El escritor Carlos Asenjo Sedano publicó
Las cuevas. Un insólito hábitat de Andalucía Oriental, en 1990. La obra no está dividida en capítulos, sino que al final
tiene unos apéndices documentales y está centrada principalmente en Guadix. En
la contraportada nos indica que “frente a un urbanismo que tiende a su
estructura vertical, fálica, de poder y dominación, aparece este hábitat con
una estructuración diferente, horizontal, claro símbolo de la pasividad y lo
femenino, que enlaza con lo más típico de la simbología de las tierras del
Sur…”. Continúa diciendo que “los moriscos esperaban el viejo protagonismo… ahí
también, como en África, se guardan las llaves de las viejas heredades, de los
cármenes, de las munyas, de los marchales…”.
El libro me ha encantado por diversos
motivos. Hace unos años, me compré una cueva en Guadix y es cuando te das
cuenta de que vives en un barrio de infraviviendas, donde falta lo esencial: el
agua del grifo no tiene la potencia suficiente porque el depósito tenían que
haberlo edificado en un lugar más alto, de manera que los cueveros de varios
barrios tenemos que comprarnos un motor para tener agua caliente. Mi calle es
de tierra, en un tramo de unos cuarenta metros, por lo que se levantan
polvaredas o hay barro, dependiendo de la estación del año. Tampoco barren la
calle, que es de piedras y de cemento, a pesar de que los vecinos pagamos los
impuestos como los demás. ¿Para qué la vamos a barrer o asfaltar, dirán en el
Ayuntamiento accitano, si siempre han vivido así? A través de un escrito de los
vecinos, le pedimos al concejal de Obras que mudara unos metros el poste de
luz, acercándolo a tres viviendas para que tuviéramos más iluminación durante
la noche porque es escasa. La respuesta del concejal por el móvil fue: “Mover
el poste de sitio unos metros cuesta dinero”. Sin embargo, un electricista nos
dijo que ni siquiera tenían que añadir cable. El caso es que robaron en una
cueva e intentaron robar en otra, aprovechando la oscuridad. Me contaba la
presidenta de una asociación de vecinos que tuvieron que pasar varios meses y
pedirlo varias veces, para que sustituyeran una bombilla fundida en la rotonda.
Los solares cercanos están llenos de escombros y sin bombillas en las farolas, muchas
están rotas, y así podía rellenar varios folios.
Ante tanto abandono, me acuerdo de esta
frase del historiador de Freila, Gabriel M. Cano, en la introducción de su
libro La comarca de Baza, editado en
1974: “La comarca de Baza sólo era un pieza tributaria donde no había qué
invertir. ¿Para qué? ‘Son gentes sin remedio, descendientes de moros, que viven
en cuevas y no les gusta el trabajo’. Y así se ha llegado a una situación de
extremo subdesarrollo (...) y, sobre todo, por medio de la emigración, que en
los últimos veinte años ha reducido a la mitad los efectivos demográficos”. A parecidas
conclusiones llega el historiador Carlos Asenjo, en su investigación sobre las
cuevas de Guadix, aparte de que ha ido hilvanando los hechos históricos que
están a la vuelta de la esquina. Entonces te das cuenta de cuánto tenemos en
común con el legado árabe de ocho siglos, y que pervive en nuestros días.
El historiador asegura que, cuando los
Reyes Católicos conquistaron Guadix, en 1488, “no existían cuevas que formaran
un determinado núcleo urbano”. En 1490, se ordenó que los musulmanes salieran
de la ciudad amurallada y de sus arrabales, y se concentraran en una aljama o
morería que se constituía ad hoc en
el alejado barrio de Santa Ana. Y a continuación, se repobló la ciudad de cristianos. Sin embargo, los
moriscos simulan las prácticas del cristianismo y acaban por construirse ahí su
propia habitación de grupo,
“despreciados por todos”. La época en que parece tener lugar el uso de la cueva
está ligada a la guerra granadina de los moriscos, durante 1568-1571. Con la
derrota, fueron expulsados del reino de Granada a otras tierras del Norte.
Según el historiador, Julio Caro Baroja, debieron salir de este reino de
Granada unos treinta mil vecinos, mientras que en Guadix salieron 1.720,
equivalentes a unas 8.600 almas aproximadamente. Antes de la guerra, en la
ciudad la mitad eran cristianos viejos y la otra eran cristianos nuevos o
moriscos. En España había que conseguir la unidad política y religiosa, lo que
provocó las sucesivas expulsiones de los moriscos y de los judíos, pues estamos
ante una sociedad atrasada e intolerante. Carlos Asenjo apunta que “acabó por
sentar unas poderosas bases de resentimiento colectivo contra los moriscos, que
siendo vencidos y pobres, con el tiempo se iban alzando otra vez con el poderío
económico de la tierra, al margen de la Iglesia y de los nobles”. Esto es,
compraban las tierras de sus antepasados que les habían sido arrebatadas por
los repobladores, pues los cristianos no sabían sacarles provecho. “Son
frecuentísimos los hechos que demuestran el asalto de las casas y propiedades
moriscas al solo efecto de tomarles la propiedad. Un hecho que con la expulsión
y nuevo reparto, tras el año 1574, alcanzará su ratificación plena”.
González Palencia escribe que “…está
probado que por 1609 los moriscos de Granada, Murcia y Jaén, ayunaban durante
el Ramadán y celebraban la Pascua de los alaceres,
por todo el mes de septiembre, durante el cual… dejaban transcurrir el tiempo
sin oír misa, entre bailes y zambras, en los que aparecían ataviados con los
más vistosos trajes y aderezos de que disponían, y a los niños que engendraban
en dichos lugares les llamaban dichosos o bienaventurados”. Por otro lado, Henriquez
de Jorquera y Méndez Silva, a finales del siglo XVI, anotan más de
cuatrocientas cuevas en el arrabal que indudablemente, para entonces lo mismo
que para hoy, constituye un número llamativo y destacable en el conjunto del
elemento urbano. Con este dato, Carlos Asenjo llega a la sorprendente conclusión
que “el resultado de aquella gran operación que fue la expulsión tuvo una
finalidad más económica que social y religiosa aunque aparentemente estos dos
aspectos fueran el gran ruido tras lo que aquella se camuflaba”. Nos topamos
siempre con el trasfondo de la economía, que ha provocado sistemáticamente las
revoluciones y los grandes movimientos humanos.
En el siglo XVIII, la Asamblea de los Obispos
del Sureste –Granada, Jaén, Guadix, Almería…– se reunió para estudiar los muy
frecuentes casos en que los moriscos casados dejaban a sus legítimas esposas
para tomar otras, escándalo nunca visto y que llegó a preocupar en la Corte.
Incluso Cervantes decía que “entre ellos no hay castidad ni entran en religión
ellos y ellas; todos se casan; todos se multiplican; porque el vivir
sobriamente aumenta las causas de la generación…”. Otro historiador apuntaba
que “casaban sus hijos de muy tierna edad, pareciéndoles que era sobrado tener
la hembra once años, y el varón doce, para casarse. Su intento era crecer y
multiplicarse”. Esto mismo se practica hoy día en Palestina y en muchos estados
árabes, y no digamos la poligamia, tan arraigada en el islam. Es más, los
cristianos siempre vieron con preocupación y temor cómo se multiplicaban las
comunidades de los moriscos. Los versos de Juan Rufo son elocuentes: “ellos
bien reservados destos daños / teniendo a cuatro niños en tres años”. Mientras
que Asenjo recoge aquel viejo refrán: “Habiendo chocho y cueva… ¡que llueva!”.
Bastantes de aquellas mujeres moriscas,
“como muchas de hoy –pero muy especialmente desde 1600 acá– tenían fama de ser
hechiceras y de echar el mal de ojo”, prácticas que fueron condenadas por el Tribunal de la Inquisición. Otro tema es
el rapto de la novia, “la ida o llevada
de la novia, casi exclusiva del lugar, no hay más explicación que buscarle
analogías con las costumbres moriscas, de arrebatamiento de la novia al lugar
conyugal, posiblemente con raíces premusulmanas”, nos dice el autor. Lo normal
del rapto es que acabe en matrimonio formal, aunque nunca fue reconocido por la
Iglesia. Me contaba un conocido, de las cuevas de Guadix, que se llevó a su
novia porque sus padres no veían con buenos ojos su relación y conozco bastantes
casos como éste.
En cuanto al carácter de los moriscos,
fray Alonso Fernández dice: “… que eran callados, sufridos, vengativos en
viendo la suya. Su trato común era trajinería y ser ordinarios de unas ciudades
a otras. No se supo siquiera emparentar con los cristianos viejos…”. Por otro
lado, Caro Baroja sostiene que, según la opinión general, el morisco era un
individuo inculto, incluso cerril. Un individuo con ciertas habilidades
técnicas y manuales, pero indocto. Los sabios, los jueces, los santones de
aquella comunidad eran despreciados por los prelados, letrados y hombres de
pluma de las épocas de Carlos V y Felipe II, por todo lo cual la plebe urbana
morisca, con frecuencia, fue ridiculizada y zaherida.
Como vemos, los cristianos y los
moriscos eran como el aceite y el agua,
dos culturas, dos religiones, dos razas, dos mentalidades, en definitiva, dos
mundos diferentes. Esta apreciación mía tiene validez hoy y me acuerdo de esta
anécdota que leí hace tiempo: los moriscos granadinos estaban más lustrosos
porque guisaban con aceite, mientras que los cristianos lo hacían con manteca.
En cuanto a los moriscos del Cenete (el
Sened, la tribu de los cenitas) y de las Albuñuelas, “se decía que eran de
los más pulidos en el trato, mientras que las gentes de Guadix, según Casiri,
quizá por ser pobladores con alguna sangre de la tribu de los Beni Sami, tan conocida por su carácter
pendenciero, siempre, hasta hoy, han sido gentes más feroces, por utilizar una
expresión de los cronistas de la Reconquista”. Tierra de violencias y
arrebatos, de pendencia y resentimientos, anota Carlos Asenjo. En este sentido,
el obispo fray Antonio de Guevara escribió a su colega, el obispo de Tuy,
entonces presidente de la Real Chancillería: “… la gente de esta tierra no es
como la de la vuestra, porque son agudos, astutos, resabidos, disimulados y
versutos”.
Según Aznar Cardona, los oficios de los
moriscos eran sobre todo tejedores, sastres, sogueros, esparteñeros, olleros,
zapateros, albéitares, colchoneros, hortelanos, recueros, revendedores de
aceite… Y para Caro Baroja, los dos tipos de vida opuesta, el morisco y el
cristiano viejo, muy bien podían simbolizarse en los albañiles o alarifes, el
de los moriscos; y el de los canteros, los cristianos viejos. (…). “Y si
investigáramos los oficios ejercidos en los últimos trescientos años por los
hombres de la cueva veríamos como casi todos están incursos en la reseña de
Aznar Cardona”.
El Catastro del marqués de la Enseñada,
de 1753, recoge que entonces había en Guadix 655 cuevas, de las que 546 estaban
en el casco de la población y 109 fuera de él. En 1777 será tenido por un
barrio, o un conjunto de barrios, que se ha ido formando y estructurando
completamente al margen de la ciudadela, en lo político y en lo religioso. Los
documentos de la época afirman que “son estas gentes personas o familias que
sólo producen ofensas a ambas majestades, sin el menor respeto o temor a la
justicia”. Aquí el escritor accitano precisa que, “no muy alejado del otro
concepto que antaño se tenía de la Morería
o del gueto”.
Rafael Aynat, el corregidor de Guadix y
protagonista de El sombrero de tres
picos, en un manifiesto a la Corona, pone el dedo en la llaga y nos deja este
testimonio: “Es imponderable el perjuicio tan físico, como político, y aún
moral, el que se experimenta en dicha ciudad por hallarse a la circunferencia
de ella, y envueltas en un número casi infinito de pequeñas cañadas, montes
terrosos de corta elevación… hasta setecientas familias encerradas en las
cavernas de la tierra, con muy poca o ninguna ventilación, oscuras, mucha
humedad, y de rara naturaleza, las cuales, por un concepto general, siendo de
extraño domicilio, han ido sucesivamente, por causas tal vez no honestas,
refugiándose en dichos parajes (…), habiendo acreditado la experiencia no pocas
veces que siendo el receptáculo de malhechores de ambos sexos, y de todas
partes, se hace, si no imposible, sí muy difícil su averiguación por la
facilidad de ocultarse y desaparecerse… Pero sí debe expresarse que siendo el
carácter natural de los habitantes, indolente, inaplicado y de poco aseo,
abunda la ciudad en mucha miseria y en mayor hediondez, con especialidad casi
todos los habitantes de las cuevas, los cuales (…) se revuelcan en el letargo y
abundan en la embriaguez, y, como paralíticos, están incapaces de dar un paso,
ni mover las manos, para otro objeto que el de recibir cuanto les dan, siendo
fácil de inferir la inmoralidad y pernicie de costumbres…”.
Al hilo de esto, Asenjo escribe: “El
cantonalismo secular, el individualismo, la inexistencia de normas, lo que
entendemos por iberismo misterioso, tienen, pues, aquí, su expresión máxima,
como fenómeno que ha prescindido del tiempo, como expresión estática de la
sociedad”. A veces, cuando yo llego a Guadix, tengo la impresión de que estoy
en el siglo XIX, tal es el atraso: calles estrechas y mal asfaltadas, una
circulación caótica pues se conduce mal (y yo el primero), el enorme paro que
se ceba en la ciudad y, sobre todo, la falta de limpieza en los barrios de las
cuevas, en parte por dejadez de los cueveros y también por el secular abandono del
ayuntamiento. El tiempo parece que se ha detenido en Guadix, al contemplar los
edificios del centro, en un verdadero estado de ruina. Guadix se cae a cachos,
pienso, los cables y las antenas de televisión se enseñorean en las almenas de
la Alcazaba, en medio de la indiferencia o la aceptación de la población. Y en
cuanto a la mentalidad de muchos, sirva lo que me contaba un cuevero hace unos
meses: “Pasó uno de ésos y me robó la leña de la puerta, yo lo vi a lo lejos
pero para qué lo iba a denunciar, si no sirve de nada”. Esta resignación y este
fatalismo nos llevan al siglo XIX y, sin embargo, hoy día en las cuevas se
producen los robos con total impunidad.
El historiador sostiene que casi todas las cuevas eran un refugio de
moriscos –los del éxodo–, de manera que por los años de 1727 y 1728, el
Tribunal de la Inquisición hizo aquí una redada de cueveros que todavía
practicaban sus ritos mahométicos. “Y ello viene ratificado por la supresión de
la parroquia accitana de la Magdalena, aquella que fue templo hispano-godo, y
después mozárabe, y más tarde Mezquita de
los Renegados…, en la reforma de curatos que se hizo en el Obispado de
Guadix, por el año 1792”. En 1770, con el rey Carlos III, las cuevas empiezan a
pagar la contribución y son clasificadas por barrios, “en donde la Cañada de los Gitanos se va
constituyendo como un núcleo marginal dentro de las mismas cuevas”. Asenjo
Sedano señala que el arte de la alfarería es esplendoroso, pues es una herencia
de los moriscos y llega a la conclusión de que la cueva era siempre una actitud
de espera ahíta de reivindicar la propiedad de la casa, del terruño, de lo
ancestral como posesión de los antepasados. “Las cuevas, así, se convertían
palpablemente en un testimonio urbano de la reivindicación subconsciente. De
hecho (…), no pocas familias moriscas, aparte de conservar las llaves más o
menos simbólicas de ellas –y al efecto recuérdese a León el Africano– tenían
enterrados en los patios o en los cármenes de ellas no sólo tesoros más o menos
valiosos, sino también los otros tesoros más añorados de los recuerdos
familiares, de las gestas tribales, de los proyectos de futuro”.
Los tesoros escondidos de los moros han
estado muy arraigados en el subconsciente de los españoles, tanto es así que un
niño del Altiplano llegó a derribar, él solo, una atalaya morisca, de unos
veinte metros de altura, en los años sesenta, porque alguien le dijo que allí
había escondido un tesoro. El escritor accitano afirma que, en la época
posterior a la guerra morisca, y sobre todo después de su expulsión de estas
tierras, se observa una desbordante situación de auge de la esclavitud que va a
coletear hasta la llegada del siglo XIX. Prácticamente, en todas las casas
existían uno o varios esclavos. Pero la cosa no quedaba aquí, sino que a muchos
esclavos se les marca con fuego en la carne, como a las reses. Y en cuanto a
las mujeres, “a las esclavas, con frecuencia se introducen en el terreno de la
relación erótica con el amo, a veces soltero, otras veces clérigo, otras casado
y mal avenido con su esposa legal (…). Los moriscos que han regresado y que
unos de grado y otros por fuerza, no tienen más remedio que entrar en el juego
de la esclavitud legal para eludir el duro trance del exilio”. En el siglo XIX,
se produce la abolición de la esclavitud con la Constitución de 1812, pero
serán los cueveros los que sirvan a los señores de la ciudad, trabajando en el
campo los hombres mientras que las mujeres servían en las casas de los señoricos. Salvando las distancias, las
cuevas siguen proporcionando una mano de obra barata a los señoritos de hoy.
Asenjo Sedano hace una interesante
reflexión sobre la reconquista castellana: se ponen otra vez de moda los cultos
viriles, ahora lógicamente cristianos, que se instalarán alrededor de las
devociones al Crucificado, a San Miguel, a San Sebastián, a San Pedro y a
Santiago. “Hasta que la recuperación vital de la población vencida empieza a
revitalizarse con la consiguiente recuperación, otra vez, de las advocaciones
femeninas…”. Sigue diciendo que es la dilatada época en que surgen los cultos a
las vírgenes de las Angustias en el reino de Granada, vinculadas a una
población, la musulmana-morisca, que sólo experimenta angustias. O cuando surge
la advocación a la Virgen de la Piedad, en Baza-Guadix, “vinculada a una población
morisca ahíta de que se tenga piedad de ella. Y, en la actualidad, como ponen
de relieve las romerías a los santuarios del Rocío o de Ntra. Sra. De la
Cabeza, ya ha recuperado un muy alto nivel de su tradicional indigenismo, en el
que las cuevas, y lo que ellas significan, tienen un papel preponderante”. El historiador
llega a la conclusión de que “comienzan a surgir indicios de esa nueva
concepción sincrética que, pocos años después, hallará su más escandalosa y
famosa formulación en el asunto de Los plomos
del Sacromonte de Granada”. En Baza, se va a manifestar en el hallazgo de
una imagen enterrada, se supone que muchos años antes por los mozárabes, y que
va a ser hallada al grito lastimoso de “Piedad de mí…”, en una clara alusión a
la actitud del pueblo musulmán, vencido y perseguido. De manera que relaciona los Libros Plúmbeos del Sacromonte con
la imagen de la Piedad, de Baza.
En cuanto al origen o antecedentes del Cascamorras, también nos da su versión
personal: “Pero sí hemos podido documentar que, en los últimos años del Guadix
musulmán, en el siglo XV, precisamente en el mes de septiembre, en la
festividad de los alaceres, tenía
lugar en esta ciudad una especie de algazara popular y multitudinaria, en la
cual los muchachos se arrojaban los unos a los otros diversos objetos,
especialmente frutas maduras…, amén de echarse los unos a los otros a los
embalses, acequias, etc., algo que encaja muy bien como antecedente de la
fiesta del Cascamorras”. Una fiesta, sigue diciendo el autor, que
a raíz de la citada Virgen de la Piedad –un claro intento de sincretismo por
parte de la población ya morisca–, debió enlazarse con la misma para dar lugar
a sus características actuales.
Añade que “con todo, y esto se ve hoy
mismo, la fiesta, el rito, no es propiamente de las casas, que siempre han
permanecido un poco de espaldas a ella, sino de los barrios periféricos y de
las mismas cuevas, lo mismo en lo referente a su escenario geográfico que a la
participación de sus protagonistas, singularmente el que encarna la figura del Cascamorras, cuyo traje de policromías
enlaza perfectamente con la tradición colorista de que usó y buscó la sociedad
musulmana de esta tierra”. Una tía mía estuvo viviendo en Baza durante la posguerra
y me contaba que le tiraban tomates y lo que pillaban al Cascamorras, mientras que en Guadix me decía un jubilado que le
arrojaban hasta membrillos.
El historiador Caro
Baroja opinaba que “… se llegó a borrar de la conciencia, de los que quedaron
de la misma raza, el recuerdo de casi toda tradición jurídica, religiosa y
social islámica, hasta el punto de que la palabra morisco fue casi desterrada
del vocabulario (…). El morisco granadino, en muchos casos, tenía un proceder
parecido al de los miembros de cierta sociedad secreta, que no era fácil distinguir
del cristiano viejo”. El autor accitano finaliza así: “Un drama, como se ve,
muy parecido al que experimentó la comunidad morisca, como lo experimentó
también la otra comunidad mozárabe. Y las otras comunidades que le precedieron
frente a la agresividad devoradora de la multitud de pueblos extraños que,
desde siempre y desde lejos, habitualmente se han dejado caer por estas tierras
del sudeste peninsular”. Por este cruce de caminos, diría yo. Ortega y Gasset
afirmaba que las razas superiores empujaron a las razas inferiores a las
tierras del Sur. Sin embargo, en Guadix, la ciudad natal de Carlos Asenjo, apenas
si se conoce este análisis e investigación histórica que hace en su libro. Y de
esta manera desconocemos nuestra historia y nuestras raíces, y de dónde vienen
muchas de nuestras costumbres, comidas, oficios y fiestas.
He recogido estos párrafos en los Apéndices,
que vienen al final:
Carta del
Cabildo catedralicio, al rey Felipe II, sobre la situación de la ciudad después
de la expulsión de los moriscos, año 1585: “… de cuya causa los árboles
frutales y morales con que se cría la seda, que es la principal renta de este
Reino, están tan perdidos que no se puede significar más de remitirnos a los
que V. Mgtd. entiende y sabe por lo que toca a sus rentas reales, por lo cual
cada día van creciendo más las necesidades, y la población de esta tierra está
tan mal asentada que con la poca experiencia que tiene cada día va en mayor
disminución”. Tras la expulsión de los moriscos, entre los años 1571 y 1609, el
historiador Hurtado de Mendoza escribe en su ‘Guerra de Granada’: “Quedó la
tierra despoblada y destruida, vino gente de toda España a poblarla y dábanles
las haciendas de los moriscos por un pequeño tributo que pagaban cada
año”.
Promiscuidad de los cristianos viejos o
relaciones entre los conquistadores castellanos y los vencidos indígenas. Año
1554. Fuente: Sínodo de las Iglesias de Guadix y Baxa: “Y porque los cristianos nuevos cuando mueren sus difuntos
les lavan los cuerpos y los ponen en sus sepulturas boca abajo o de lado, y los
pies hacia cierta parte… y aún llevan algunas cosas de comer o de beber a la
sepultura (…). La poca fe de los cristianos nuevos se ve en los testamentos que
si los dejan testar a su voluntad no mandan cosa alguna por sus almas… Mandamos
que sean obligados a dejar por sus ánimas una vigilia de tres lecciones, y la
Misa del día del entierro, y un novenario de misas, tres cantadas y tres
rezadas”.
en cuanto a la esclavitud, valga este
escrito de 1637: “… Y otro, Dayfala,
moro de nación, al cual dice que ha poco dio licencia para ir a la ciudad de
Málaga y no ha venido, porque debe andar buscando para su rescate. Es un
esclavo de edad de 54 a 56 años, herrado en los dos carrillos con letras que
dicen Guadix, el cual, venido que
sea… Lo tasó Marcos López –que lo conoce- en 40 ducados”.