lunes, 21 de marzo de 2022

LAS CIGÜEÑAS DEL CAMPANARIO

 

Brovales (Badajoz), visto desde el pantano

En memoria de los colonos que llegaron al poblado de Brovales, en 1961





¡Total, en la guerra pasamos poco...!, me dice Francisco Torvizco, apodado ‘el Pataco’, que a sus 86 años conserva una buena memoria. Estuvo todo el tiempo de acemilero, con los mulos de aquí para allá, cargados de municiones y rollos de alambre. Cuenta que, estando en el Ebro, tiraron un proyectil y le ‘pescó’ al mulo por la misma cabeza, cortándosela de un tajo. Luego nos ‘abajaron’ a Peñarroya, después de pasar seis días y seis interminables noches viajando en un tren de mercancías. Años más tarde, en el 45, estuvo de ‘acomodao’ (tenía que hacer de todo) en una finca del Valle de Santa Ana: Me daban seis pesetas diarias y la comida. También tuvo que hacer de ‘guardabellotas’, vigilando las encinas por la noche. Los mozos del cortijo, asegura Francisco, teníamos que dormir en un jergón de paja de panizo, echados en el suelo de una habitación, y alrededor de la candelaAna Vázquez, su mujer, recuerda las privaciones que pasaron en los ‘años del hambre’: Nosotros nos criamos con café de cebada tostada y, cuando no había otra cosa que comer, hacíamos una sartén de migas de bellota. Y, con la añoranza de una madre, confiesa: Mis hijos están cada uno por su lado y nosotros dos, aquí solos”.

¿Cómo estamos, compañero?... ¿Y cómo anda la familia, compañero?..., oye uno que le dicen por estas tierras. Pero este espíritu de amistad y familiaridad todavía no he logrado encontrarlo en Andalucía. Son gentes sencillas y humildes que viven del campo, y lo mismo los ves con una talega a las espaldas. Pero siempre te saludan: Voy a ver si les echo de comer a los bichos. Al amanecer, un tímido sol invernal se asoma por las tierras bajas de Valuengo, mientras retumban por la sierra los disparos secos de los cazadores. De lejos, el poblado de Brovales –a ocho km. de Jerez de los Caballeros– parece un puñado de casitas blancas, como de juguete, que se apiñan alrededor de la altiva torre de la iglesia. Pero lo que llama la atención en este frío y lluvioso mes de enero, son las diferentes tonalidades de colores que presenta el campo: el verde oscuro de las encinas se enseñorea por los montes cercanos y, más acá, como haciendo contraste, el verde claro de los sembrados. Y, sobre todo, cuando el sol desaparece tras el pantano, las nubes rojas del horizonte se reflejan mansamente en sus aguas plateadas. Y ya, al caer la noche, aparecen en la lejanía las rutilantes luces del Valle de Santa Ana.

 A la tía Micaela Vázquez le dicen ‘la Medialengua’, porque según ella no habla bien. Su hijo Juan, de 69 años, me va aclarando algunas cosas. Micaela nació en 1903 y tiene ilusión porque el próximo año va a cumplir un siglo. Pero recuerda que, desde los 28 años, se quedó viuda y con tres bocas que alimentar. En la década de los cuarenta vivió en Encinasola y afirma que, entonces, ser contrabandista era un oficio como otro cualquiera, porque eran tiempos muy malos y se pasaban muchas fatigas. Todas las noches, Micaela atravesaba el río Flores y se plantaba en el pueblo portugués de Barranco. Aquí quedaba, en un chozo o en un olivar, con ‘Matahondas’, entonces un conocido contrabandista. Siempre cambiábamos de sitio y nos veíamos entre las doce y las dos de la madrugada, porque eran las horas del relevo de los carabineros y de los ‘guardiñas’. Luego metía el contrabando –tabaco, café o azúcar en una mochila y vuelta para casa. Pero se ve que un día dieron el ‘chivatazo’, y pasaron la noche –ella y su hijo, que la acompañaba en el calabozo de Encinasola. Sin embargo, al día siguiente, a Josefa, la mujer del carcelero, le debió entrar el sentimiento: ¡Anda, ve a ver cómo están tus zagales y les das de comer! Y la buena mujer le previno: Si alguien te pregunta, Micaela, le dices que te has escapado. Luego me comenta que, en una de las veces que la detuvieron, se lio a toser como una descosida: Usted perdone, señor guardia le dijo, pero es que estoy muy malica. Y me coge la mano mientras me dice, sonriendo: Lo puse de salivazos como a un San Lázaro.


Nidos de cigüeñas, en el tejado de la iglesia

 

El crotorar de las cigüeñas de la iglesia, mientras amanece sobre Brovales, es algo tan grandioso como oír el concierto de la orquesta de Viena –dirigida por un ‘samurái’–, el Día de Año Nuevo. Pero este verano ocurrió lo inevitable: un cigüeñino empezó a mover las alas –tratando de aprender a volar–, con tan mala suerte, que un ala se le ensartó en la cruz de hierro que corona el campanario. Allí estuvo agonizando durante varios días y ni siquiera los bomberos pudieron rescatarlo porque la escalera no les llegaba. Estaba de Dios que el pobre animalito tenía que morir crucificado, comentó con resignación una vieja. Los de Medio Ambiente quitaron este verano seis nidos que había en los tejados de la iglesia y sólo dejaron el de la citada cruz de hierro. Pero no importa. Las cigüeñas siempre vuelven al mismo sitio y en estos días se las puede ver, incansables, acarreando palillos y brozas en el pico. Están construyendo de nuevo el nido para los tres o cuatro cigüeñinos, que nacerán, Dios mediante, en la primavera. Siempre están de pie, soportando en la madrugada temperaturas por debajo de cero grados, y de pie amanecen chorreando. El otro día, una cigüeña del campanario se entretenía en hurtar algunos palos del nido de otra, que estaba ausente. Y es que ya no te puedes fiar ni de la vecina de al lado. Pero es un espectáculo ver a una decena de cigüeñas blancas sobre los tejados de la iglesia y en cada esquina del viejo campanario: sus siluetas, siempre erguidas y estáticas, se recortan en el horizonte. Son los guardianes del templo y todo un símbolo para este poblado de colonos: ellas también tuvieron que dejar su país y emigrar al Norte para buscarse la vida. Estas aves tienen un mirar huidizo, pero estoy por decirle que, desde sus atalayas, conocen la vida y milagros de cada vecino.

Las cigüeñas ya pasan aquí todo el año y seguro que se han ‘aposao’ encima del transformador”, me dice Francisco González, Quico ‘Fiscala’. Este jubilado se ha aviado en su parcela un corral de gallinas ponedoras, y se le ve muy contento: Aquí ellas van picoteando, y para marzo empezarán a poner huevos. Y a vuelta ya de muchas cosas, remacha: Pero el pollero que me las vendió, me echó dos gallinas de menos. ¡A ver, compañero! En esta singular frase parece encerrarse toda la filosofía y resignación del alma extremeña. Yo, de vez en cuando, me doy una vuelta por aquí, porque como se avente un milano lo mismo se come una gallina, señala Francisco, que está bastante jodido de la columna porque estuvo trabajando con una pala excavadora, y por eso vamos a paso ligero. Y prosigue diciendo: Aquí había quien se amoldaba a la parcela, pero también había quien ‘culeaba’ y le huía al arado. ¿Sabes lo que te digo?

De matanza. A la izquierda, Sebastián Sánchez



Sebastián Sánchez, ‘el Mantas’, tiene también en su bancal un corralillo de pavos y, por las mañanas, cuando paso por el camino de la acequia, les grito: ¡Alapayuuuuú...! Y al momento, todos los pavos saltan como un cohete: ¡Gluj, Gluj, Gluj, Gluj! Este ganado tiene más torrente que Antonio Molina, me dice Sebastián, que de pavos entiende un rato. Y añade: Vamos a ver si le echamos un poco de pienso. Cuando llueve, los ‘guarros’ de Gabriel, ‘el Corredor’, tienen que subirse en un pequeño escalón de cemento y esperar, como todo Dios, a que escampe: porque resulta que el ‘chambao’ se les inunda de agua. Pero los cerdos se ve que están ya acostumbrados y se bandean bastante bien. Antonio Romero Cantador relata que en 1945 esperaban que el ‘maquis’ entrara por el Marruecos francés: Estuvimos siete días acuartelados en Ceuta, pero por allí no asomaron ni los ‘paisas’. Y recalca con cierta ironía: Con aquellos gorros de serón parecíamos unos ‘mataquintos’.

 


Al anochecer del día 5, la carroza de los Reyes Magos –un tractor con su remolque, engalanado con unas cuantas ramas de eucaliptos y unos chavales que se asoman vestidos de reyes–, avanza en medio de los pitidos del tractor por las calles semidesiertas de Brovales. Unos cuantos zagales y jóvenes, y hasta algunas viejas, se agachan, presurosos, a recoger los caramelos del suelo. Los primeros tienen depositadas sus ilusiones y esperanzas en la austera carroza, mientras que las personas mayores rememoran sus años jóvenes. Pero las Navidades en Brovales son un ejemplo de economía: el Ayuntamiento de Jerez –del que depende– ha tenido la ‘deferencia’ de prestarle unas cuantas docenas de bombillas, para que iluminen un viejo ciprés que hay plantado al lado de la carretera. Y para la cabalgata de Reyes ha sido algo más ‘dadivoso’: 30 ó 40 kg. de caramelos para la chiquillería –cualquier colono paga más de contribución–, porque el tractor lo tiene que poner el pueblo. Y no hablemos ya de las fiestas patronales de septiembre, que prácticamente las pagan los vecinos de su bolsillo. Quise conocer la opinión del delegado del poblado, pero rehusó hablar. Con todo, Brovales es un fiel reflejo de esa España humilde y olvidada, callada y silenciosa.


Victoriano Labrador, 'Vito', en su parcela


 Victoriano Labrador tiene un corral de ‘guarros’, y sus perros, cuando lo olfatean a medio kilómetro, salen corriendo a su encuentro. En un cobertizo hay un par de gatos medio bravíos, pues les echa comida cuando se acuerda: Es que si les doy pienso, no me cazan ratones. Víctor recuerda que nos entregaron las parcelas tres años antes que las viviendas. Así que, durante todo ese tiempo, unas cuarenta familias tuvieron que estar viviendo en ‘chozos’, construidos a base de piedras y con el techo recubierto de ramas y retamas. Estas familias son las que luego aventaron para acá (para el pueblo). Pero se queja de que en 1961, cuando nos entregaron las casas, estuvimos unos nueves meses sin luz y sin poder regar las parcelas, al no funcionar tampoco los motores del agua. Pero la cosa no terminaba aquí: Las dos vacas que te entregaba el Instituto de Colonización, había que devolvérselas a los dos años, o bien dos terneros. Y luego estaba la famosa ‘cuenta del 31’: tenían que entregar el 31% de la cosecha por los abonos y semillas que les iban proporcionando. Además, a la vista están las cláusulas abusivas y oscuras de las escrituras de las viviendas. Las cuentas que nos hacíamos los colonos               –sentencia Víctor– es que nunca salíamos de pobres, y los jóvenes tenían que ventilárselas por ahí, en Madrid o Bilbao. Luego refiere que, por la Vírgen de Agosto, los colonos de los ‘chozos’ hacían baile en la caseta del tren –ahora abandonada– en la finca de Las Mohedas, mientras Amadeo tocaba el acordeón: Traían una arroba de vino y allí cantaban y bailaban hasta las tantas de la madrugada.

 Matías Román ha recorrido algunos países y ha trabajado en los más diversos oficios. Fue militante del PCE, de Santiago Carrillo, cuando estaban Tamames, Curiel... Sin embargo, hace tiempo que perdió las ilusiones: Los tenía en un pedestal, pero ellos mismos se bajaron. Se nota que entiende de política, pero reconoce que aquí la gente tiene miedo a hablar. María José Borrallo, estudiante de empresariales en Badajoz, piensa que los jovenes aquí no tenemos ningún futuro. Y Paqui Romero, que trabaja en Jerez, opina que en el pueblo no hay nada para los jóvenes. Hay que decir que el poblado se construyó sobre una parte de la finca de ‘El Guijo’, donde reside el marqués, José Antonio Peche Primo de Rivera, sobrino del fundador de la Falange. En los años sesenta, dio trabajo en su finca a los jóvenes del pueblo y los vecinos hablan bien de él.

 

La iglesia de Brovales


Hoy Brovales cuenta con 254 habitantes. A la escuela van doce niños y de los sesenta matrimonios de colonos que llegaron al principio, ya sólo quedan nueve matrimonios y quince viudas: son ya ancianos, cargados de achaques y recuerdos. Pero un día, el progreso –eso que llaman el ‘desarrollo’– les echó el ojo encima y colocaron, a las afueras, lo que ningún pueblo de la provincia quería: una planta de transferencia de residuos sólidos urbanos. Otro día –en estas ‘Crónicas de un pueblo’, pero sin alcalde ni maestro– les prometieron poco menos que el paraíso y vieron cómo levantaban una inmensa siderurgia. La Siderúrgica, como la llaman por aquí. Pero no les dijeron el tributo que tenían que pagar: van ya seis muertos en accidente laboral –trabajadores de la comarca–, y no sé cuántos lesionados. Y de vez en cuando, un olor a óxido de hierro recorre las calles del pueblo. Los lugareños ya no viven tranquilos y Brovales tampoco es aquel poblado de humildes colonos, a quienes les entregaron una casa con su parcela, una yegua y dos vacas, a pagar en cuarenta años. Hoy sus nietos trabajan por turnos o hacen baratijas, se echan gomina en el pelo y prefieren un buen coche de caballos, antes que estar por ahí oliendo a boñiga de vaca. Es triste que a nadie se le ocurriera entonces declarar esta zona como parque natural, en compensación por la contaminación que iban a causar. Pero es lo que iba a decirle, compañero: de aquí a unos años no quedarán los palomos del tío ‘Ricopelos’, ni las cigüeñas del campanario. Pues entonces, concluye Manolo Sánchez, ‘el Mantas’, que el último ‘afeche’ la puerta.

Posdata: Han pasado veinte años del artículo y ya no vive ningún colono de los que llegaron en los años sesenta, quedan los hijos: Sebastián Sánchez, Victoriano Labrador, Matías Román y Manolo Sánchez; los nietos, como María José Borrallo y Paqui Romero; y los bisnietos. En Brovales vive la familia de mi esposa y a esta tierra se la quiere por la belleza de la naturaleza y por  la hospitalidad de sus vecinos. Esto le escribí en privado al subdirector de Hoy, cuando le envié el artículo: Es tal el abandono, que estos días de Navidad ha habido en el pueblo una epidemia de gastroenteritis –yo nunca había tenido tantos retortijones– a causa de un virus en el agua que bebemos, según el médico. Pero nadie informa de nada. Entonces el agua venía del pozo de 'Vito' y se pueden imaginar el tratamiento que le harían al agua potable. En los años setenta, daban dos horas de agua al día para llenar las cántaras, teniendo el pantano al lado.  Por eso, colocar una placa en la plaza recordando la llegada de los colonos a Brovales, sería hacerles justicia. Hoy echo de menos a aquellos ancianos que conocí, cada uno con sus vivencias, y las charlas que tuve con varios de ellos.

 Publicado en HOY, DIARIO DE EXTREMADURAel 10 de febrero de 2002, donde aparecen de arriba abajo: Francisco Torvizco, la tienda de comestibles, Micaela Vázquez y, en el bar, Matías Román y Manolo Sánchez. 



martes, 8 de marzo de 2022

AÑOS DE PLEGARIAS

 

Josefa y Joaquín



En aquellos tiempos de miseria,

el Cine de Manolo nos enseñó el mundo

 

Después de escribir ‘El cine de Manolo’, hablo con Josefa Sánchez y su marido, Joaquín Salvador. Un buen día, allá por los años sesenta, no debieron de pensárselo mucho y tiraron la casa por la ventana: “Manolo nos vendió el cine por 550.000 pesetas, con escrituras y todo. Él sigue con su oficio de guardarríos, pero está bastante estropeado”, señala Josefa. Los años no pasan en balde: unos le sacan lustre, otros arrobas y, cuando se ha traspasado el umbral del medio siglo, no te mojes el sayo.

-Yo era la operadora y la primera película que dimos nos fue muy bien, pues era de Manolo Escobar y Concha Velasco –afirma Josefa-. En cambio, la segunda película recuerdo que era del Oeste, de ésas de pistolas y caballos. Con los tíos muy secos y los caballos también muy secos. Y la gente decía: “¡Ay cuánta hambre habrán pasado los caballos! Y esa gente que está tan delgada...”. El caso es que yo no le había puesto el objetivo al proyector –y dice, sonriendo-. Pero no me dieron silbidos ni nada, y se portaron prudentes hasta el último. Yo llamé varias veces por teléfono a Huéscar, a ver si encontraba a Manolo. ¡Pero ca! Y nosotros dijimos: “¡Mientras la gente calle, vamos para adelante!”.

Ahora es Joaquín quien cuenta la película:

-Sin haber, sin haber, aquella noche estarían alrededor de cuatrocientas personas. ¡Hasta los pasillos estaban llenos! Manolo tenía cincuenta o sesenta películas contratadas, de las que echamos unas veinticinco: las que nos gustaban a nosotros. Porque él tenía la costumbre de meter una buena y dos malas. Después, nosotros contratamos otras siete u ocho películas de Manolo Escobar, porque a la gente le gustaba mucho. Y también de Antonio Molina, Juanito Valderrama, todos ésos...

Pero es Josefa la que tiene más carrete:

-¡Con Joselito, los zagales se hacían polvo! Una película nos salía por 800, 1.000 ó 1.200 pesetas, según. Y quinientas, las malillas. Pero, las dos últimas no las echamos porque no había gente. Compramos el cine en el 1964, lo tuvimos ocho años y lo vendimos al Ayuntamiento en el 72. Nosotros cobrábamos la entrada a unas tres pesetas. Y ya de últimas, a duro. Tú fíjate lo que son las cosas, porque Manolo nos decía: “¡Hay que ver la desgracia que he tenido con el cine! Se ha comido las viñas de Galera, se ha comido no sé qué, no sé cuantos... Y con vosotros, ha sido comprarlo y está a tope...”.

El viejo proyector del cine 



Por estos años empezó el declive de los cines, al mejorar la programación de la televisión. Y en Castilléjar habría que añadir la fuerte emigración que tiene lugar. Ahora Joaquín se va entreteniendo con aquellos días de rosas y del glamur de Hollywood.

-Así estuvimos por lo menos dos o tres años. Pero, como te digo, un día de Reyes la gente estaba hasta en los pasillos. El cine nunca se había visto así, con 700 u 800 personas; pues sólo el gallinero tenía trescientas sillas de anea. Y eso mismo nos decía Manolo: “¡Hay que ver que a mí no se me ha llenado nunca, y en cuanto vosotros habéis entrado...!”.

-En aquel tiempo, con el cine recalcado, sacábamos unas tres mil pesetas. ¡Entonces eso era dinero! –recuerda Josefa, la operadora. Y concluye su papel en el reparto con una frase de película, que lo mismo la hubiera podido decir Escarlata O’hara (Vivien Leigh).

-¡Pero aquellos años eran de muchas plegarias, de muchas...! -es el broche antes del ‘The end’. Y es que, algo debió de pegársele a Josefa de aquellos fabulosos diálogos del cine.

El caso es que vendieron el cine al Ayuntamiento en seis millones de pesetas: una buena tajada. Y el proyector de cine -aquel fantástico robot- parece que duerme el descanso eterno en una habitación del Consistorio, una vez retirado del ajetreo del Séptimo Arte. Por su ojo desfilaron las mujeres más bellas del universo y los actores más cotizados. Lo veía todo y todo lo sabía de ellos: “En Hollywood te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma”, decía Marilyn. “Con esas orejas Clark Gable parece un taxi con las puertas abiertas”, ironizaba Howard Hawks. Pero ahora, el viejo proyector es un cacharro que no saben qué hacer con él o dónde meterlo. Esta adorable máquina nos enseñó, a varias generaciones de castillejaranos, que había otro universo detrás de estos montes y ríos: el fantástico mundo de los artistas –el ‘artisteo’– con sus furtivos besos bajo la Luna, y aquellos amores imposibles en la estación del tren: “¡Siempre nos quedará París!”. Con sus eternas penalidades y fatigas de hora y media, y sus efímeras alegrías e ilusiones. Y, sobre todo, con aquel final dulce en medio de abrazos y lágrimas. En el desaparecido Cine de Manolo aprendimos, bien pronto, a distinguir quién era el bueno y el malo; y a veces, hasta el feo: ¡Venga, venga! ¡Dale ahora...! ¡’Asina’! ¡Vamos, vamos! ¡Toma del frasco, Carrasco!

El cine era el caserón del centro de la imagen


‘El árbol del ahorcado’, con el duro e inexpresivo Gary Cooper y aquel otro que siempre hacía unos excelentes papeles de ‘malo’, resume la intensidad del drama. Y al final, el malo se lleva las monedas de oro. Y el Gary, la rubia. No podía ser de otra forma. Y todos tan felices y tan panchos. Y el árbol se queda allí como un siniestro símbolo. Pero, por esta vez, sin ahorcado, mientras suenan los últimos compases de la banda de música... Sin embargo, la vida es más complicada y difícil que estas bellas y simples historias: siempre nos coge desprevenidos y con el pie cambiado. Además, la rueda de la Fortuna es bastante caprichosa y el final no siempre es feliz. Más bien tira a infeliz. Y cuando no, se masca la tragedia. Pero no por eso dejo de recordar aquellas tardes de gloria y noches de emociones..., en que fuimos felices en aquellas butacas azules. En Castilléjar no hubo un incendio como en el ‘Cinema Paradiso’, no. Pero al igual que ‘Toto’, la gente tuvo que emigrar a Barcelona, porque aquí no tenía ningún porvenir.

Joaquín y Josefa tienen su casa al lado de la carretera, unos metros más abajo del añorado Cine de Manolo. Pero ya no resuena por la vega aquella música alegre y pachanguera de los domingos, porque hace tiempo que Castilléjar se quedó sin juventud y sin niños... ¡Y sólo quedan un puñado de recuerdos!... 

Publicado en mi novela 'Diálogos en la tierra de los ríos'. 2003.


Manolo Ortiz y Francisco Rosell
 Posdata. Joaquín Salvador falleció en septiembre de ese año, por lo que no llegó a ver publicado el libro. Apenas tengo recuerdos de Manolo, sin embargo, Josefa y Joaquín lo van recordando en la entrevista y cómo le fue con el cine. Por eso he preferido publicar la entrevista. La fotografía de la Romería de las Santas la he tomado del oscense Miguel Ángel Rodríguez Gallego, donde aparecen Manolo (tercero por la izquierda) y el entonces párroco de Castilléjar, Francisco Rosell, hermano de Cayetano, este falleció en agosto de 2021. Miguel Ángel me dice que se llamaba Manolo Ortiz y que también construyó el barrio de la Victoria, en Huéscar.

IDEAL en clase: https://bit.ly/3CyPx6r


viernes, 4 de marzo de 2022

CONVERSACIÓN SOBRE LA GUERRA, de JOSÉ ASENJO SEDANO


 





El escritor accitano, José Asenjo Sedano, obtuvo su mayor éxito literario con la novela Conversación sobre la guerra’, con la que ganó el Premio Nadal en 1977. Como dijo en su día, “es una obra complicada y auténticamente mía, en la que trato de rememorar la Guerra Civil española, desde la perspectiva de un niño –yo mismo–, que fue testigo de la contienda sin saber con exactitud qué era lo que pasaba, y que no cesa de hacer preguntas que muchas veces se quedan sin responder”. La obra fue premiada recién estrenada la Transición –Adolfo Suárez acababa de ganar las elecciones generales, el 15 de junio de 1977– y no entra en ideologías ni partidismos. Hay que recordar que la familia de José Asenjo Sedano abandonó Guadix, debido a los bombardeos, durante la Guerra Civil y se refugió en la localidad de Alcudia. Entonces eran siete hermanos y el mayor tenía doce años.

 ‘Conversación sobre la guerra’ es una de las mejores novelas que he leído, su lectura te engancha y cautiva, y está muy bien construida e hilvanada. El autor es todo un maestro, incluso el final de la novela es parecido al comienzo de ‘Madame Bovary’, de Gustave Flaubert. El niño es el personaje central de la novela y es complicado construirla, debido a sus limitaciones, pues él permanece siempre al lado de su madre y de la abuela. Otro protagonista, en cambio, hubiera estado en el frente y al regresar a Guadix nos contaría los acontecimientos de primera mano, en fin, hubiera tenido más movilidad geográfica y más sucesos que contar. Sin embargo, José Asenjo Sedano describe a los personajes con cuatro trazos, va narrando lo que la gente cuenta en la retaguardia y los escasos acontecimientos que ocurren en la ciudad, a la vez que va utilizando los recuerdos de la abuela y del niño.

 Al escritor hay que recordarlo y reivindicarlo, porque esta novela es un testimonio fiel de la penosa y miserable situación de Guadix, durante la Guerra Civil. Se notaba en el paso de camiones y de soldados republicanos, que venían de Almería y se dirigían al frente de Granada (estaba por Huétor Santillán), mientras la gente los saludaba con vítores y con el puño en alto. Precisamente, mi padre pasó por Guadix, con destino a Almería, cuando fue llamado a filas en 1938. Otras veces eran los relámpagos de los cañonazos, que se veían a lo lejos, o bien, lo que contaban los refugiados que llegaban a la ciudad huyendo de la guerra. Por lo demás, en la novela parece que no ocurre nada trascendente y que todo está tranquilo.

 Entre el nieto y la abuela hay una especie de cordón umbilical, había una relación especial. El niño la recuerda así: “Había cambiado mucho, en estos pocos años, aquella abuela mía. Ni su sombra era. Hastiada de tantas cosas como habían pasado. Traspasada y más que herida por el pago de aquellas dos hijas de su sangre que andaban perdidas por ahí. Dolorida por ese olvido de mi madre, quien había preferido morirse viva a quedarse muerta de verdad… Y ese hijo en el que ella tenía cifradas sus esperanzas…”. En otro capítulo del libro, leemos: “Muerto… Lo fusilaron… Ha desaparecido… Está en la cárcel… No se sabe nada de ellos…”. Y entonces el lector descubre que la abuela está pensando, pero en un solo renglón José Asenjo nos define todo el horror y el espanto que la Guerra Civil produjo en España: casi medio millón de muertos y otro tanto de exiliados.

El escritor José Asenjo Sedano


 En cambio, la madre del niño está completamente ida, como ausente: “Mi madre se sentó junto a la mesa. Ni advirtió nuestras palabras. Sacó de alguna parte un estuche con fotografías y, en silencio, las fue remirando una a una, a la busca de instantes y tiempos perdidos…”. De esta forma describe el niño a su tío Miguel, cuando aquella lúgubre noche lo trajeron del frente, en un coche. Estaba sin piernas y venía montado en una silla de ruedas: “Luego los gritos y los lloros de mi madre y de la abuela, como si nos hubieran traído un muerto. Y es posible que fuera eso, lo que realmente nos trajeron a casa aquella noche…”. Eran los estragos de la guerra.

  “Para los niños la guerra era salir a la carretera. Al Este nos encontrábamos siempre con los presos que trabajaban en la calzada, transportando grava y derritiendo bidones de alquitrán en las calderas, bajo la vigilancia de los guardias de asalto… “. Esta frase me llama poderosamente la atención, porque mi abuelo materno estuvo trabajando precisamente en esa carretera, durante la Guerra Civil, como preso. En cambio, mi tío abuelo paterno me dijo que pasó gran parte de la contienda en la Catedral, pues los ‘rojos’ la convirtieron en un cuartel.  En esos años mis ascendientes eran jóvenes y seguramente se vieron en Guadix (donde todos se conocían), pero no llegarían a tratarse porque estaban en bandos contrarios ni podían sospechar que serían parientes pocos años después.

 Casi al final de la novela, el niño recuerda aquellos días tristes de la guerra con la persona que más había querido y admirado: “La abuela, que ya no tenía fuerzas para nada, se quedó dormida ya de madrugada. Nunca me hubiera figurado que ese sueño era la muerte. Ha pasado mucho tiempo y todos esos recuerdos parecen flotar en alguna parte. Y yo me digo: ¿Pasó todo eso? ¿Ocurrió alguna vez? (...) No lloré, sino que estuve mucho rato viéndola así, recién muerta, tendida en el suelo frío, mientras alguien iba desnudando de cosas la habitación como si, con ella, también se hubieran muerto todos aquellos recuerdos que allí vivían…”. Estas frases tan sentimentales y vívidas impresionan a cualquiera.

 Dicen que José Asenjo no fue un hombre mediático –confieso que yo no llegué a conocerlo, a veces he hablado con su hermano Carlos Asenjo– y puede que por eso esté casi olvidado, pero, después de Pedro Antonio de Alarcón, es el escritor más importante que ha tenido Guadix. Si ambos escritores hubieran nacido en Granada o en Sevilla, seguramente tendrían más renombre. Los niños, sobre todo los de Guadix y su comarca, tenían que leer esta novela en la escuela siquiera para conocer aquella época tan oscura y miserable que vivieron sus abuelos. “Y ahora, estoy seguro, muchos sabían que la derrota, que el fin de aquella guerra que había pasado por la tierra y por el aire, significaba, también, la muerte. Por eso había como un chirimiri, una nubecilla invisible que nos calaba y que era simple anuncio del desastre”.

 Este breve diálogo, entre el niño y la abuela, nos da una idea de cómo estaba la situación:

-Abuela, se están yendo los refugiados.

-¿Estás seguro?

No se oía nada.

-Las ratas abandonan el barco.

 Y es que los refugiados se marchan de Guadix, porque todos barruntan que la República está perdiendo la guerra. En otro pasaje, el autor critica duramente el carácter guerracivilista de los españoles: “Aquel día mi padre me abofeteó delante de la abuela… Puede que mi padre tratara de hacer de ese modo su pequeña guerra pendiente, esa guerra que tenemos y tenemos que hacer siempre los españoles, porque, si no la hacemos, ni nos sentimos libres, ni vivos ni muertos, ni nada. Sin entender ni comprender, de alguna manera me di cuenta de que yo simbolizaba el otro bando de mi padre”. La novela ‘Conversación sobre la guerra’ –a veces hay frases que me recuerdan a Gabriel García Márquez– son los recuerdos de la infancia de un niño y, se puede decir, que es un homenaje de José Asenjo a Guadix, su ciudad natal. Ya quisieran otras ciudades tener esta novela, que es la memoria viva y sentimental de una familia y de un pueblo. Por eso no puede permanecer en el olvido.

 El escritor, periodista y abogado José Asenjo Sedano nació en Guadix, en 1930, y falleció el 12 de agosto de 2009, en Almería. Era colaborador habitual de IDEAL en sus páginas de opinión, y su firma también se podía leer en 'la tercera' de ABC. Su mayor éxito literario lo obtuvo con 'Conversación sobre la guerra', con la que ganó el Premio Nadal en 1977. José Asenjo despolitizó la contienda española al ser mirada desde los ojos de un niño y lo presentó en plena efervescencia de la Transición a la democracia. Aquel niño era él mismo y el galardón literario de la Editorial Destino colocó su nombre en lo que se denominó la nueva narrativa andaluza, de manera que el escritor accitano destacó ante el nutrido grupo de autores andaluces.

 Estudió en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid y Derecho en la Universidad de Granada. Sus comienzos literarios están relacionados con la vida cultural accitana. Es en Guadix, donde tras regresar de sus estudios madrileños, crea junto a su hermano Carlos, historiador, y otros amigos, la tertulia El sombrero de tres picos. En 1960 marcha a Cádiz, donde ejerce de abogado, ingresando, cuatro años más tarde, en el Instituto Social de la Marina, como funcionario. En esta ciudad permanece hasta que, en 1977, es destinado a la Delegación del mismo organismo en Almería. Aquí se integró en la vida cultural y literaria de manera que el Ayuntamiento de Almería le concedió en 1988 el Escudo de Oro de la Ciudad y le dedicó una plaza pública en 1996. Años más tarde, Guadix también reconoció la valía literaria de José Asenjo Sedano al ponerle su nombre a la Biblioteca Pública.

 Sus obras siempre estuvieron relacionadas con su ciudad natal, de forma que su paisaje y paisanaje están presentes tanto en los artículos, poemas, relatos y novelas, como señala el crítico y escritor Antonio Enrique. A esta influencia accitana pertenecen las novelas 'Los guerreros' (Barcelona, 1970), 'Crónica' (Barcelona, 1974), 'El ovni' (Barcelona, 1976), 'Conversación sobre la guerra' (Barcelona, 1977) y 'Eran los días largos' (Barcelona, 1982). En cuanto a las obras ambientadas o relacionadas con la ciudad de Granada, se encuentran las novelas 'Joan de Dios' (Granada, 1988) y 'Memoria de Valerio' (Madrid, 1999), además de 'Yo, Granada' (Granada, 1979), de prosa poética.

 Al entorno de Almería se adscriben la novela 'Oeste' (Almería, 2003) y las novelas cortas 'Indalecio el gato' (Barcelona, 1983) y 'Mayo del 93' (Almería, 1995). Merecen ser destacados aparte los libros de paisajes y de carácter humano 'Impresiones, recuerdos de un paisaje' (Sevilla, 1973) y 'Vuelo de zancudas' (Almería, 1988), así como los libros de relatos cortos 'Historias del exilio' (Almería, 1995) y 'Cuentos meridianos' (Almería, 1999). Sin embargo, 'El mirador de San Fandila' (Guadix, 2001) es una miscelánea de corte periodístico que reúne recuerdos de Guadix, Granada, Cádiz y Almería, también artículos diversos sobre pintura y comentarios literarios, según la opinión de Antonio Enrique, que define así su obra: “Entrar en las novelas de Asenjo Sedano es penetrar en una densa atmósfera sensitiva, donde sabemos que algo acaba de ocurrir, que se nos desvelará en su momento, de forma dosificada; o bien, por determinados síntomas, no por imperceptibles menos patentes, que algo puede ocurrir inminentemente; algo que transmuta el rumbo argumental”.

Antonio Enrique añade finalmente: “Morosidad, hondura y misterio son tres de los rasgos distintivos de la siempre emotiva obra de este escritor, el más relevante nacido en Guadix desde Pedro Antonio de Alarcón. Una honda palpitación de los seres y las cosas infunde a su obra la atmósfera de intimidad, densa de sugerencias y presagios, que le es característica, en consecuencia con una vida que él ha procurado retirada y lejana a todo brillo social”.

 Copio algunos diálogos breves de Conversación sobre la guerra’:

 -Abuela –le dije–, los pájaros, nuestros pájaros, ¿tú crees que ahora estarán con Dios?

Esta vez no pudo decir qué estupidez más gorda. No pudo decirme tú estás loco, qué cosas dices…

Otra vez me volaban por la mente aquellas dudas extrañas: si los hombres pueden salvarse o condenarse… (y continúa pensando, pero se dirige a la abuela como si hablara en voz alta).

-¿Me oyes, abuela?

Yo, desde el suelo, callado, sólo veía, como un péndulo, la cabeza de la abuela que a cada sí de aquella, contestaba qué más quisiéramos nosotras, hija mía, qué más quisiéramos…

Fue en ese diálogo de cabezas cuando a mí se me ocurrió decir, abuela, abuela, tenemos las patatas de esta mañana…

-¿Lo ves? (contestó la parienta)

(La abuela le había dicho a la parienta que no tenían nada para comer, pero el niño dijo la verdad).

 Publicado en el Boletín del Centro de Estudios Pedro Suárez, número 34. 2021