lunes, 21 de marzo de 2022

LAS CIGÜEÑAS DEL CAMPANARIO

 

Brovales (Badajoz), visto desde el pantano

En memoria de los colonos que llegaron al poblado de Brovales, en 1961





¡Total, en la guerra pasamos poco...!, me dice Francisco Torvizco, apodado ‘el Pataco’, que a sus 86 años conserva una buena memoria. Estuvo todo el tiempo de acemilero, con los mulos de aquí para allá, cargados de municiones y rollos de alambre. Cuenta que, estando en el Ebro, tiraron un proyectil y le ‘pescó’ al mulo por la misma cabeza, cortándosela de un tajo. Luego nos ‘abajaron’ a Peñarroya, después de pasar seis días y seis interminables noches viajando en un tren de mercancías. Años más tarde, en el 45, estuvo de ‘acomodao’ (tenía que hacer de todo) en una finca del Valle de Santa Ana: Me daban seis pesetas diarias y la comida. También tuvo que hacer de ‘guardabellotas’, vigilando las encinas por la noche. Los mozos del cortijo, asegura Francisco, teníamos que dormir en un jergón de paja de panizo, echados en el suelo de una habitación, y alrededor de la candelaAna Vázquez, su mujer, recuerda las privaciones que pasaron en los ‘años del hambre’: Nosotros nos criamos con café de cebada tostada y, cuando no había otra cosa que comer, hacíamos una sartén de migas de bellota. Y, con la añoranza de una madre, confiesa: Mis hijos están cada uno por su lado y nosotros dos, aquí solos”.

¿Cómo estamos, compañero?... ¿Y cómo anda la familia, compañero?..., oye uno que le dicen por estas tierras. Pero este espíritu de amistad y familiaridad todavía no he logrado encontrarlo en Andalucía. Son gentes sencillas y humildes que viven del campo, y lo mismo los ves con una talega a las espaldas. Pero siempre te saludan: Voy a ver si les echo de comer a los bichos. Al amanecer, un tímido sol invernal se asoma por las tierras bajas de Valuengo, mientras retumban por la sierra los disparos secos de los cazadores. De lejos, el poblado de Brovales –a ocho km. de Jerez de los Caballeros– parece un puñado de casitas blancas, como de juguete, que se apiñan alrededor de la altiva torre de la iglesia. Pero lo que llama la atención en este frío y lluvioso mes de enero, son las diferentes tonalidades de colores que presenta el campo: el verde oscuro de las encinas se enseñorea por los montes cercanos y, más acá, como haciendo contraste, el verde claro de los sembrados. Y, sobre todo, cuando el sol desaparece tras el pantano, las nubes rojas del horizonte se reflejan mansamente en sus aguas plateadas. Y ya, al caer la noche, aparecen en la lejanía las rutilantes luces del Valle de Santa Ana.

 A la tía Micaela Vázquez le dicen ‘la Medialengua’, porque según ella no habla bien. Su hijo Juan, de 69 años, me va aclarando algunas cosas. Micaela nació en 1903 y tiene ilusión porque el próximo año va a cumplir un siglo. Pero recuerda que, desde los 28 años, se quedó viuda y con tres bocas que alimentar. En la década de los cuarenta vivió en Encinasola y afirma que, entonces, ser contrabandista era un oficio como otro cualquiera, porque eran tiempos muy malos y se pasaban muchas fatigas. Todas las noches, Micaela atravesaba el río Flores y se plantaba en el pueblo portugués de Barranco. Aquí quedaba, en un chozo o en un olivar, con ‘Matahondas’, entonces un conocido contrabandista. Siempre cambiábamos de sitio y nos veíamos entre las doce y las dos de la madrugada, porque eran las horas del relevo de los carabineros y de los ‘guardiñas’. Luego metía el contrabando –tabaco, café o azúcar en una mochila y vuelta para casa. Pero se ve que un día dieron el ‘chivatazo’, y pasaron la noche –ella y su hijo, que la acompañaba en el calabozo de Encinasola. Sin embargo, al día siguiente, a Josefa, la mujer del carcelero, le debió entrar el sentimiento: ¡Anda, ve a ver cómo están tus zagales y les das de comer! Y la buena mujer le previno: Si alguien te pregunta, Micaela, le dices que te has escapado. Luego me comenta que, en una de las veces que la detuvieron, se lio a toser como una descosida: Usted perdone, señor guardia le dijo, pero es que estoy muy malica. Y me coge la mano mientras me dice, sonriendo: Lo puse de salivazos como a un San Lázaro.


Nidos de cigüeñas, en el tejado de la iglesia

 

El crotorar de las cigüeñas de la iglesia, mientras amanece sobre Brovales, es algo tan grandioso como oír el concierto de la orquesta de Viena –dirigida por un ‘samurái’–, el Día de Año Nuevo. Pero este verano ocurrió lo inevitable: un cigüeñino empezó a mover las alas –tratando de aprender a volar–, con tan mala suerte, que un ala se le ensartó en la cruz de hierro que corona el campanario. Allí estuvo agonizando durante varios días y ni siquiera los bomberos pudieron rescatarlo porque la escalera no les llegaba. Estaba de Dios que el pobre animalito tenía que morir crucificado, comentó con resignación una vieja. Los de Medio Ambiente quitaron este verano seis nidos que había en los tejados de la iglesia y sólo dejaron el de la citada cruz de hierro. Pero no importa. Las cigüeñas siempre vuelven al mismo sitio y en estos días se las puede ver, incansables, acarreando palillos y brozas en el pico. Están construyendo de nuevo el nido para los tres o cuatro cigüeñinos, que nacerán, Dios mediante, en la primavera. Siempre están de pie, soportando en la madrugada temperaturas por debajo de cero grados, y de pie amanecen chorreando. El otro día, una cigüeña del campanario se entretenía en hurtar algunos palos del nido de otra, que estaba ausente. Y es que ya no te puedes fiar ni de la vecina de al lado. Pero es un espectáculo ver a una decena de cigüeñas blancas sobre los tejados de la iglesia y en cada esquina del viejo campanario: sus siluetas, siempre erguidas y estáticas, se recortan en el horizonte. Son los guardianes del templo y todo un símbolo para este poblado de colonos: ellas también tuvieron que dejar su país y emigrar al Norte para buscarse la vida. Estas aves tienen un mirar huidizo, pero estoy por decirle que, desde sus atalayas, conocen la vida y milagros de cada vecino.

Las cigüeñas ya pasan aquí todo el año y seguro que se han ‘aposao’ encima del transformador”, me dice Francisco González, Quico ‘Fiscala’. Este jubilado se ha aviado en su parcela un corral de gallinas ponedoras, y se le ve muy contento: Aquí ellas van picoteando, y para marzo empezarán a poner huevos. Y a vuelta ya de muchas cosas, remacha: Pero el pollero que me las vendió, me echó dos gallinas de menos. ¡A ver, compañero! En esta singular frase parece encerrarse toda la filosofía y resignación del alma extremeña. Yo, de vez en cuando, me doy una vuelta por aquí, porque como se avente un milano lo mismo se come una gallina, señala Francisco, que está bastante jodido de la columna porque estuvo trabajando con una pala excavadora, y por eso vamos a paso ligero. Y prosigue diciendo: Aquí había quien se amoldaba a la parcela, pero también había quien ‘culeaba’ y le huía al arado. ¿Sabes lo que te digo?

De matanza. A la izquierda, Sebastián Sánchez



Sebastián Sánchez, ‘el Mantas’, tiene también en su bancal un corralillo de pavos y, por las mañanas, cuando paso por el camino de la acequia, les grito: ¡Alapayuuuuú...! Y al momento, todos los pavos saltan como un cohete: ¡Gluj, Gluj, Gluj, Gluj! Este ganado tiene más torrente que Antonio Molina, me dice Sebastián, que de pavos entiende un rato. Y añade: Vamos a ver si le echamos un poco de pienso. Cuando llueve, los ‘guarros’ de Gabriel, ‘el Corredor’, tienen que subirse en un pequeño escalón de cemento y esperar, como todo Dios, a que escampe: porque resulta que el ‘chambao’ se les inunda de agua. Pero los cerdos se ve que están ya acostumbrados y se bandean bastante bien. Antonio Romero Cantador relata que en 1945 esperaban que el ‘maquis’ entrara por el Marruecos francés: Estuvimos siete días acuartelados en Ceuta, pero por allí no asomaron ni los ‘paisas’. Y recalca con cierta ironía: Con aquellos gorros de serón parecíamos unos ‘mataquintos’.

 


Al anochecer del día 5, la carroza de los Reyes Magos –un tractor con su remolque, engalanado con unas cuantas ramas de eucaliptos y unos chavales que se asoman vestidos de reyes–, avanza en medio de los pitidos del tractor por las calles semidesiertas de Brovales. Unos cuantos zagales y jóvenes, y hasta algunas viejas, se agachan, presurosos, a recoger los caramelos del suelo. Los primeros tienen depositadas sus ilusiones y esperanzas en la austera carroza, mientras que las personas mayores rememoran sus años jóvenes. Pero las Navidades en Brovales son un ejemplo de economía: el Ayuntamiento de Jerez –del que depende– ha tenido la ‘deferencia’ de prestarle unas cuantas docenas de bombillas, para que iluminen un viejo ciprés que hay plantado al lado de la carretera. Y para la cabalgata de Reyes ha sido algo más ‘dadivoso’: 30 ó 40 kg. de caramelos para la chiquillería –cualquier colono paga más de contribución–, porque el tractor lo tiene que poner el pueblo. Y no hablemos ya de las fiestas patronales de septiembre, que prácticamente las pagan los vecinos de su bolsillo. Quise conocer la opinión del delegado del poblado, pero rehusó hablar. Con todo, Brovales es un fiel reflejo de esa España humilde y olvidada, callada y silenciosa.


Victoriano Labrador, 'Vito', en su parcela


 Victoriano Labrador tiene un corral de ‘guarros’, y sus perros, cuando lo olfatean a medio kilómetro, salen corriendo a su encuentro. En un cobertizo hay un par de gatos medio bravíos, pues les echa comida cuando se acuerda: Es que si les doy pienso, no me cazan ratones. Víctor recuerda que nos entregaron las parcelas tres años antes que las viviendas. Así que, durante todo ese tiempo, unas cuarenta familias tuvieron que estar viviendo en ‘chozos’, construidos a base de piedras y con el techo recubierto de ramas y retamas. Estas familias son las que luego aventaron para acá (para el pueblo). Pero se queja de que en 1961, cuando nos entregaron las casas, estuvimos unos nueves meses sin luz y sin poder regar las parcelas, al no funcionar tampoco los motores del agua. Pero la cosa no terminaba aquí: Las dos vacas que te entregaba el Instituto de Colonización, había que devolvérselas a los dos años, o bien dos terneros. Y luego estaba la famosa ‘cuenta del 31’: tenían que entregar el 31% de la cosecha por los abonos y semillas que les iban proporcionando. Además, a la vista están las cláusulas abusivas y oscuras de las escrituras de las viviendas. Las cuentas que nos hacíamos los colonos               –sentencia Víctor– es que nunca salíamos de pobres, y los jóvenes tenían que ventilárselas por ahí, en Madrid o Bilbao. Luego refiere que, por la Vírgen de Agosto, los colonos de los ‘chozos’ hacían baile en la caseta del tren –ahora abandonada– en la finca de Las Mohedas, mientras Amadeo tocaba el acordeón: Traían una arroba de vino y allí cantaban y bailaban hasta las tantas de la madrugada.

 Matías Román ha recorrido algunos países y ha trabajado en los más diversos oficios. Fue militante del PCE, de Santiago Carrillo, cuando estaban Tamames, Curiel... Sin embargo, hace tiempo que perdió las ilusiones: Los tenía en un pedestal, pero ellos mismos se bajaron. Se nota que entiende de política, pero reconoce que aquí la gente tiene miedo a hablar. María José Borrallo, estudiante de empresariales en Badajoz, piensa que los jovenes aquí no tenemos ningún futuro. Y Paqui Romero, que trabaja en Jerez, opina que en el pueblo no hay nada para los jóvenes. Hay que decir que el poblado se construyó sobre una parte de la finca de ‘El Guijo’, donde reside el marqués, José Antonio Peche Primo de Rivera, sobrino del fundador de la Falange. En los años sesenta, dio trabajo en su finca a los jóvenes del pueblo y los vecinos hablan bien de él.

 

La iglesia de Brovales


Hoy Brovales cuenta con 254 habitantes. A la escuela van doce niños y de los sesenta matrimonios de colonos que llegaron al principio, ya sólo quedan nueve matrimonios y quince viudas: son ya ancianos, cargados de achaques y recuerdos. Pero un día, el progreso –eso que llaman el ‘desarrollo’– les echó el ojo encima y colocaron, a las afueras, lo que ningún pueblo de la provincia quería: una planta de transferencia de residuos sólidos urbanos. Otro día –en estas ‘Crónicas de un pueblo’, pero sin alcalde ni maestro– les prometieron poco menos que el paraíso y vieron cómo levantaban una inmensa siderurgia. La Siderúrgica, como la llaman por aquí. Pero no les dijeron el tributo que tenían que pagar: van ya seis muertos en accidente laboral –trabajadores de la comarca–, y no sé cuántos lesionados. Y de vez en cuando, un olor a óxido de hierro recorre las calles del pueblo. Los lugareños ya no viven tranquilos y Brovales tampoco es aquel poblado de humildes colonos, a quienes les entregaron una casa con su parcela, una yegua y dos vacas, a pagar en cuarenta años. Hoy sus nietos trabajan por turnos o hacen baratijas, se echan gomina en el pelo y prefieren un buen coche de caballos, antes que estar por ahí oliendo a boñiga de vaca. Es triste que a nadie se le ocurriera entonces declarar esta zona como parque natural, en compensación por la contaminación que iban a causar. Pero es lo que iba a decirle, compañero: de aquí a unos años no quedarán los palomos del tío ‘Ricopelos’, ni las cigüeñas del campanario. Pues entonces, concluye Manolo Sánchez, ‘el Mantas’, que el último ‘afeche’ la puerta.

Posdata: Han pasado veinte años del artículo y ya no vive ningún colono de los que llegaron en los años sesenta, quedan los hijos: Sebastián Sánchez, Victoriano Labrador, Matías Román y Manolo Sánchez; los nietos, como María José Borrallo y Paqui Romero; y los bisnietos. En Brovales vive la familia de mi esposa y a esta tierra se la quiere por la belleza de la naturaleza y por  la hospitalidad de sus vecinos. Esto le escribí en privado al subdirector de Hoy, cuando le envié el artículo: Es tal el abandono, que estos días de Navidad ha habido en el pueblo una epidemia de gastroenteritis –yo nunca había tenido tantos retortijones– a causa de un virus en el agua que bebemos, según el médico. Pero nadie informa de nada. Entonces el agua venía del pozo de 'Vito' y se pueden imaginar el tratamiento que le harían al agua potable. En los años setenta, daban dos horas de agua al día para llenar las cántaras, teniendo el pantano al lado.  Por eso, colocar una placa en la plaza recordando la llegada de los colonos a Brovales, sería hacerles justicia. Hoy echo de menos a aquellos ancianos que conocí, cada uno con sus vivencias, y las charlas que tuve con varios de ellos.

 Publicado en HOY, DIARIO DE EXTREMADURAel 10 de febrero de 2002, donde aparecen de arriba abajo: Francisco Torvizco, la tienda de comestibles, Micaela Vázquez y, en el bar, Matías Román y Manolo Sánchez. 



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