miércoles, 19 de diciembre de 2012

BIBLIOTECAS Y MUSEOS, EN 1910

 
Biblioteca Nacional









Quiero traer a colación el artículo Bibliotecas y Museos. Una desamortización necesaria, de Emilio H. del Villar, que fue publicado en el semanario de Madrid Nuevo Mundo, el 28 de julio de 1910. El articulista comienza diciendo “que los ministros de Instrucción Publica que hasta hoy se han venido sucediendo, desconocen las deficiencias de nuestros museos y bibliotecas, lo que equivale a decir que no son gente frecuentadora de tales centros. Así, su autoridad sobre ellos resulta puramente nominal”. Subraya que cada director aplica un criterio diferente y pone como ejemplos al Museo del Prado y al de Reproducciones, mientras que en el polo opuesto se encuentran la Biblioteca Nacional, el Museo y Biblioteca de Ciencias Naturales y, sobre todo, las bibliotecas de las facultades.

Emilio destacaba cuatro cosas, que se podían conseguir sin dificultad, en los dos primeros museos: uno puede enterarse de las pinturas y esculturas que contienen, mediante un catálogo, es posible encontrar inmediatamente una obra determinada, la puede examinar con comodidad y aisladamente, y hay facilidad para copiarla. Del Museo de Reproducciones dice: “Las facilidades para el público llegan a su máximo: está abierto a todas horas, los pedestales de las esculturas son movibles a mano (…) y, por añadidura, el director da en el mismo local frecuentes conferencias sobre las obras que allí se contienen y la historia del arte. Es el director modelo que, verdadero amante de la cultura, pone lo posible de su parte para extenderla”. Sin embargo, en la Biblioteca Nacional ocurre todo lo contrario: su contenido es secreto, no hay catálogos ni índices por orden de materias y los que hay por orden de autores no son asequibles al público… Bastante dolido, prosigue diciendo el autor: “Está prohibida la investigación bibliográfica. Esta monstruosidad bastaría, por sí sola, para provocar una revolución en un país en que la gente tuviese algún interés en estudiar”.

En este plan, se queja de que no compran publicaciones científicas modernas y enumera una serie de obstáculos que el reglamento pone, entre el ciudadano y la cultura: “La obra no se sirve si no está encuadernada, no se pueden servir dos obras a la vez; la adquisición de cada tomo exige una serie de trámites y paseos admirablemente calculados para hacer perder tiempo al concurrente”. Emilio también se lamenta de que, mientras los bibliotecarios fuman, a los usuarios les está prohibido y “de darle los libros llenos de polvo, tirárselos como se tira una moneda a un organillero, prohibirle el uso el retrete... Al director y a sus subordinados les queda todavía un recurso supremo e infalible: negar la obra. ‘Esto no me conviene enseñárselo a usted’, es una frase que he oído al antiguo jefe de la Sección de Estampas, D. José María Sbarbi (q. e. p. d.)”. Recalca que, parte de estas prohibiciones, constan hasta con carácter general en el reglamento y se refieren a las obras puramente literarias. Y llega a esta conclusión: “Es decir, que la literatura moderna se puede negar siempre, la ciencia moderna suele no existir y de obras antiguas no hay derecho a averiguar la existencia”.   

El articulista acusa al director de la Biblioteca Nacional de que la monopoliza y utiliza de forma exclusiva para él y para sus subordinados. “Pero, a ése precio, impide la formación de muchísimos Menéndez Pelayos que, sin duda, habrían surgido si los medios de estudio no hubieran sido absorbidos por uno solo”. En idéntica situación se encontraba el Museo de Ciencias Naturales, mientras que las bibliotecas de las facultades estaban en peores condiciones: los bibliotecarios les dedicaban una o dos horas al día, una fracción de hora o nada, “si así les place. Ya no son públicas más que en teoría”, decía. Tal era el enfado de Emilio, con aquella situación de penuria y desidia de las instituciones culturales, que propone la privatización: “Hay que desamortizar los museos y las bibliotecas; los objetos y libros que encierran, están allí para que puedan estudiarlos todos los habitantes de España”. Finalizaba el artículo pidiendo que la desamortización la llevara a cabo el nuevo y entusiasta ministro de Instrucción Pública.

Museo del Prado



Un viajero romántico, del siglo XIX, iba más lejos todavía: dejó escrito que perdía una mañana en pedir un libro o un documento, y que la Administración del Estado tardaba unos tres meses en solucionar cualquier trámite. Al comienzo del siglo XX, la ciencia y la cultura española eran de pena: no hay más que leer la novela El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, publicada en 1911, para darnos cuenta del atraso secular de España respecto a Europa.  
 
Ha llovido mucho desde entonces y, a pesar de las carencias, en los pueblos normalmente hay una biblioteca,. Como anécdota, recuerdo que hace unos años en la Biblioteca Municipal del Salón le ponían una tablilla de madera a los periódicos, para que no se los llevaran, y que en los años setenta mi padre utilizaba mi carné de lector de esta biblioteca para sacar libros. Ha pasado un siglo desde que Emilio escribió su encendido artículo, en la prensa madrileña, quejándose sobre el pésimo estado de las bibliotecas y museos de España, aunque no debemos de olvidar que la Cultura sigue siendo la cenicienta en los presupuestos. Y menos mal que no se llevó a cabo la desamortización necesaria que pedía. Lo que sorprende también del artículo es la libertad con la que se expresa el autor, haciendo acusaciones muy fuertes. No sabemos si el director de la Biblioteca Nacional enviaría una extensa carta al semanario Nuevo Mundo, de muy señor mío, expresando su más enérgica protesta, o daría la callada por respuesta.

Posdata: En Granada tenemos las siguientes bibliotecas: Biblioteca Pública, de Andalucía, de la Universidad, de la Casa de los Tiros, de los Condes de Gabia y la del Salón, las bibliotecas municipales de los barrios, además de las bibliotecas de las facultades. En cuanto a los museos de Granada, cabe destacar entre otros: el Museo de la Capilla Real, el Arqueológico, el de la Alhambra, el de Bellas Artes, el Museo de la Casa de los Tiros, el de San Juan de Dios, el Museo del Parque de las Ciencias, etc. A todo esto, debemos añadir las bibliotecas y museos que están en manos de particulares, como el Museo de Ajsaris.

viernes, 14 de diciembre de 2012

BLANCA NAVIDAD


Plaza Bibrambla, en Navidad





En esta mañana de mediados de diciembre, se ve algo de bullicio en Granada, pues las mujeres aprovechan para ir de compras por los comercios del centro. En la calle Reyes Católicos, no deja de sorprender el tradicional pesebre encima de la marquesina de la joyería San Eloy. Fue el pasado año cuando unos cacos desaprensivos escalaron la fachada y se llevaron la figura del niño –que está en la cuna–, y días más tarde a San José, que ya traspasó la carpintería. Al doblar por la calle Príncipe, hay una tremenda cola para la lotería, como en los años del hambre y la que ahora se forma en las Urgencias del Hospital Clínico.

En la plaza de Bib-Rambla ya están los puestos que venden belenes, figurillas de pastores, carpinteros, pescadores, molineros, afiladores, panderetas, zambombas, adornos de Navidad y toda la pesca. “¿A cómo son las figurillas?”, pregunto. “A un euro, pero éstas son las últimas porque el fabricante cerró el negocio”, me dice el mulato de la caseta. Son casi las mismas imágenes que yo compré en Baza, allá por el 1966, sólo que entonces valían a peseta. Ocho duros me costó el belencillo, con su tío cagando y todo. Un grupo de turistas españoles hace corro en la plaza y, por un momento, pensé que era aquel pintoresco charlatán que lo mismo te vendía un braguero y además regalaba una manta. Por el Arco de las Cucharas se oye el canturreo de los villancicos: “Oh, blanca Navidad, nieve una esperanza y un cantar, recordar tu infancia podrás al llegar la blanca Navidad”. La música proviene de los altavoces que el Ayuntamiento ha puesto en la plaza de Bib-Rambla. Eso es, más villancicos y menos multas y controlando a los cuatreros. En la Romanilla, las castañas pilongas están a 2,10 el cuarto. ¿Y el kilo de granadas? “Por ser para ti, te las dejo a dos euros”, me dice el tío del puesto.

 Una vieja me pregunta por la plaza de la Trinidad: “Soy de Granada, pero hace mucho tiempo que no vengo…”. En la redicha plaza han escamujado los árboles y los estorninos ya no tienen donde refugiarse, porque gente sin alma destruyó sus nidos para construir viviendas. Antaño se vendían aquí los pavos de Navidad –creo que a duro– y los dejaban sueltos para que fueran picoteando, pero siempre había algún malafollá que les echaba un puñado de bellotas. Entonces los pavos se alborotaban y se mezclaban, y había que ponerlos en formación a varetazos. En Puerta Real han puesto un árbol de Navidad, dicen que como el de Nueva York. Pues ya está: Poeta en Nueva York. Desde que nos mandaron la leche en polvo a cambio de las bases, aquí siempre estamos copiando a los americanos. ¡Americanooos!

Da pena ver en Granada y, sobre todo, en los pisos de matrimonios jóvenes de los pueblos, el muñeco de trapo de Papá Noel, cargado con un saco a la espalda y trepando como los monos por los balcones y ventanas. Ahí tenemos el caso de la niña de seis años, que cayó desde un quinto piso mientras trataba de alcanzar un muñeco de estos, resultando con heridas muy graves. Hemos pasado de los camellos al reno, de los Reyes Magos al Papá Noel y del belén –que Carlos III trajo a España, en el siglo XVIII– al árbol de navidad de los países nórdicos. Ahora que con la democracia hemos ido recuperando nuestras viejas costumbres, nos quieren meter un consumismo rampante con unos figurantes que no tienen arraigo ninguno en España. A mediados del siglo XIX, el Santa Claus estadounidense pasó a Inglaterra y de allí a Francia. De manera que Santa Claus, Papá Noel y San Nicolás son los nombres con los que se conoce a este personaje. Y para los niños holandeses, resulta que San Nicolás llega procedente de España, a lomos de su caballo blanco y cargado de regalos de Navidad.
  
Estimo a Pérez Tapias y no le voy a pedir que valle la ermita de San Sebastián, sino que se pase cualquier domingo, a las 10:30 horas y oiga una ‘misa en familia’, allí donde Boabdil se rindió.  Hacía más de veinte años que yo no asistía a esta ceremonia y me sorprendió la sencillez. En nuestro país, la Navidad (natividad significa nacimiento y en los pueblos todavía se le llama el Día del Nacimiento) y Reyes son las fiestas más tiernas del año, donde las familias se reúnen, y también las más nostálgicas, pues nos trasladan a esa edad de oro que fue nuestra infancia. Y a veces, las más tristes. Que sigan montando belenes en el Ayuntamiento, en San Rafael o en Pinos Puente, y que resuenen los villancicos en el Dani. Pero que no nos vendan a Papá Noel. Y como decían nuestros padres, les deseo unas felices Pascuas y un próspero año nuevo.

Artículo publicado en La Opinión de Granada, el 22 de diciembre de 2006


Posdata: la ermita de San Sebastián estaba prácticamente abandonada y con las paredes pintarrajeadas. Tiempo después la restauraron. El árbol de Navidad ahora lo ponen en la plaza de Bib-Rambla (hay quien escribe todavía Bibarambla, como antiguamente), un armatoste en forma de cono, que luce muy bien por la noche.

domingo, 2 de diciembre de 2012

LAS VIEJAS ESCUELAS



Grupo Escolar Francisco Franco, años cincuenta


 




 Hoy he vuelto a recordar aquella mañana en que mi madre me llevó por primera vez a las viejas escuelas, pero la imagen que tengo me cuesta trabajo atraparla, porque es ya como una deteriorada película en blanco y negro, archivada en el álbum del tiempo. La clase daba a la calle del Agua y la recuerdo casi en la penumbra, con un crucifijo clavado en la pared, en medio de los retratos de Franco y del fundador de la Falange. Había unos viejos bancos de madera y algunos pupitres, con un agujero para el tintero y salpicados de manchas de tinta. Pero ese día todo se me antoja bastante extraño y confuso: la mirada distante, las voces sonoras y los gestos grandilocuentes de los maestros; el griterío de los niños en el patio, el tumulto de los pasillos, el silencio y la cantinela de las clases: “dos por dooós, cuatro...”. No podía imaginar que había entrado en un mundo diferente y desconocido hasta entonces para mí, y creo que ésta fue la primera vez que algo me separaba del mandil de mi madre.

Al maestro apenas sabría describirlo, pero después de darnos unas cuantas explicaciones a los dos novatos que entramos ese día, nos señaló una destartalada pizarra: “Éstas son las cinco vocales... Tenéis que copiarlas en vuestras libretas”, debió decirnos. Nosotros estábamos allí medio asustados y, claro, no sabíamos hacer ni la ‘o’ con un canuto. El caso es que el maestro nos dejó sin recreo. Y, cuando los dos ‘caguetas’ nos vimos encerrados en aquella celda, el mundo se nos vino encima: “¿Adónde se habrá ido mi madre?”, debimos pensar, en medio de un mar de sollozos. Éste fue mi primer ‘desencuentro’ con la escuela y, desde entonces, procuraba huir de los libros como alma que se lleva el diablo, porque me costaba un montón aprenderme aquellos conceptos tan raros, o hacer las cuentas en mi pizarrilla negra. Otro día mi padre me llevó a correazos hasta la puerta de las escuelas, porque hacía novillos. También me obligaba a escribir con plumilla, diariamente, una plana de un viejo manuscrito del siglo XIX, para que aprendiera aquella letra bastardilla: “Cómo comprendo que el hombre...”. El siguiente maestro fue don Eloy, el cual se ganaba la vida dando clases particulares.

Recuerdo que entonces aprovechábamos los recreos para avivar el braserillo de cisco. Cada niño tenía una lata grande de sardinas, agujereada por abajo y enganchada con unos alambres. Le dábamos vueltas como si fuera una honda, hasta que salían las ascuas. Luego, en clase era digno de ver a cada niño con los pies encima de su lata de sardinas, mientras que los sabañones en las manos y en las orejas estaban a la orden del día. Por lo demás, la jornada transcurría entre algún reglazo mañanero, tardes de novillos y noches de zapatilla. Luego vino don Pedro, que nos medía las espaldas con la correa de cuando en vez; y don Emilio, que era un hombre sencillo. También rememoro a doña Carmen, que murió hace dos años en Granada, en medio del olvido. Don Miguel nos cosía a dictados y hacía un corro para la lectura. Y a veces nos restregábamos las manos con ajo porros pensando que así no nos dolerían los temidos reglazos. ¡Pero que si quieres, Catalino! Un día, al Lozar se le escaparon los gorriones del bolsillo en la escuela de don Bartolomé. Y a las cinco de la tarde, cuando nos llevaban a la iglesia para el catecismo, pedíamos permiso para orinar. Había que ver a aquellos galopines orinando en las tapias y, como una bandada de pájaros, salíamos pitando por el callejón abajo, huyendo del mundo, del demonio y la carne. Pero quizá aquellos dictados y lecturas nos preservaron del empobrecimiento cultural que sobrevino unos años más tarde.

Recuerdo a los maestros de entonces con las manos llenas de tiza y explicando en una vieja pizarra negra, o bien, nos hacían aprender con cantos la tabla de multiplicar. Así lo inmortalizó Antonio Machado en ‘Recuerdo infantil’: “Y todo un coro infantil / va cantando la lección: / ‘Mil veces ciento, cien mil; / mil veces mil,  un millón’. / Una tarde parda y fría / de invierno...”. También, el lema preferido de don Andrés Manjón era ‘enseñar deleitando’. Fuimos muchas las generaciones de españoles que aprendimos cantando en las escuelas, pero hoy ya no canta la alondra ni el ruiseñor. Aquellas canciones de la niñez en los años sesenta se desparramaban por las ventanas del colegio; y, junto a los juegos en el recreo, eran las únicas notas de alegría en la vida oscura y mísera de los perdidos pueblos de Andalucía.


Pero la vida a veces guarda sorpresas agradables. El año pasado me dijo un conocido: “Mi hermano Andrés fue tu primer maestro. Tu madre te apuntó a su escuela, a pesar de que todavía no tenías la edad”. Por eso, siempre tendremos una deuda pendiente con ellos, pues, a su manera, nos enseñaron las primeras letras y las cuatro reglas; a amar los libros y la lectura y, a través de ellos, asomarnos al mundo... Lo cierto es que trataron de hacer con nosotros unos hombres y mujeres más instruidos y libres. Y es que para ser maestro es necesario tener una buena dosis de paciencia y generosidad. Pero las viejas y frías escuelas de Castilléjar ya no existen –ahora se encuentra allí el Ayuntamiento–, aunque perviven en nuestra imaginación de niños. Y de aquellos primeros años de ilusión, de travesuras, de correndillas y pescozones, sólo nos queda el nostálgico recuerdo de la memoria y una triste fotografía. 


Posdata: Las viejas escuelas ganó el primer premio del Tercer Concurso de Artículos Periodísticos, del Ilustre Colegio de Gestores Administrativos de Granada, Jaén y Almería, del año 2003.