiertos, y se ha quedado en esa extraña postura como si realmente alguien la hubiera asesinado. Un poco más allá vemos ropas de niño desperdigadas en la cuneta, junto a un caballo de plástico y un piano con teléfono. Me agacho y cojo un chalequillo de color marrón, con sus bolsillos y botones. Una preciosidad. Es de la talla cuatro, para un niño de dos o tres años. No más. Pero lo cierto es que yo nunca había visto una prenda de marca tan pequeña y al mismo tiempo tan bonita. Al lado hay una chaquetilla de color azul marino, haciendo juego con el chaleco, y entonces uno se imagina al niño en una fiesta de fin de curso, o quizá en un teatrillo que la maestra ha montado en el colegio. También puede que haya estrenado el traje en su cumpleaños, rodeado de amiguillos, y uno se imagina a sus padres, muy jóvenes, aplaudiendo en medio del alboroto infantil: “¡Cumpleaños feliz, te deseamos todos...!”.

Entonces me asaltan demasiadas preguntas: ¿Por qué estas prendas son tan nuevas y recientes, pues apenas las han usado? Y ¿cómo es que las han abandonado precisamente aquí, orilla de un triste sendero, y quizá en la oscuridad de la noche? Noche oscura del alma. ¿Se divorciaron los padres del niño?... Y así, mis dudas se quedan flotando en el aire eterno del olivar, donde ahora se respira un suave y dulce olor a ramón quemado. Más adelante siguen apareciendo indumentarias de todos los colores, cual si de un mercadillo se tratara: una bata pequeña de color rosa me recuerda a mi hija cuando apenas tenía unos años, un jersey con letras y corazones estampados, un primor de camisa blanca donde viene bordada la palabra ‘Baby’s’, una sudadera donde aparece una joven china, unos pantaloncillos de pana y varias prendas de marca, a cual más vistosa.

Más adelante encuentro en el suelo dos cuartillas escritas –aparecen dobladas, como de haber estado metidas en un sobre, pero no llevarán aquí muchos días–, transcribo literalmente unas líneas, con sus faltas de ortografía y todo, ya que si las retoco perderían espontaneidad y frescura: “Hola mi vida cuanta farta me haces y cuanto te echo de menos no sé que boy hacer deberdad nene el dia que tu me fartes te quiero tanto qué no se vivir sin ti prefiero morirme yo antes que tu y solo el señor sabe todo lo que mi corazón siente no se como desaogar mi pena estanta las ganas que tengo de llorar que no te lo puedes ni imaginar. Sí cariño si estoy muy pero que muy triste y todo porque me bas adejar muy solita (...) Quisiera despertar y encontrarte a mi lado y muy abrazaditos los dos, pero lla bes que esto es imposible ¡o no! (...) Cuando yo valla con mi barriguilla por delante por lo menos podras ber a tu hijo casi todos los dias y lo tendras en tus manos y que ballas cojiendo practica como se coje a un niño y ensallar como padre que bas a ser si dios quiere y dios me adado esa suerte para que yo me alla quedao embaraza seria nuestra felicidad...”. Al final de esta carta sin destino destaca el dibujo de dos palomas unidas por las palabras “te quiero”, y el nombre de los enamorados.

¿Qué habrá sido del hijo que, con tanto orgullo, llevaba la madre en su barriguilla, cuando le escribió estas bellas páginas de amor a su ‘marío’ y que según ella se encontraba en la cárcel? ¿Qué hacían estas cuartillas tiradas en el suelo? Y ¿qué fue del “niño bonito”, pareciéndose a un torero, con su chaleco marrón y su chaquetilla azul marino? Al final, todos nuestros trajecillos, nuestros juguetes, nuestras cartas e incluso nuestros recuerdos irán a parar a la cuneta de un camino de tierra, cual si de un estercolero de la infancia se tratara. Allí junto al olivar, donde canta el jilguero anunciando la primavera.