Amelia y su marido Felipe |
Lo único que deseaba era que aquel año de gracia de 1999 terminara cuanto antes, pues había tenido una racha de mala suerte. Y agazapado como los gatos, esperaba pacientemente a que el tiempo escampara. En agosto me fui a Castilléjar a pasar unos días, pues llevaba una temporada sin ir. Visité a Amelia, a quien no veía desde hacía bastantes años, y la encontré sentada en el balcón de su casa. Me recibió igual que siempre, como si fuera de la familia, pero era ya una sombra de lo que fue. Se encontraba tan mal de salud, que me dijo: “¡Cuando vengas para el año que viene, yo ya no estaré!”. Me quedé sin saber qué responder, pues hay que tener valor para decir esto: “De todas formas yo me pasaré y, si no estás, eso ya es cosa tuya”, le dije, medio en broma. Me llamó la atención la lucidez y entereza de aquella mujer, la bondad de su alma y, sobre todo, su hablar dulce. Todavía recuerdo su cálida voz. Pero Amelia se encontraba en ese tramo de la vida que sólo espera a que pase el último tren. Es más, sabe que ya ha salido de la estación y que tiene sacado el billete: “¡Viajeros al tren! ¡Aquellos que hayan nacido en mil novecientos...!”. Y así, en cuanto llegan a su destino, los van recogiendo a puñados, por quintas. ¡Vamos, señores, que nos vamos!
Primero, la enfermedad se va cebando con ellos y los
malea un poco. Y cuando llega el día en que se acobardan, se mueren de pena.
¡Ése es su triste remate! Es el aviso de que les queda poco tiempo: “La mamá
lleva unos días en que apenas habla”, me dijo mi hermano Raúl antes de que
ocurriera lo inevitable. Sin embargo, ahora parecía que ya todo le daba igual a
Amelia pues la muerte significaba una liberación. Hacía tiempo que había
aceptado el reto, con esa dignidad que a veces tienen las mujeres... Unos años
antes me había hecho esta confesión: “Oye, ¿sabes que tu padre y yo fuimos
medio novios? Pero, mira por donde, tu madre supo ligárselo” (Amelia y mi padre
eran primos hermanos). Así de sencilla y espontánea era. Y allí dejé a Amelia
aquella noche calurosa y triste de agosto: sentada en la silla de su balcón y
en medio de la soledad de su alma, esperando el momento de la partida. ¡Ya con
el pie en el estribo...! Y la paloma no se equivocó: murió dos meses más tarde.
Pero su melosa voz seguía resonando en mi torpe conciencia: “... ya no estaré
para el año que viene”. Fue entonces cuando me acordé de los versos de Juan
Ramón Jiménez:
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco...
De mi novela 'Diálogos en la tierra de los ríos', 2003
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