A media mañana, de un día de finales de febrero, paseo por un camino de tierra a las afueras de la ciudad. Uno se queda maravillado contemplando el manto de hierba y de jaramagos que cubre el campo, donde, un poco más allá, se extiende el olivar. Aquí sólo se oye el canto alegre de centenares de jilgueros, que revolotean entre las ramas de los olivos. En realidad es un canto a la primavera que se ve llegar a lo lejos, a pesar de las bajas temperaturas de estos días –está nevando en cotas bastante bajas–, de manera que los gorriones se inflan como globos, y las palomas, ateridas de frío, se acurrucan en los tejados de las casas. Si algo destaca en el paisaje de la provincia, es la nieve cubriendo con su manto blanco las cumbres de las montañas. Ahora enfilo un sendero casi solitario, donde a un lado del camino, han ido tirando toda clase de ropa y enseres: aquí unos pantalones y jerséis, allá un sombrero de paja, un poco más arriba juguetes de un niño...
Llama poderosamente la atención una muñeca de plástico, con
el pelo rubio y enmarañado, tirada allí, en medio de la hierba. Tiene la cara
vuelta hacia un lado y los brazos abiertos, y se ha quedado en esa extraña
postura como si realmente alguien la hubiera asesinado. Un poco más allá vemos ropas
de niño desperdigadas en la cuneta, junto a un caballo de plástico y un piano
con teléfono. Me agacho y cojo un chalequillo de color marrón, con sus
bolsillos y botones. Una preciosidad. Es de la talla cuatro, para un niño de
dos o tres años. No más. Pero lo cierto es que yo nunca había visto una prenda
de marca tan pequeña y al mismo tiempo tan bonita. Al lado hay una chaquetilla
de color azul marino, haciendo juego con el chaleco, y entonces uno se imagina
al niño en una fiesta de fin de curso, o quizá en un teatrillo que la maestra
ha montado en el colegio. También puede que haya estrenado el traje en su
cumpleaños, rodeado de amiguillos, y uno se imagina a sus padres, muy jóvenes,
aplaudiendo en medio del alboroto infantil: “¡Cumpleaños feliz, te deseamos
todos...!”.
Entonces me asaltan demasiadas preguntas: ¿Por qué estas
prendas son tan nuevas y recientes, pues apenas las han usado? Y ¿cómo es que
las han abandonado precisamente aquí, orilla de un triste sendero, y quizá en
la oscuridad de la noche? Noche oscura del alma. ¿Se divorciaron los padres del
niño?... Y así, mis dudas se quedan flotando en el aire eterno del olivar,
donde ahora se respira un suave y dulce olor a ramón quemado. Más adelante
siguen apareciendo indumentarias de todos los colores, cual si de un mercadillo
se tratara: una bata pequeña de color rosa me recuerda a mi hija cuando apenas
tenía unos años, un jersey con letras y corazones estampados, un primor de
camisa blanca donde viene bordada la palabra ‘Baby’s’, una sudadera donde
aparece una joven china, unos pantaloncillos de pana y varias prendas de marca,
a cual más vistosa.
Más
adelante encuentro en el suelo dos cuartillas escritas –aparecen dobladas, como
de haber estado metidas en un sobre, pero no llevarán aquí muchos días–,
transcribo literalmente unas líneas, con sus faltas de ortografía y todo, ya
que si las retoco perderían espontaneidad y frescura: “Hola mi vida cuanta
farta me haces y cuanto te echo de menos no sé que boy hacer deberdad nene el
dia que tu me fartes te quiero tanto qué no se vivir sin ti prefiero morirme yo
antes que tu y solo el señor sabe todo lo que mi corazón siente no se como
desaogar mi pena estanta las ganas que tengo de llorar que no te lo puedes ni
imaginar. Sí cariño si estoy muy pero que muy triste y todo porque me bas
adejar muy solita (...) Quisiera despertar y encontrarte a mi lado y muy
abrazaditos los dos, pero lla bes que esto es imposible ¡o no! (...) Cuando yo
valla con mi barriguilla por delante por lo menos podras ber a tu hijo casi
todos los dias y lo tendras en tus manos y que ballas cojiendo practica como se
coje a un niño y ensallar como padre que bas a ser si dios quiere y dios me
adado esa suerte para que yo me alla quedao embaraza seria nuestra
felicidad...”. Al final de esta carta sin destino destaca el dibujo de dos
palomas unidas por las palabras “te quiero”, y el nombre de los enamorados.
¿Qué
habrá sido del hijo que, con tanto orgullo, llevaba la madre en su barriguilla,
cuando le escribió estas bellas páginas de amor a su ‘marío’ y que según ella se
encontraba en la cárcel? ¿Qué hacían estas cuartillas tiradas en el suelo? Y
¿qué fue del “niño bonito”, pareciéndose a un torero, con su chaleco marrón y
su chaquetilla azul marino? Al final, todos nuestros trajecillos, nuestros
juguetes, nuestras cartas e incluso nuestros recuerdos irán a parar a la cuneta
de un camino de tierra, cual si de un estercolero de la infancia se tratara.
Allí junto al olivar, donde canta el jilguero anunciando la primavera.
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