viernes, 29 de noviembre de 2013

TARDE DE NOVIEMBRE CON ÁNGEL GANIVET


Ganivet pintado por Ruiz Almodóvar







Como todos los años, me he acercado al viejo cementerio de San José a rezarle a mis padres, a visitar las tumbas de los amigos y, de paso, a echar un rato con Ángel Ganivet, el de ‘Granada la bella’. Él se alegra mucho cuando me ve aparecer y allí pasamos largas horas charlando como viejos amigos, aunque han pasado ya 115 años de su trágica muerte: “Voy a hablarte de Granada, o mejor dicho, voy a escribir sobre Granada unos cuantos artículos para exponer ideas viejas con espíritu nuevo, y acaso ideas nuevas con espíritu viejo”. Cuando el de la Cofradía del Avellano empieza así, yo me quedo escuchándolo como embobado:

 “Para embellecer una ciudad –siguió diciéndome– no basta crear una comisión, estudiar reformas y formar presupuestos; hay que afinar al público, hay que tener criterio estético, hay que gastar ideas”. Y ya fue directamente al grano: “Empecemos por el alumbrado. Cómo crees tú que es más bella Granada: ¿alumbrada con aceite, con gas o con luz eléctrica? Ten en cuenta que la luz eléctrica se lleva hoy la palma y todas las ciudades se aprestan gozosas a recibir la nueva luz”. Entonces le recordé la anécdota de que, cuando se inauguró en Granada el alumbrado de gas, los partidarios del aceite pusieron el grito en el cielo y apedrearon las farolas, incluso persiguieron a los alumbradores. “Allí –le dije–, hubo unas escaramuzas entre los tíos del gas contra los zascandiles del candil que, afortunadamente, no fueron a mayores”. Pero, ahora, Ganivet adoptó ese aire taciturno, que tanto le caracteriza:

 –Yo llegué a Finlandia y vi que era muy triste, que nevaba sin parar y hacía mucho frío en la calle. Mi casa estaba cerca del mar, en un sitio que a mí me pareció semejante a la Alhambra, a los Mártires: un bosque, cuyos árboles estaban muertos y enterrados en nieve, cerca de un mar inmenso. El bosque era la Alhambra, el mar la Vega y el balcón de mi casa, el balcón del Paraíso. En tan poco propicias circunstancias, tuve necesidad de hacer algo para matar el tiempo y fragüé mis catorce artículos. Uno por día, pero quedaron reducidos a doce.


  Traté de sacarlo de su pesimismo, y le pregunté: “Oye, Ganivet, cada vez que llega un partido al Gobierno de España, lo primero que hace es sacarse de la manga su ley de Educación, y así llevamos ya seis leyes en 27 años. Pero lo cierto es que los españoles estamos a la cola en Educación y somos el hazmerreír de Europa. Tú, ¿qué piensas de esto?”. Pero ni siquiera me dio tiempo a terminar: “En España se han creado cátedras de gimnasia a expensas del Latín; pronto se crearán escuelas de telefonistas a expensas de la Facultad de Filosofía. Si un maquinista llega a descubrir una válvula de seguridad, cerramos la mitad de las universidades; y si cualquier desocupado, por casualidad, descubre la dirección de los globos, nos dedicamos todos a volatineros...”. “Está visto –le interrumpí– que las Humanidades en el futuro sólo van a servir para recoger el polvo de las bibliotecas, y poco más”. Como sé que es un buen conocedor de los aguadores, le pedí que me hablara de ellos, pero no me atreví a decirle que apenas si corre un hilillo de agua por la otrora famosa fuente del Avellano, que, como decía el poeta,  "límpida y riente corre en verano”.

 –Mira, ése que ves ahí –debió, sin duda, de confundirse, porque señaló al guarda del ‘Señor del Cementerio’–, es un aguador de aluvión, que de seguro no sabe llevar la garrafa, la cesta de los vasos y la anisera. El verdadero aguador se compenetra con estos tres elementos hasta tal punto, que huele donde tienen sed, pregunta, y con sus pregones despierta el apetito: “¡Acabaíca de bajar la traigo ahora! ¡Fresca como la nieve! ¿Quién quiere agua? ¡Nieve, nieve! ¿Qué frescura de agua! ¡De la Alhambra!, ¿quién la quiere? ¡Buena del Avellano, buena! ¿Quién quiere más?, que se va el tío”. 

 Yo me reía viendo cómo los imitaba, pero, al pronto, puso el semblante serio y empezó a hablar del brasero, del velón y del candil en el antiguo hogar: “Poned un foco eléctrico y una estufa que ilumine y caliente toda una habitación por igual, y habréis dado el primer paso para la disolución de la familia…”. Se me hacía tarde, pero antes quise contarle un secreto: “¿Tú sabes cuál es el mejor negocio que hay en Granada? Pues…, que donde hay una alameda o un sembrado, te plantan una urbanización”. Y entonces le recité de memoria la célebre frase suya: “Mi Granada no es la de hoy: es la que pudiera y debiera ser, la que ignoro si algún día será”. Ganivet se sintió halagado con esto, pero allí lo dejé, en su triste y blanca sepultura, mientras musitaba su ‘Canción extraña’: "Yo soy la sombra que corre desolada; / amor que va ciego y mudo por el mundo, / soñando en la niña blanca... / Dormís soñando en la muerte / y la muerte está lejana. / Despertad, que ya se acercan / las frescas luces del alba”. 


Posdata: Ganivet fue nombrado cónsul en Riga (Letonia), en 1898. Tras una crisis espiritual y abandonado por su compañera sentimental, Amelia Roldán, cayó en una profunda depresión y le afectó también el ‘Desastre del 98’ (le habían diagnosticado manía persecutoria). El 29 de noviembre se arroja por dos veces, desde el barco, al rio Dvina, acabando ahogado en sus frías aguas. En 1925, sus restos fueron trasladados al cementerio de San José, de  Granada, en medio de un gran  recibimiento. Por eso, cada 29 de noviembre, la ‘Asociación Granada Histórica’ celebra un acto de homenaje a Ángel Ganivet. En el 2003 me invitó su presidente, entonces César Girón, y leí un escrito, después de intervenir el periodista Enrique Seijas. Ese año se hizo una ceremonia conjunta con la asociación del poeta Manuel Benítez, que está enterrado a escasos metros del escritor granadino y también falleció por estas fechas. Recuerdo que fue una ceremonia memorable, en medio del silencio de los cipreses y el frío intenso de aquella mañana de noviembre.

lunes, 25 de noviembre de 2013

LOS GUARDIANES DE LA MISERICORDIA




Los fossores en el cementerio de Guadix, años sesenta


 

 





Recuerdo que en los años sesenta dormían sobre unas tablas de madera, recubiertas con una estera de esparto y una piel de oveja, y que se levantaban a las cuatro de la madrugada a hacer sus oraciones. Hace unos días me acerqué al Retiro de San José, donde una placa de mármol blanco en la fachada recuerda al visitante: “En el año del Señor de 1953, bajo el glorioso pontificado de Pío XII..., nació en esta casa-cueva la religión de los Hermanos Fossores de la Misericordia para gloria de Dios, de su bienaventurada madre y de las benditas ánimas del purgatorio. Para perpetua memoria de las generaciones venideras. Guadix 15-8-1967”.

 Hoy siguen viviendo en las humildes celdas de entonces, pero al menos ya disponen de un camastro en condiciones. “En aquellos años, la vida monástica era bastante dura”, me dice el hermano Alberto, el superior general de los fossores. Luego me presenta a un anciano de 82 años, que va en un carrillo de ruedas: “Éste es Fray José María de ‘Jesús Crucificado’, el hermano fundador de la orden. Hace tres años que le dio una trombosis y tiene medio cuerpo paralizado”. Está de lado y me da la mano. Pero no dice nada. Ni siquiera me mira. ¿Cómo va a mirarme? Cuando vuelvo a observar el perfil de su cara en la penumbra, compruebo que está llorando en silencio. Precisamente él, que ha vivido como un ermitaño en el desierto desde hace casi cincuenta años: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.

“Ha llorado por la emoción –me aclaró después el hermano Alberto, y me dijo-: Él estaba de maestro de novicios en la Ermita de Córdoba y, leyendo el ‘Libro de Tobías’, vio que faltaba por hacer esa obra de misericordia, como es enterrar a los muertos. Con esta actitud piadosa, damos un testimonio de vida cristiana allí donde muchos creen que con la muerte se acaba todo”. ¿Cómo fue tu vocación religiosa? “Bueno, yo quería ser misionero como mi hermana, pero conocí a los fossores en Logroño, donde tenemos otra casa. Mi padre estuvo bastante tiempo sin hablarme y ni siquiera vino a la toma de mi hábito de monje; hasta que aceptó la situación. Mi madre, en cambio, fue más comprensiva. Recuerdo que se echó a llorar y me dijo estas palabras: ‘¡Hijo, yo lo único que quiero es que tú seas feliz!’”.

Quedáis solamente once fossores y, como dice el verso de Fray Tobías, ya no hay manos que toquen la campana del cementerio de San José. ”Pues, entonces –me responde sin titubear-, que el último cierre la puerta”. A la una de la tarde, me invitó a comer este hombre campechano y afable, que no oculta su simpatía por Leonardo Boff, el ‘teólogo de la Liberación’. Fray Antonio es el monje más antiguo y Fray Hermenegildo es ‘un arquitecto’, porque, con la sola ayuda de un albañil, hizo posible el milagro de construir la capilla de San José. Con Antonio Abril se cumple aquello de que fue cocinero antes que fraile. Es además presidente de la ONG ‘Emaús’, que tiene un comedor social de ayuda al necesitado, en Torremolinos. En fin, que en el humilde refectorio hicieron que me sintiera como uno de ellos, y allí yantamos como Dios manda. 

En la paz del convento y en medio del silencio de la noche, se puede observar el furtivo vuelo de una lechuza, barruntar el continuo trasiego de las ánimas del purgatorio o sorprender a un ermitaño escribiendo unos versos nostálgicos en la madrugada. A Fray Tobías le dieron el primer premio de poesía en Logroño con su ‘Padre nuestro ecológico’: “Padre nuestro que estás en el cielo./ Y en el aire,/ y en el suelo,/ y en la risa de un niño inocente./ En el puro cristal del ambiente,/ en la brisa,/ en el color./ Padre nuestro y Dios del amor,/ en tu gran esplendor y belleza/...”. Los monjes visten un hábito de color marrón con capucha, parecido al de los franciscanos y capuchinos, pues no en vano la pobreza les une. Renunciaron a todo bien material refugiándose en una cueva, entre las tapias del viejo cementerio, por lo que mayor humildad y sacrificio no se puede pedir: Dios se encuentra en la pobreza. Anoto que son las seis en punto de la tarde cuando los fossores reciben a la comitiva fúnebre: “Estamos aquí reunidos para dar sepultura a nuestra hermana...”. La difunta es una monja de ‘los Ancianos Desamparados’ y las religiosas, apiñadas, sostienen el ataúd con las manos. Poco después, la comitiva avanza lentamente mientras los frailes, en voz alta, van rezando los salmos: ‘De profundis’ (Desde el fondo del abismo clamo a ti, Señor) y ‘El Miserere’ (¡Misericordia, Dios mío!). Al final, bendicen el sepulcro y todos entonamos ‘El Resucitó’ de Argüelles.

 “¡Forastero, no llevan alforjas ni zurrón,/ frailes limosneros y mendicantes tampoco son!/ Guadix bien vale un entierro cantado./ ¡Que te lo digo yo!” Cerca de allí, una sepultura llama mi atención: ¿Quién podrá ser este personaje? ¡Ah!, ya decía yo que este pupilo, de barba florida, frente despejada y botas cuarteleras es nuevo en la posada. Aqueste Alarcón debe ser, sin duda, el sin par letrado que se murió de anonimato, allá en su casa de la calle de Atocha. Y en 1853, llevado de la nostalgia, escribe a su cuñado: “Ya ves si quiero a Guadix, a pesar de todo...”.

 A lo lejos, en lo hondo, altiva se yergue la vetusta ciudad morisca; pero aquella tarde faltaba algo en el horizonte: “La Virgen que había en la Alcazaba no le estorbaba a ‘naide’, suspiró un viejo, que llevaba un ramo de flores. Poco después, al despedirme, le pregunto a Fray José María si quiere decirme algo. Ahora parece que el fundador está más animado. El hombre balbucea unas palabras pero apenas se le oye. Acerco la oreja y oigo que me dice: “¡Bastante llevas ya!”. Y, sin embargo, hay que decir que su obra, a estas alturas, no ha merecido ningún reconocimiento oficial. Ni siquiera en su pueblo natal de La Zubia. Toda su gloria se reduce a ir montado como un trasto sobre un carrillo de ruedas.

    
Posdata: este artículo salió publicado en Ideal de Granada, el 9 de octubre de 2001. En 2011 me pasé por el cementerio de Guadix y saludé a un hermano. Se acordaba de mi y me dijo que ya sólo quedaban tres fossores. Cuando va el padre de una vecina mía al cementerio, a visitar la tumba de su esposa, le pregunta por mí. Después de la publicación del artículo en Ideal, los fossores recibieron al poco tiempo un premio en Guadix y se empezó a reconocer su labor.

 Copio estas otras frases que anoté para el artículo:

     Estuve con ellos sobre el 20 de julio -hice dos viajes a Guadix pues quería ver cómo era el entierro cantado.
En su dicha lápida (de Alarcón) quedó escrito: “Guadix es mi pueblo, es mi cuna...”.
A los postres, fray Tobías, que además es poeta, contó el chiste del padre prior y de vez en cuando suelta un chascarrillo. “Callada y silenciosa,/ como un símbolo viejo,/ cuelga de su espadaña la campana,/ del cementerio/”.
Unos días después leí en el ‘Libro de Tobías’: “Y no se quejó contra Dios por la desgracia de la ceguera que le envió”. Aquel anciano había sido consecuente con su destino y esperaba, resignado, a que le llegara su hora.
Estos monjes vivían como los ermitaños en el desierto. Pero los tiempos son otros y hoy parecen hermanos obreros, aunque dedicados al ‘ora et labora’: lecturas y rezos, cultivo del huerto, limpieza del cementerio, dar cristiana sepultura a los muertos...
Lo  que más me llama la atención es que nadie se ha acordado de estos monjes, ni siquiera en el pueblo del fundador, el cual tiene ya 82 años. De ahí que el hombre se emocionara al verme.
          




Antonio L. Vázquez Castillo


Entierro en Guadix



La imagen capta el momento en que dos Hermanos Fossores y dos familiares llevan a hombros el ataúd para enterrarlo en una de las fosas que se ven en el suelo. Al lado se ven dos palas clavadas sobre el montón de tierra y da la impresión de que la comitiva fúnebre ha llegado al final del recorrido. La escena ocurre en el cementerio de Guadix, en 1957, según Antonio Luis Vázquez Castillo, que ha publicado la fotografía en Facebook hace unos días.

Al lado del féretro se ve a un joven, vestido con chaqueta y abrigo, que adelanta a los demás tratando de colocarse en la cabecera. Posiblemente sea el hijo del finado. Por el diseño del ataúd, los familiares y los acompañantes que aparecen en la fotografía, muchos de ellos con gabardinas y con el gesto triste, el fallecido tenía que ser de la clase media. Es un día gris y lluvioso, posiblemente de invierno, y la imagen capta los últimos instantes del entierro. En esos años, los Hermanos Fossores abrían fosas en el suelo, acompañaban con cánticos a la comitiva fúnebre, incluso llevaban el féretro. Por eso, esta foto mereció salir en la famosa revista norteamericana Life, que destacó por el fotoperiodismo. Estas imágenes ya no se repiten, pues apenas quedan Hermanos Fossores en el cementerio y hace unos meses falleció el hermano que se acordaba de mí.  


Antonio L. Vázquez Castillo. 

Video Hermanos Fossores de la Misericordia

https://www.youtube.com/watch?v=m-E0Vb2mcM8

Compartido de Roberto Balboa

sábado, 16 de noviembre de 2013

ROQUE ‘PUM’, EL VAGABUNDO




Fue un personaje de nuestra infancia




La figura de Roque ‘Pum’ merecería un capítulo aparte. Era un pobre borrachín que iba de taberna en taberna, posiblemente para olvidar sus penas y fracasos. Y cuando ya estaba achispado, lo veías por la calle dando tumbos. Entonces los niños nos mofábamos de él, ¡Roque ‘Pum’, ‘Pum’, ‘Pum’! Y éste respondía tirándonos piedras o echándonos maldiciones. Incluso algunos hombres, a escondidas, le gritaban ¡‘Pum’! Y entonces se ponía hecho una furia: Me cago en ‘tó’ tus muertos... ¡Mal dolor sus dé!... Roque entonces parecía un animal rabioso. Recuerdo un día que estaba yo leyendo un libro en la alameda que había al lado del puente del río Guardal, yendo para el Lago. Entonces oí unos gruñidos y vi a un bulto tirado en la hierba: era Roque durmiendo la mona de la mañana, o puede que de la noche anterior. Allí, los días en que apretaba el calor, se estaba bastante fresco.

 La foto de Roque sentado en el poyo de la Cruz de los Caídos es una joya: por la frescura, espontaneidad y sencillez que tiene. Es la única imagen que se conserva de este pobre diablo, y seguro que el fotógrafo le diría: Quédate ahí, Roque; que te voy a echar una foto. ¡Pero, hombre, mira cómo estoy...! (iba siempre hecho un adán) ¡Nada, nada! Tú estate quieto un momento. ¡A ver, alegra esa cara...! Y la máquina hizo ¡pum! Y Roque ‘Pum Catapúm’ sonrió. Y hasta salió fotogénico y todo, como esos lechuguinos con botines: con su gorrilla de visera –seguro que se limpiaba la boca con ella y hasta le servía de almohada en el campo– y su chaqueta larga a cuadros, que más bien parece una gabardina, donde guardaba los mendrugos de pan. Y esos pantalones anchos y rotos, que se ataba con una guita.

 Roque aparenta más de cincuenta años, pero está envejecido, apaleado ya por la vida. Aunque todavía se le nota cierto orgullo y prestancia al apoyarse en su bastón –una vara, como los alguaciles y cuadrilleros– y en la manera de coger el cigarro, mientras cruza coquetamente las piernas. Nunca he visto a un mendigo posar de esta manera, con ese orgullo y estoy seguro de que nunca hubiera salido tan bien en una foto de estudio. Roque ha logrado salir tal cual, incluso con cierto aire juvenil. Sin embargo, pocos años después, se lo llevaron a la residencia de ancianos ‘González Penalva’, de Huéscar, donde no le faltaba su plato de comida caliente. Pero a Roque no le gustaba nada que lo tuvieran encerrado –la jaula no se había hecho para su alma de pájaro– y, de vez en cuando, hacía sus escapadas y se presentaba en Castilléjar. Lo mismo asomaba montado en el camión de las gaseosas. ¿Adónde vas, Roque?, le preguntaban de cachondeo. ¡Adonde me salgan los ‘güevos’!, respondía con ese mal genio que tenía. El caso es que el pueblo le tiraba, a pesar de que ya no tenía a nadie en este mundo. Otro día seguro que se lo encontraban tirado por ahí, en algún bancal, apestando a vino y medio muerto de hambre. Porque su casa eran las tabernas, su comida el morapio y su lecho cualquier bancal de alfalfa o de remolacha. Allí donde le cogiera más a mano, dormía la borrachera al cielo raso.

 Noches de tragos, mañanas de resacas y tardes de ardores. Así debió de ser su triste y errante vida. El mendigo borrachín al final murió en la residencia de ancianos y lo enterraron en el cementerio de Huéscar; ignoro si se acordaron de ponerle una lápida. ¡Que la tierra que tanto amabas te sea leve, Roque! Nos ha quedado tu foto y una media sonrisa, y tu raída chaqueta a cuadros –tres o cuatro tallas más grande, pero eso no importa–. Roque fue un personaje de nuestra infancia, como esos tipos solitarios, extravagantes y desarraigados, que tanto abundan en la literatura. Y sin embargo, en nuestra inconsciencia de niños fuimos crueles con la desgracia ajena. Porque, Roque ‘Pum’, el famoso vagabundo, no era malo. No señor. El sólo bebía para olvidar los malos recuerdos de esta puñetera vida.

De mi libro ‘Diálogos en la tierra de los ríos’ (2003)


viernes, 8 de noviembre de 2013

EL AVE MARIA EN EL RECUERDO









En 1969, llegué al colegio del Ave María de la cuesta del Chapiz, cuando el franquismo enfilaba sus últimos años. Don Jorge Guillén entonces dirigía la ‘Casa Madre’, un sacerdote que años más tarde se marchó a la tierra de las misiones. Pero, cuando cruzaba aquel largo patio de cemento –con su austero traje negro y con un cigarrillo entre los dedos-, era tal el respeto que imponía que los alumnos dejábamos de jugar y nos quedábamos parados, como si se tratara mismamente de la imagen de don Andrés Manjón. Don Juan Alfonso García nos daba religión en quinto de bachiller y alguna vez me concedió el privilegio de sentarme a su lado para escuchar a Bach  –esas melodías religiosas, que parece que huyen y luego se persiguen–, en el órgano de la Catedral de Granada.


Los sábados por la tarde tenía lugar el ‘Cinefórum’, en el Ave María, donde se proyectaba una película para los mayores. El moderador advertía previamente de los ‘cortes’ de la censura y, al final de la película, se abría casi siempre un acalorado debate: éste arremetía contra la Dictadura, este otro parecía un ‘trotskista’... El ambiente sano, de tolerancia y de cierta libertad de expresión, era lo que más llamaba la atención del Ave María. Incluso en la tediosa clase de ‘Formación del Espíritu Nacional’, el profesor dejaba caer que, “el ‘régimen’ de Franco no es el mejor sistema político”.


“¡Vamos, vamos! ¡Déjense ustedes de choteo, que no es para tanto!”, nos decía, un tanto agobiado, aquel profesor, intentando a duras penas restablecer el orden en la clase, después de contarnos un chiste que ya sabíamos. “Mira que te diga, Tiburcio: de camiseta te mudas una vez a la semana y cada mes cambias las sábanas”, le daba los últimos consejos aquella madre celosa al membrillo del hijo. En 1970 don Emilio Borrego ocupó el cargo de rector, un sacerdote de talante más abierto, pero que en el examen trimestral de religión creo que por error puso algunas preguntas que no venían en el libro, todo el curso le entregó los folios en blanco y el resultado fue un “suspenso general”. Se lo recuerdo y me responde: “Entonces, me cateé yo mismo”. Otra noche, parte del colegio se negó a cenar y, después de un tira y afloja, el cocinero empezó a repartir lonchas de queso. “¡Oh chico! ¡Si don Andrés levantara la cabeza!...”, debió pensar entonces don Emilio. Fuimos, sin pretenderlo, la juventud rebelde de entonces que protestaba contra la rígida educación recibida de nuestros padres. Y sin embargo, hoy nuestros hijos nos pagan con la misma moneda.

Don Emilio Borrego




Años más tarde, me encontré con un compañero de curso al que todavía le pesaba el recuerdo de la expulsión del colegio, junto a otros cuantos, a causa de una trastada que hicieron. Yo ignoraba esto, pero en los años ochenta me encontré con don Emilio por la Gran Vía y, creyendo que yo también había estado metido en el ‘fregado’, me dijo: “¿Me perdonas?”. Aquellas palabras eran suficientes para medir el alma sencilla de este hombre. Hace poco saludé a don Jesús Roldán –el antiguo abad del Sacromonte–, que andará cerca de los noventa años: “¿Cómo dices que te llamas, hijo?”. Otro día saludé a Antonio, el portero –todavía conserva una memoria prodigiosa–, y me facilitó algunos datos. También llamo por teléfono a don Ricardo Villa-Real y le digo que no puedo escribir sobre el Ave María sin mencionar a un ilustre personaje como él. Luego me explica que habrá escrito unos doce libros, seis de ellos sobre temas granadinos. “Yo siempre leía el pregón cuando se reunía la Asociación de Antiguos Alumnos del Ave María, pero desde hace unos tres años no salgo a la calle, por culpa de una enfermedad crónica”. Todavía resuenan en mi mente las humildes palabras de este "escribidor docente", que ha enseñado lengua y literatura a miles de alumnos: “Gracias por acordarte de mí en estos momentos...”, me dice, cuando todos tenemos una deuda pendiente con él.


De rondón me colé en la sacristía, detrás del cura que acababa de oficiar su misa de las siete de la tarde. Me miró y me dijo: “¡A ver si me acuerdo de ti!”. Fue entonces cuando creí ver en su cara risueña toda la humanidad del mundo. Don Emilio parece que tiene siempre la sonrisa en la boca y el cigarro en la mano. Es como un libro abierto –“a lo mejor hablo demasiado”– y los recuerdos de aquella época se le agolpan en la mente, le vienen sin querer. Yo sólo soy una excusa para sus monólogos: “Don Jorge era el ‘alma’ del Ave María y él siempre dejaba abierta la puerta de su despacho. Cuando se marchó al Brasil, yo seguí haciendo lo mismo. ¡Pero yo era un desastre, no servía como rector! Por eso pedí venirme a una parroquia. La policía entonces nos tenía intervenidos los teléfonos, pero yo siempre, con todos los respetos, decía, ‘un saludo para quien esté al aparato’”. Sin embargo, pasó malos momentos: “Hoy no permitiría que la policía se llevara a aquel alumno que estaba en Comisiones Obreras...”. Otras veces la memoria parece traicionarle: “Tengo una deuda pendiente con don Cristóbal... Era un buen hombre, pero yo entonces no supe verlo. A don Ricardo Villa-Real teníamos que haberle hecho un homenaje, pero no se lo hicimos...”.

Allí dejé al cura en la sacristía, con sus recuerdos y con la palabra en la boca: “¡Espera y no te vayas!”, me dijo. Pero yo tenía que salir pitando a recoger el coche: “Ya lo llamaré”, le dije. Este verano, después de muchos años, regresé al Ave María y comprobé que los pupitres de las clases seguían siendo los mismos. Y que todo parecía igual que entonces: “Es como si el tiempo se hubiera detenido en el antiguo carmen de la Victoria”, pensé. Y, en la inmensa soledad del patio –otrora bullicioso y alegre–, recordé, emocionado, aquellos lejanos días y el verso del poeta moguereño, que decía: “Y en el rincón aquél... mi espíritu errará, nostálgico”.

                        

Posdata: este artículo salió publicado en Ideal de Granada, el 23 de enero de 2002 y está incluido en mi libro 'Artículos del Altiplano y de Granada' (2014). Don Emilio Borrego vivía retirado en la Casa Sacerdotal de la plaza de Gracia y falleció el 1 de enero pasado, de un infarto.  Fue párroco de Churriana de la Vega y de la iglesia Virgen de Gracia. Todas las personas que menciono en el artículo fallecieron, a don Jorge Guillén, a don Jesús Roldán, a don Ricardo Villa-Real y al organista de la Catedral les dediqué sendos artículos, en diferentes periódicos.