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Català-Roca:Jóvenes paseando por la Gran Vía de Madrid. |
Un amigo me ha contado esta historia real y yo he tratado de resumirla.
“Hace unos meses, mi mujer y yo fuimos
a visitar a una amiga octogenaria, que vive en un chalé de Jaén prácticamente
sola, desde que su marido falleció hará quince años. No hace un
año que tuvo una caída en el suelo, por lo que apenas podía moverse en la cama.
A esto hay que añadir que le dieron también unos fuertes dolores en el estómago
pero no quiso ir a hospital. Nosotros le insistimos pero no hizo caso. Días
después se dio cuenta de que tenía la enfermedad del Helicobacter pylori, una bacteria que puede producir gastritis,
por lo que un hijo la llevó al médico y le recetó una medicación fuerte, pero le
hizo bastante daño. El caso es que, desde que fuimos a visitarla a su casa del
pueblo, no hace dos años, ha envejecido mucho y apenas puede andar, aunque va con
frecuencia al cuarto de baño arrastrando los pies y dando pasos cortos. Pero
lo peor no es esto. Una mujer le atiende durante dos horas diarias, menos los
sábados y domingos en que se queda completamente sola. En esas dos horas, la
mujer le hace la comida, barre y friega, y también le trae alimentos de un
supermercado. Le pone el almuerzo a las once de la mañana y come bastante bien,
de esta forma no tiene que levantarse, para calentar y traer la comida a la
mesa, unas horas después. Mi amiga podía pagarle algunas horas más y estaría
acompañada, pero la pensión de viudedad no le alcanza y se pasa el resto del día
sentada en un sillón y casi en la penumbra del comedor. Allí se queda, en medio
de muebles antiguos y de recuerdos, portarretratos y fotografías de la familia,
pero se duerme con frecuencia. Al anochecer cena un poco y se acuesta.
Le aconsejé que, cuando fuera al
cuarto de baño, se ayudara con el bastón y que pidiera un botón de asistencia
para mayores por si se caía al suelo o le daba un infarto. Pero ella
no suele hacer caso de los consejos: Si
el teléfono móvil lo dejas en la mesa camilla, ya me dirás como te caigas en el
suelo. Le puse el ejemplo de un conocido que se cayó en el cuarto de baño
del piso y lo encontraron al día siguiente, allí tirado y sin poder moverse. La
amiga nos contó que la casa del pueblo quiere venderla para repartir el dinero
entre sus tres hijos, como sabe que yo he comprado y vendido varias viviendas
conforme me trasladaba de un sitio a otro, me preguntó por el precio que podía
pedir. Eso va en función de la oferta y
de la demanda, si tienes varios compradores puedes subir el precio, pero si
nadie se interesa tendrás que bajarlo. Trataré de convencerla para que el
dinero de la venta de la casa del pueblo lo utilice para pagar a una cuidadora
y que esté más acompañada.
Los hijos
están en su trabajo y con su familia, dos están fuera y el tercero almuerza con
ella casi todos los días y después se va al trabajo. Por la tarde, antes de
marcharnos, la amiga nos dijo que le dolía el pecho porque había hablado
demasiado con nosotros, ya que pasa los días completamente sola, y varias veces
nos confesó que quería morirse. En su penosa situación yo estaría moralmente hundido,
de manera que me quedé impresionado: tener hijos para esto. ¿Es que no puede
llevársela alguno a su casa? ¿Por qué no acuden a la trabajadora social para
que le busque una mujer de compañía, durante unas horas, o que le solicite un
centro de día? Casi incapacitada y en esta situación, de soledad y de debilidad,
no va a vivir mucho tiempo. Si por la noche se levanta varias veces a orinar,
nada de extraño tiene que le dé un mareo al levantarse de la cama, además, cada
día que pase se va a sentir más débil porque al no andar las piernas van
perdiendo masa muscular. ¡Con lo andarina y vitalista que siempre ha
sido ella! Dos días después de visitarla tuve un sueño muy breve que casi
no lo recuerdo: Yo quería echar a correr pero mis piernas apenas podían andar. Puede
ser de la impresión que me llevé al verla andar y esta imagen se quedó grabada en
mi subconsciente. Recuerdo que ella y su marido se perdían andando en esas
sierras de dios y nosotros los acompañábamos a veces, cuando nuestros hijos eran
pequeños. Después, al trasladarnos nosotros a otra provincia nos vimos menos
pero nunca perdimos el contacto.
Al quedarse
viuda e independizarse sus hijos, a veces salía sola al campo y recogía los envases
de plástico que encontraba tirados, los metía en un saco y luego los depositaba
en contenedores. Yendo con nosotros lo hizo alguna vez pero a mí me costaba
trabajo comprenderla: Te puedes encontrar
cualquier bicho en una botella de plástico, le decía. Pero ella es así, una amante de la naturaleza, también es espontánea,
por lo que dice lo que piensa pero esto no le gusta a todo el mundo. Estando de
visita en su casa del pueblo a veces nos llevó a coger cerezas ajenas. Como venga el dueño, verás, le decía yo
en vano. Otro día, en un pueblo cercano de escasos habitantes, cuando acabábamos
de llegar a una higuera, cuajada de higos y muchos caídos en el suelo,
aparecieron a lo lejos seis o siete lugareños. Venían corriendo, dando voces y
amenazándonos con que iban a llamar a la guardia civil. Pero, bueno, ¿por quién nos toman ustedes?, les dijimos. Aquellos
botarates vieron a unos extraños cruzar el pueblo en un turismo y nos tomaron por
bandoleros.
Nuestra amiga nació después de la
guerra, en los años de la pertinaz sequía y de las cartillas de racionamiento, por eso es
como el eslabón que conecta con las tradiciones, los refranes y las costumbres de
nuestros padres. Su casa está llena de libros, muebles oscuros de su familia,
fotos entre los cristales de los armarios y toda clase de antigüedades. Como es
generosa, siempre nos regaló algún
detalle: un reloj de pared, de madera, un pequeño tonel de vino, unos colmillos
de jabalíes en una panoplia... Ella me recuerda al protagonista de la película El violinista en el tejado: el
lechero judío en un pueblo ucraniano que defiende siempre la tradición frente a
los novios que van eligiendo sucesivamente sus tres hijas (tradición, tradición, canta una y
otra vez), aunque al final triunfa el amor. Sin embargo, hoy su jardín está
completamente seco (ni siquiera sale a sentarse en los sillones a contemplar la
luz del día y a respirar el aire) y ya no crecen las vistosas flores de
antaño, hasta el altivo pino piñonero que plantó en los años ochenta está
reseco y abandonado. Después de la visita que le hicimos (nos insistió tanto
para que fuéramos a verla), mi mujer y yo hemos hablado con ella por teléfono tratando
de convencerla. Se me saltan las
lágrimas al verte así, pues somos amigos desde hace muchos años y te
apreciamos. Piensa que en unos meses no podrás levantarte del sillón, pues apenas
tienes movilidad y prácticamente estás sola todo el día, le digo llevado de
la confianza. Pero esta es la respuesta que me dio: No, yo estoy bien en mi casa y no necesito que me acompañe nadie… Sin
embargo, le recordé: Pero si nos dijiste
varias veces que querías morirte. Mira,
a un matrimonio, vecino nuestro, lo recoge diariamente la ambulancia a las 8 de
la mañana, lo lleva al centro de día y
lo trae a las 6 de la tarde a su casa. Y
es gente que tiene dinero. También veo a diario a mayores del barrio con
acompañantes, dando un paseo por las mañanas. Días después, mi mujer habló por
teléfono con un hijo y consiguió convencerlo para que hablara con una
trabajadora social y solicitara un centro de día o una acompañante para su
madre. Pero esto suele tardar casi un año,
me confesó el amigo”.
Le pregunto
cómo es ella y me dice: Era una
mujer campechana y alegre, nunca le faltaba una sonrisa ni un refrán en la
boca. Sin embargo, los años de viuda, después la enfermedad y ahora la soledad
han conseguido que vea su situación como algo natural. Ahora se encuentra postrada en un sillón, en medio de la indiferencia
de unos y de otros. Por eso ha envejecido tanto y su mirada es triste, aunque podía
vender la casa y vivir acompañada sus últimos días, pero me temo que hemos
llegado demasiado tarde, me dijo un tanto resignado. Yo le contesté,
asintiendo: No se puede dejar abandonada
a su suerte a una madre, pero tú al menos has demostrado tener sentimientos.
Recuerdo
que, hace varios años, un anciano viudo vivía solo en un piso mientras que una
mujer le limpiaba, hacía la comida y lo sacaba a pasear. Pero cuando apenas
podía moverse y estaba perdiendo la memoria, los hijos lo convencieron para que
ingresara en una residencia que distaba unos kilómetros de Granada. Y poco después
llegó a un acuerdo con ellos: vendieron el piso donde vivía e ingresaron el
importe en una cartilla para pagarle el internamiento en caso de necesidad. Pero
falleció y no hizo falta el dinero. Es evidente que la vejez es la peor
etapa de la vida y cuando las personas son más vulnerables: las fuerzas merman,
las enfermedades se ceban con ellos y la soledad les deprime. En esta edad
están más necesitados de cuidados y requieren más ayuda de la familia, pero los
hijos muchas veces no quieren saber nada a pesar de que están viendo el
abandono y el estado de necesidad en que se encuentran sus padres. Estos pueden
elegir entre vivir solos, con ayuda de una cuidadora, ir a un centro de día o
terminar sus días en una residencia pero muchos no pueden pagarla. De
cualquier forma les espera una amarga vejez. Conozco a varios abuelos octogenarios
(de ambos sexos), que apenas pueden andar o que ya no salen a la calle, pero en
su juventud ellas iban vestidas con faldas largas y estampadas, y con esos
peinados abultados, como en la fotografía de Francesc Català-Roca, de
1952: Jóvenes señoritas paseando por la
Gran Vía de Madrid. Por eso, este artículo va dedicado a las personas
mayores con dificultades o que ya no pueden valerse por sí mismas y, lo que es
peor, que casi nadie las defiende.
Publicado en Ideal en Clase