La obra Cartas sin voz, de Amalia Moya Pérez
(Cuevas del Campo, Granada) fue
publicada, en 2014, por la colección AEAGRA
(Asociación de Escritores del Altiplano de Granada y Pozo Alcón). El fundador
de ambas fue el escritor Antonio Víctor Martínez Cruz, que falleció hace varios
años. La autora reconoce que me llevó a
escribir la nostalgia de perder lo que más quieres (a su hija). Así, en el Prólogo,
aclara:
Elisabeth, protagonista de este silencioso libro que ella
no ha podido responder, a ninguna pregunta formulada por su propia madre (…).
Su ilusión al terminar su carrera de historia en Barcelona, quiere volar y
estudiar idiomas, y a correr y a descubrir el mundo. Llega a la ciudad de Cincinnati,
y lo primero que hace Máster en Inglés (…). Elisabeth me había dicho que iba a
escribir un libro sobre mí, quién lo iba a decir, escribir “sobre ella no
estaba previsto”. Sobre Elisabeth podríamos escribir palabras hermosas, pero no
estaba previsto añadir la fatal palabra “muerte”.
La madre se resiste a
creer que su hija ha muerto y establece un monólogo, con mucha
tristeza y sentimiento, como quien se desahoga porque no puede soportar el dolor.
Me contaba Amalia que se encerró, porque era una forma de evadirse de la dura
realidad:
Cuando empecé a escribir el libro dejé de salir, y no quería hablar con nadie. Solo buscaba mi camino. Escribiendo, escuchando mi música suave, encontré la melodía de las palabras.
Se sumergió en los recuerdos, en el mundo de Elisabeth, porque no aceptaba que falleciera a los 38 años. En el capítulo IV, Cincinnati, visita esta ciudad de los Estados Unidos y recorre los sitios por donde ha pasado Elisabeth, como la biblioteca y el parque. Encontró a un pintor, ya mayor, al que su hija le compraba pinturas: Ya no la veo por aquí, hace meses que no viene, le dijo. Amalia lo abrazó y vio que dos lágrimas derramaron aquellos ojos ya cansados porque era bastante mayor (…). Quería volver a la biblioteca que siempre iba con Elisabeth… Esa tarde escribí dos páginas en una paz inmensa. Me parecía que estaba conmigo. Todo hablaba de ella. Las mariposas en el parque donde ella solía ir mucho.
Cuando empecé a escribir el libro dejé de salir, y no quería hablar con nadie. Solo buscaba mi camino. Escribiendo, escuchando mi música suave, encontré la melodía de las palabras.
Se sumergió en los recuerdos, en el mundo de Elisabeth, porque no aceptaba que falleciera a los 38 años. En el capítulo IV, Cincinnati, visita esta ciudad de los Estados Unidos y recorre los sitios por donde ha pasado Elisabeth, como la biblioteca y el parque. Encontró a un pintor, ya mayor, al que su hija le compraba pinturas: Ya no la veo por aquí, hace meses que no viene, le dijo. Amalia lo abrazó y vio que dos lágrimas derramaron aquellos ojos ya cansados porque era bastante mayor (…). Quería volver a la biblioteca que siempre iba con Elisabeth… Esa tarde escribí dos páginas en una paz inmensa. Me parecía que estaba conmigo. Todo hablaba de ella. Las mariposas en el parque donde ella solía ir mucho.
Necesito verles y sentir decirme cómo te quieren… Sin ti
se me hace tan dura la vida... Elisabeth, Russell (el novio) está muy triste, la verdad que no supe
mucho de él, pero he podido observar que te quiere mucho…
Al final del capítulo, la autora nos define cómo era su hija:
Al final del capítulo, la autora nos define cómo era su hija:
Sólo guapa, preciosa, de rasgos delicados, aspecto
angelical. Un rostro bellamente dibujado por la mano de un artista sensible.
Pero, la clave la da
en el capítulo XIV, Preguntas sin
respuestas:
…voy a ver cumplido mi deseo: el de poder pasar algunos
días con una persona que ya no está y que echo de menos.
Es una forma de
evadirse ante tanto sufrimiento y, así, todo gira alrededor de Elisabeth, pensando en los recuerdos, en
sus cartas y en el tiempo que pasaron juntas madre e hija.
En el capítulo XVI, La tormenta, Amalia comienza a ir asimilando
poco a poco la triste realidad del día a día:
Es acostumbrarse a vivir sin el regreso de lo que más
quieres en la vida, no estaba preparada para tal situación… Cada día te pido
que me des fuerzas.
Ya en el capítulo
XXI, Cuánto te echamos de menos, vemos
la dolorosa confesión de una madre, todo el sufrimiento y la impotencia del mundo hecho poesía:
Me queda por decirte tantas cosas… que cada día te echo
más en falta. No creo en el tiempo que dicen borrar todo. No es verdad, no se
borra, y esta situación se acentúa porque no me has dejado nada (…). La letra
es infinita para decirte que a veces siento verte por ese crespón del cielo
entre rosas y llantos, de niña jugando, con sonidos y silencios. Parece que
oigo tu voz, y eres azul y blanca luz de luna.
Y unas páginas más
adelante, Amalia recuerda el sonido lejano de las frases:
Todo ha quedado distorsionado, mi pensamiento ya no puede
seguir los caminos de antes. Lo impiden tantas cosas que sin tu alegría ya
nunca será igual (…). Retumban cada día tus palabras, no quiero verte triste
tienes que sonreír. Gracias a todas aquellas personas que están aunque lejos
conmigo, y ellos también quieren que sonría. Y así lo haré mi querida niña…
Mamá.
En el capítulo XXII, Las mariposas de invierno, se abandona a esta metáfora:
De qué manera podríamos vivir cuando estás perdida en la
bruma, en esa niebla que no conocemos más que por la certeza de que en ella se
envuelven, los que nos abandonaron.
En el capítulo XXVI, Mariposas que hablan, la autora le
dedica a su hija una despedida en los últimos renglones:
No me olvido de algunas gotas de tu voz, para que me
hables cuando no tengas con quién. También unos besos de esos que me entibiaban
el alma, y le daban cuerda a mi corazón.
Dicen que las madres
no se recuperan de la muerte de sus hijos, cuando lo normal es que sean ellos quienes
entierren a los padres. Los hombres actuamos de forma diferente ante la
pérdida de los hijos (aunque conozco casos en que tampoco se recuperan), posiblemente
porque somos más de la calle mientras que las mujeres se ocupan más del hogar y
de los hijos. Amalia Moya se expresa muy bien, con naturalidad y sencillez, sin
afectación ni exageración, y sabe llegar al corazón del lector. No se hace la
víctima –Elisabeth es la víctima,
falleció en un hospital de Cincinnati, en pocas horas, a consecuencia de un
virus maligno–, pero la pérdida de los hijos es lo que más duele a los padres. He
disfrutado leyendo Cartas sin voz, pero
he echado en falta algunas cartas o escritos de Elisabeth, pues hubieran hecho que el lector la conociera mejor a
través de sus frases y se identificara más con ella. De cualquier manera, amiga
Amalia, hay que seguir viviendo, pues la vida sigue su curso a pesar de las
desgracias.