sábado, 23 de marzo de 2013

RECORDANDO A DON JORGE GUILLÉN


Aquí se hacían las fotos de los cursos






El 11 de mayo de 2010, me acerco a la Casa Sacerdotal Virgen de Gracia, en Granada. Mi idea es preguntar por don Jorge Guillén García –fue rector de la Casa Madre del Ave María, desde 1957 a 1971–, pero la monja de la portería lo llama por el teléfono y después de 39 largos años nos saludamos: “Tu cara me suena, ¿cómo dices que te llamas?”, me pregunta a modo de introducción. Le digo donde trabajo y que escribí dos artículos sobre el colegio: “Don Emilio Borrego (el rector que le sucedió) me dijo hace unos años que usted era el alma del Ave María”. Pero él va y me corrige: “¡Has dicho el arma!”, y entonces rompemos a reír por la ocurrencia. Es un hombre afable y humilde, que sabe llegar a la gente.

 
–Yo  estuve catorce años de rector y luego me vine con el arzobispo de Granada, donde estuve de vicario. Pero, por aquel tiempo, pidieron tres misioneros para Brasil y nos presentamos tres sacerdotes. A mí me destinaron a la diócesis de Río Branco, un estado que hace frontera con Bolivia y Perú. Me cogió la dictadura de los militares y éstos no permitieron que entraran en Brasil más misioneros católicos, porque el Gobierno brasileño se alió con los Estados Unidos; en cambio, llegaron muchos curas protestantes estadounidenses. En octubre de 2008, me encontraba de vacaciones en Granada y pedí que me hicieran un análisis de orina, pues nunca me lo había hecho antes. El día antes de marcharme a Brasil, me dieron el resultado del PSA: un día había marcado uno y pico, al siguiente dos y, al otro, tres y pico; pero yo dije que me marchaba. Sin embargo, el oncólogo me aconsejó que tenía que quedarme, pues el PSA estaba subiendo y me puso un tratamiento. Unos meses después me marché a Brasil, pero allí me diagnosticaron un cáncer de próstata y ahora tengo un tratamiento de quimioterapia. Tiene sus efectos secundarios, pero voy tirando. El oncólogo me ha dicho que no me moriré a causa del cáncer de próstata, pero que moriré con el cáncer. Tengo 75 años y ahora no tengo asignado ningún trabajo, sino que hago cosas puntuales, ¡con el trabajo que podría hacer en la diócesis de Río Branco! Yo me encomiendo al Señor y le digo que estoy a su disposición, para lo que él quiera de mí. Te voy a contar una anécdota: acababa de ordenarme de sacerdote y estaba paseando por los jardines de la Cartuja, cuando me entró la duda, ¿qué sería de mi vocación cuando pasaran diez o quince años? Pero aquel día había leído el Breviario, precisamente, donde venía una frase de los Salmos, artículo 37, versículo 5, de la que me acordaré siempre: ‘Encomienda a Yahvé tus caminos, / confía en Él, y Él obrará’. Y ésta es la receta que también me aplico hoy.

Le confieso a don Jorge que el Ave María me marcó –estuve durante los cursos 1970 y 71–, pues era un colegio abierto, tenía el cineforum, donde previamente nos decían las escenas de la película que habían sido censuradas y luego se abría un debate donde se criticaba abiertamente la Dictadura de Franco. A veces la memoria le falla, cuando le hablo de alumnos o de profesores de aquella época, o bien cuando le recuerdo alguna anécdota. Antes de despedirnos, me dijo: “Te voy a pedir que me tutees, pues yo me siento mejor así. El usted parece distante…”. Yo traté de tutearlo como pude, pero me costaba un trabajo enorme.


En realidad don Jorge tiene 18 años más que yo, pero en la mente de un joven, de 17 años, el rector del Ave María era algo así como la máxima autoridad. En la conversación, le conté el inmenso respeto que imponía cuando cruzaba el patio de cemento del Ave María, con su cigarrillo entre los dedos: automáticamente, se paraban los juegos y las pelotas, de manera que los alumnos esperábamos a que pasara el rector. “Yo creo que eso son exageraciones”, se limitó a responderme, aunque entonces la cosa funcionaba así. “Otro día me miraste fijamente en el salón de estudio, porque yo habría hecho algo mal, en esos momentos yo quise que la tierra me tragara…”. Antes de despedirme le pedí que me concediera una entrevista, donde me hablara de aquellos años, pero se excusó amablemente. “Pero, cuando usted se vaya…”, le dije sin pensarlo, y ambos nos volvimos a reír. Ahora la ocurrencia fue mía. Lo que llama la atención de don Jorge es su naturalidad y sencillez y esto quizá se lo deba a sus años de misionero, donde tiene que hacer de todo y mezclarse con aquellas tribus de Brasil.

Unos días después, hablé por teléfono con el director de la Casa Madre del Ave María, Antonio Casquet –él cursaba quinto de Bachiller cuando yo estaba en sexto–, le conté que había visitado a don Jorge y la enfermedad que tenía. “Deberías ir pensando en hacer un homenaje al antiguo rector y a don Emilio Borrego, para que no pase lo mismo que con don Ricardo Villa-Real… Cualquier día nos enteramos que se ha muerto alguno de ellos”. Y Antonio me contestó: “No sabía nada de la enfermedad, pero llevas razón, lo que pasa es que uno vive el día a día. A ver si organizamos algo”.


El 21 de octubre de 2010, me encontré con don Jorge en la calle que sube a la plaza de Gracia y le dije: “Después de cruzarme con usted, me he dado cuenta de que era mi padre rector”, la frase le hizo gracia y soltó una carcajada. Sin embargo, había envejecido bastante desde la última vez, tenía la cara más inflada y ya no se acordaba de mí ni del encuentro que tuvimos en la residencia, cinco meses antes. “Me falla bastante la memoria”, me dijo. “No hace mucho me encontré con su hermano Rafael, que presentó un libro. La sencillez parece que es cosa de la familia”. Tras unos segundos de silencio, me respondió: “Sin embargo, hay quienes opinan que soy complicado”. Como no suelo pensar dos veces las cosas, le solté: “Brasil queda lejos”. Se quedó un momento pensativo y se limitó a decir: “Parece ser que sí”. Entonces, me apretó la mano y se despidió con una frase amable, de esas que te llegan al corazón: “Gracias por haberte parado a saludarme”. El gesto serio y la mirada casi perdida de don Jorge eran de quien se apresta ya para el tramo final.

Alumnos del Ave María, 1926. Ángel Rubio


 Dos meses más tarde, el poeta Rafael Guillén me dijo que su hermano había adelgazado. El tiempo fue pasando hasta que, el 5 de mayo de 2011, me acerqué a la residencia y pregunté a la hermana de la portería: “Don Jorge ya está en el cielo, murió el 23 de marzo pasado”. No me esperaba aquel mazazo y me arrepentí de haber llegado demasiado tarde, pero me quedan los recuerdos imborrables y las alegrías compartidas con los compañeros, en aquellos años de adolescencia y, sobre todo, de haber conocido al rector que durante catorce años fue el alma del Ave María. Hace unos años, don Emilio Borrego –párroco de la iglesia de Gracia– me contó que dejaba su despacho abierto porque don Jorge tenía esa costumbre, en aquella época en que la Policía del Régimen tenía pinchado el teléfono del rector.


Posdata:  Señalar que don Andrés Manjón murió en la segunda década del siglo veinte.


http://en-clase.ideal.es/index.php/opinion/1377-leandro-garcia-casanova-lrecordando-a-don-jorge-guillenr-.html

lunes, 4 de marzo de 2013

SALVEMOS LA ABADÍA DEL SACROMONTE








Hace ocho años saludé a Jesús Roldán Calvente, el antiguo abad del Sacromonte. Iba paseando por la calle de San Juan de Dios y no lo veía desde 1970, cuando me concedió una matrícula de honor en Filosofía de 6º, en el Ave María. Entonces, no podía imaginar la lucha titánica que libraba aquel canónigo alto y afable, con gafas oscuras, y menos aún que iba escribir unas líneas sobre él. En una entrevista que le hizo Amina Nasser, en abril de 1985, Jesús, el ‘limosnero permanente’, confesaba: “La abadía posee todas las posibilidades para continuar cumpliendo sus fines culturales, sociales y religiosos. Su historia es la historia del Sacromonte, el barrio que nació a la sombra de la abadía, y si prescindimos de la historia del Sacromonte, prescindimos de buena parte de la historia de Granada… Quiero mantener el patrimonio que me han dejado, si puedo, con honor y dignidad”. Entre sus proyectos estaban la reapertura del colegio, del museo, del archivo y de la biblioteca, con 24.000 volúmenes: demasiadas cosas para este defensor incansable, que vio tantas promesas incumplidas.


Pero le faltó hasta lo más necesario para vivir con dignidad por lo que, en 1999, advirtió al Consejo de Gobierno del Arzobispado: “Vivo permanentemente en la abadía solo (desde 1977 hasta 1981), sin servidumbre, sin agua potable…; si ocurre un fuego intencionado o fortuito, se producirá una verdadera hecatombe; por consiguiente salvo toda mi responsabilidad”. El 21 de septiembre de 2000, todos los granadinos contemplamos atónitos cómo ardía el colegio San Dionisio Areopagita, y recuerdo que la columna de humo se veía desde la Vega de Granada. Aquí estudiaron el escritor y diplomático Juan Valera, el poeta Antonio Machado, Pepe Isbert, aquel actor cascarrabias, el padre Andrés Manjón y su alumno el obispo Medina Olmos, y tantos otros. En sus tiempos de esplendor, fue un Seminario donde se estudiaba Filosofía y Teología, y también fue Facultad de Derecho (Civil y Eclesiástico).



 La abadía fue declarada monumento histórico-artístico en 1979, y es un espectáculo contemplarla desde la Silla del Moro y desde los montes de El Fargue. Desde la abadía – envuelta en la niebla, con las cruces de piedra y los arcos de la entrada– se divisa el Valle de Valparaíso, y la magnífica vista que tiene de la Alhambra, con Granada al fondo. Pero desde que ocurrió el incendio, hace nueve años, el colegio se encuentra en ruinas (pues el artesonado era de madera), cual si fuera el antiguo Alcázar de Toledo. La Asociación de Antiguos Alumnos del Sacromonte se ha quejado de la falta de información del arzobispo, sobre su posible reconstrucción y el destino que se le va a dar, así como que no los recibe a pesar de que le solicitaron una entrevista en varias ocasiones. Muchos piensan que, si el cardenal Antonio Cañizares estuviera en Granada, las cosas irían de otro modo. También hay que decir que, si le ocurriera algo a la abadía de Montserrat, los catalanes no iban a permanecer indiferentes, como nos ocurre a los granadinos. Hace falta un convenio, o una mayor colaboración, entre el Arzobispado y la Delegación de Cultura. Otra solución sería ceder el colegio San Dionisio a una empresa pública o privada y, de esta manera, la abadía se podría financiar sin necesidad de estar mendigando limosnas a la Administración.

 Mi agradecimiento a Federico Labouiss Monllor, porque me ha animado a escribir este artículo sobre la abadía. Precisamente, el 25 de enero pronunció en la abadía el tradicional ‘Pregón del Costalero’, del que entresaco este párrafo: “El próximo domingo, Granada subirá de nuevo al Sacromonte, es la ocasión del reencuentro, los granadinos gozarán de las delicias de Valparaíso, las autoridades y el pueblo se lamentarán de su abandono…, para exclamar ¡qué maravilla!, ¡qué lástima!, ¡hay que hacer algo! Cuando se van las luces de la tarde y el silencio se apodera del contorno, la abadía se queda en la región del olvido administrativo más absoluto”. Manda la tradición que, el día uno de febrero, los granadinos asoman como una riada por la cuesta del Chapiz, cruzan el barrio del Sacromonte y suben las Siete Cuestas hasta  llegar a la abadía. Van a la romería para honrar a San Cecilio, el patrón de Granada, y para comerse las habas y las ‘salaíllas’ en medio de festejos. Pero en el colegio todo es ruina, desolación y abandono, mientras estamos tirando por la borda cuatro siglos de historia. La extensa entrevista finalizaba con este mensaje de Jesús Roldán: “… ningún granadino y, por supuesto, las autoridades, debe permitir que una institución de esta categoría desaparezca lentamente por olvido o por indiferencia”. En 1999, al antiguo abad le concedieron la Medalla de Oro de la Ciudad de Granada, y en el 2006 falleció a la edad de 95 años.

 
Posdata: Este artículo fue publicado en La Opinión de Granada, el 1 de febrero de 2009. El 8 de febrero, Ideal le dedica casi una página a la Abadía, con este titular: “Resurge la idea de convertir el Colegio de la Abadía del Sacromonte en hospedería”, y describe la historia del colegio. Hoy, cuatro años después, las cosas siguen prácticamente igual.