martes, 21 de enero de 2014

DOMÍNGUEZ ORTIZ, ONCE AÑOS DESPUÉS








Recuerdo que aquel gélido día, del 21 de enero del 2003, Granada se despertó huérfana con la muerte del historiador Antonio Domínguez Ortiz. Como un suspiro han pasado ya once años y, tras las frases solemnes y sentidas del día del entierro, ¿qué recuerdo nos queda del ilustre investigador? En fin, ya se sabe que las alabanzas son huecas y grandilocuentes, pero la memoria suele ser corta. Por aquellos días, el historiador Juan Pablo Fusi definía así a Domínguez Ortiz: “Su sencillez y falta de pedantería lo convierten en un ejemplo de intelectual”. La escritora Pilar Mañas lo recordaba como un hombre que nos explica la Historia con la sencillez de los sabios. Y la académica e historiadora, Carmen Iglesias, señalaba que “es un maestro irrepetible. Supo hacer accesible al gran público su trabajo de años en los archivos”.

En el año 2000, Domínguez Ortiz publicó su último libro, España, tres milenios de Historia; pero en el prólogo ya advertía: “Escribo estas páginas, con cierto aire de testamento literario... responden a una necesidad, satisfacen unas aspiraciones, llenan un vacío; el vacío que deja la ausencia de una auténtica enseñanza histórica en los actuales planes de estudio de la enseñanza obligatoria”. Y se quejaba de que el nuevo plan de enseñanza era malo, “porque ha destruido la personalidad de la Historia, que se ha metido dentro de un área de Ciencias Sociales”. Lo ilustraba con el ejemplo de que tenía más importancia la Revolución de Asturias que la pérdida de América. Pero, a continuación, añadía: “Eso es un absurdo total. Lo importante de la Historia de España es aquel período en que ésta es universal, y eso es lo que interesa y lo que los extranjeros aprenden”. Como no podía ser menos, reivindicaba las tradiciones de los pueblos, pues decía que se había creado “una polémica artificial” con la Toma de Granada.

¿Por qué los granadinos –pregunto yo–, tenemos que renunciar a nuestras tradiciones o avergonzarnos de nuestro pasado histórico? ¿Acaso renuncian a sus costumbres y fiestas ancestrales los árabes, hebreos, ingleses...? Todos los pueblos procuran conservarlas bajo siete llaves y, si no, ahí están las conmemoraciones de las batallas de Trafalgar, Normandía, Waterloo....,  con su aire festivo: lanzando vivas y pegando unos cuantos cañonazos. Los franceses están muy orgullosos de Carlos Martel –el abuelo de Carlomagno–, que derrotó a los árabes en la batalla de Poitiers y detuvo el islam. Cuando Granada fue tomada, el 2 de enero de 1492, toda la cristiandad celebró la victoria, las campanas repicaron por toda Europa, pues unos años antes había caído Constantinopla en poder de los turcos.

El Islam fue expulsado definitivamente de Europa, aunque yo no discuto que los árabes fueron los más avanzados de su época y que los mejores monumentos de Andalucía los construyeron ellos, ni pongo en entredicho que estuvieran cerca de ocho siglos en la Península, que muchos españoles lleven apellidos de ellos y que el 20% de nuestro vocabulario tenga origen árabe. Hay una época de la historia que me gustaría vivir para conocer a los personajes de los Reyes Católicos (Fernando fue el político hábil que incumplía sus promesas, e Isabel destacó por su tesón y fervor religioso); a Boabdil que ha sido un personaje maltratado por la historia, y no digamos a Cristóbal Colón, que también murió en la miseria y despojado de sus títulos. España fue el primer Estado de Europa y Granada le debe mucho a los Reyes Católicos (quisieron que los enterraran aquí), pero quienes critican la Toma es que no conocen nuestra historia. Cuando el rey Felipe II miraba el cuadro de sus abuelos, los Reyes Católicos, exclamaba: “A ellos se lo debemos todo”. Pero es una desgracia que los extranjeros tengan que reescribir nuestra Historia.

Domínguez Ortiz, siguiendo a Sánchez Albornoz, estaba convencido de que la unidad de España es algo reconocido desde la antigüedad. Pero, ya en el 2002, barruntaba el peligro de que se volviera a romper el Estado español: “Con la Constitución que tenemos hay amenaza de resquebrajamiento, porque fomenta las divisiones, las autonomías y los particularismos. La lección que debemos sacar, es que hemos llegado al límite y que, más allá, no hay nada más que la destrucción de España”. Y lanzaba un aviso a navegantes: “Las discusiones sobre ampliar la Constitución, hacerla más flexible y aumentar las atribuciones a las comunidades, conduce directamente a los reinos de taifas”. ¿Hace falta recordar lo que ya decía el abuelo de Maragall en su tiempo?: “¡Adiós, España!”. El titiritero de Artur Mas quiere la independencia de Cataluña y Rubalcaba, para salvarle la cara al Partido Socialista Catalán de Pere Navarro, pide la reforma de la Constitución para reconocer los privilegios de los catalanes. Once años después, los pronósticos de Don Antonio siguen vigentes.

Todos coinciden en que Don Antonio fue, ante todo, un hombre honesto: “La historia de España está sujeta a discusión y, a lo único que se puede aspirar, es que las personas de buena voluntad interpreten las cosas rectamente y no con un sentido partidista, que es lo que muchas veces sucede”. Incluso se sentía orgulloso de que, Pierre Vilar y él, estaban de acuerdo en casi todo. El historiador debe ser como el notario que levanta acta del pasado, y no como esos intérpretes sectarios que se arriman al sol que más calienta. Pero, cuando uno se pone a releer la Historia de España, te entran ganas de llorar por los malos gobernantes que ha tenido y que, casi siempre, apostaron a caballo perdedor. Y sin embargo, cuanto más la conoces, más amas a tu patria. ¡Triste de ti, España! Te sobran salvapatrias y te faltan gobernantes mediocres, que siquiera tengan algo de sentido común.

Me llamó la atención que la revista valenciana Historia Social (número 47, de 2003), le dedicara un monográfico a Domínguez Ortiz –lo tenían planificado para antes de su muerte–, y quizá por ello me decidí a dedicarle este humilde artículo, a pesar de considerarme un profano de la Historia. El mejor homenaje que le podemos dedicar se resume en esta frase del dramaturgo, José Martín Recuerda, con motivo de la muerte del historiador: “Fue mi profesor en el Instituto Padre Suárez. Yo era un muchachillo, pero me hice amigo de él y me enseñó a amar la Historia”. Creo que los granadinos tenemos una deuda pendiente con Don Antonio, un maestro de la Historia sencillo, sabio y prudente. ¡Ay, de la mi Granada, tan cicatera y sin memoria!


viernes, 17 de enero de 2014

Y EN EL BALCÓN AQUEL

Amelia y su marido Felipe 






      Lo único que deseaba era que aquel año de gracia de 1999 terminara cuanto antes, pues había tenido una racha de mala suerte. Y agazapado como los gatos, esperaba pacientemente a que el tiempo escampara. En agosto me fui a Castilléjar a pasar unos días, pues llevaba una temporada sin ir. Visité a Amelia, a quien no veía desde hacía bastantes años, y la encontré sentada en el balcón de su casa. Me recibió igual que siempre, como si fuera de la familia, pero era ya una sombra de lo que fue. Se encontraba tan mal de salud, que me dijo: “¡Cuando vengas para el año que viene, yo ya no estaré!”. Me quedé sin saber qué responder, pues hay que tener valor para decir esto: “De todas formas yo me pasaré y, si no estás, eso ya es cosa tuya”, le dije, medio en broma. Me llamó la atención la lucidez y entereza de aquella mujer, la bondad de su alma y, sobre todo, su hablar dulce. Todavía recuerdo su cálida voz. Pero Amelia se encontraba en ese tramo de la vida que sólo espera a que pase el último tren. Es más, sabe que ya ha salido de la estación y que tiene sacado el billete: “¡Viajeros al tren! ¡Aquellos que hayan nacido en mil novecientos...!”. Y así, en cuanto llegan a su destino, los van recogiendo a puñados, por quintas. ¡Vamos, señores, que nos vamos!


Primero, la enfermedad se va cebando con ellos y los malea un poco. Y cuando llega el día en que se acobardan, se mueren de pena. ¡Ése es su triste remate! Es el aviso de que les queda poco tiempo: “La mamá lleva unos días en que apenas habla”, me dijo mi hermano Raúl antes de que ocurriera lo inevitable. Sin embargo, ahora parecía que ya todo le daba igual a Amelia pues la muerte significaba una liberación. Hacía tiempo que había aceptado el reto, con esa dignidad que a veces tienen las mujeres... Unos años antes me había hecho esta confesión: “Oye, ¿sabes que tu padre y yo fuimos medio novios? Pero, mira por donde, tu madre supo ligárselo” (Amelia y mi padre eran primos hermanos). Así de sencilla y espontánea era. Y allí dejé a Amelia aquella noche calurosa y triste de agosto: sentada en la silla de su balcón y en medio de la soledad de su alma, esperando el momento de la partida. ¡Ya con el pie en el estribo...! Y la paloma no se equivocó: murió dos meses más tarde. Pero su melosa voz seguía resonando en mi torpe conciencia: “... ya no estaré para el año que viene”. Fue entonces cuando me acordé de los versos de Juan Ramón Jiménez: 



  Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
             y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco...




De mi novela 'Diálogos en la tierra de los ríos', 2003