jueves, 13 de diciembre de 2018

ENRIQUE VILLAR YEBRA, SIEMPRE


Retrato de Villar Yebra







Hace un año que murió Enrique Villar Yebra y recuerdo que, al día siguiente, cuando lo llevaron a enterrar, estaba lloviendo a cántaros. En Granada caía el agua a cántaros. Pero de su muerte callada, apenas si se enteró la ciudad a la que tanto quiso. La pianista Esperanza Gálvez me enseña, con orgullo, un dibujo a lápiz que le hizo el pintor en la terraza de su casa, con la iglesia de San Matías al fondo. Esperanza vio a Villar Yebra unos días antes de morir: “Estaba de mal humor y algo rabioso, porque tenían que llevarlo en una silla de ruedas. Me lo encontré sentado en la cama, muy derecho, y le dije: ‘¿Qué haces, Enrique?’. Le di muchos besos y a él también le dio mucha alegría. ‘Estoy perdiendo mucho con esto de estar sin el saxofón’. Y no hablaba de otra cosa que no fuera que le habían quitado el saxofón”. Pasó los últimos días de su vida en la residencia de ancianos de la Casa de los Pisa: “Allí tenía su cama y su silla”, cuenta con pesadumbre Esperanza.


El carácter generoso y altruista de Villar Yebra se resume en esta frase de su revista “Granada siempre”: “Demasiado hago con sacar estos papeles a mi costa; lo que conlleva con el trabajo, sacrificios y privaciones de placeres mundanos y naturales”. A Eloísa Planells, directora de la Biblioteca Municipal del Salón, le brillan los ojos cuando habla de Villar Yebra, con quien tenía una gran amistad. Señala que “era austero y algo desaliñado en el vestir”. Y cuando rememora aquellos momentos, confiesa: “Aunque ya empezaba a fallarle la memoria, Enrique murió lúcido... ¡Aquella noche lo velamos el conserje y yo!”. Pero al día siguiente, al sepelio del pintor romántico de Granada, solamente fueron unas pocas personas. “No hubo personalidades, es cierto; pero Enrique tampoco los hubiera echado de menos. Allí fueron sus amigos de verdad, los que él apreciaba”. Y como si meditara en voz alta, concluye Eloisa: “¡A Enrique le hubiera gustado ese entierro!”. Pero antes de morir, donó sus libros a la Biblioteca Municipal del Salón. El pintor, que solía decir que iba a la ‘búsqueda de temas’, tuvo un sepelio barojiano como Fernández Almagro y Pedro Antonio de Alarcón; y como Mozart en una fría y lluviosa mañana de diciembre.








De entre los libros que escribió, quizá “El casco antiguo de Granada” sea el más leído. Nadie como él dibujó tanto sus calles y defendió con uñas y dientes hasta sus últimos rincones: muchos de ellos desaparecidos por la especulación, la connivencia y el desarrollismo. Enrique gusta por su sencillez y porque sus dibujos destilan ternura. Están llenos de naturaleza y de figuras humanas imprecisas que pasan de largo; o bien, son mujeres que se entretienen encendiendo un braserillo de picón en la calle o tendiendo la ropa. Son verdaderos “paisajes humanos”. El concejal Jesús Valenzuela y el director de Cultura, José Antonio Martín Villena, han ofrecido una sala del Centro Cultural Gran Capitán para montar una exposición de pinturas de Villar Yebra. Eso es lo que me han dicho. Todo dependerá de que los particulares se animen y cedan sus cuadros. “¡Es lo que tiene que hacer el Ayuntamiento!”, comenta José Antonio Mesa, editor y albacea del artista. Son muchos los granadinos que esperan ver una exposición de Enrique con motivo del aniversario de su muerte. Granada se lo merece.

En la calle Honda del Realejo –vivía en un piso– “sólo quedaba un camastro, un armario y una mesita de noche”, confiesa Eloísa con cierta resignación. Toda su ambición y gloria se reducía a estos trastos, mientras uno piensa que Villar Yebra tenía el alma de un cartujo. Cuando una mañana me pasé por allí, las persianas del balcón estaban echadas y en la puerta nada indicaba que allí hubiera vivido un dibujante enamorado como pocos de su tierra. En este artículo suyo de 1990, comienza preguntándose: “¿Qué ha sido de aquel espléndido paisaje del Albaicín, desde la Cruz de la Rauda? Se secaron las pitas y las chumberas, cortaron los cipreses de la calle de San Martín y desaparecieron los huertecillos encantadores (...). Al parecer no hay remedio: el destrozo del paisaje urbano más castizo de Granada sigue adelante...”. Sin embargo, él se consolaba diciendo: “Yo tenía que haber nacido un siglo antes”.







Su libro “Impresiones de Granada” –donde reúne las mejores ‘plumillas’, incluidas las que publicó en IDEAL– se ha convertido en la memoria gráfica de la ciudad: “Casa morisca del siglo XVIII. Todo desaparecido hace tiempo, destrozado por la barbarie, la desidia y la inoperancia de los organismos oficiales”. Es la Granada que se fue para siempre, pero que Villar Yebra supo plasmarla con su pincel. Y acurrucado como un gato –como esos gatos negros que solía pintar–, la contemplaba en silencio desde el lavadero de la Puerta del Sol. Es el paisajista que va descubriendo con la mirada esos apartados rincones callejeros; el que perfila los detalles con unos cuantos trazos –impresionismo–, mientras capta el ambiente. Él fue quien inmortalizó las estrechas calles del Realejo –esas ‘encrucijadas’ que veo a diario- y del Albayzín. Era el pintor de las iglesias y espadañas, de las viejas locomotoras de vapor, de los añorados tranvías y de las chavicas guapas. Mozart, Alarcón –descansan en unas tumbas anónimas– y Villar Yebra –le quitaron el  saxofón en vida– hicieron su último viaje en medio de un silencio clamoroso.


Posdata: la exposición de sus cuadros y artículos se llevó a cabo unos meses después. Fue antológica, la mejor que realizó el concejal Jesús Valenzuela, y la comisaria no podía ser otra que Eloísa Planells. Hace poco más de un mes me encontré con Valenzuela y me dijo que organizó la exposición porque yo se lo indiqué. Debo señalar con tristeza que, en Granada, se han olvidado completamente del pintor Enrique Villar Yebra, la Asociación de Vecinos del Realejo iba a poner un monolito en la Plaza del Realejo, en recuerdo del pintor (por suscripción popular), pero se olvidaron pronto del proyecto. Este artículo fue publicado en IDEAL de Granada, el 13 de diciembre de 2002.