El 13 de enero me encontré por la calle con el peluquero y me puso al tanto del enfermo: está muy mal, no hace mucho que intentó agredirle y ya le ha cogido miedo. Ahora el enfermo se sienta a la puerta de su peluquería a llorar, pero no toma medicación ni va al médico. El barbero me dio los datos del enfermo y le prometí que, al día siguiente, me pasaría por la peluquería para hablar con él, a ver si consiguiera convencerlo. Acto seguido me puse en contacto con mi amigo, el psiquiatra. Me facilitó algunos teléfonos y me dijo que tenía que llevarlo al Hospital de Salud Mental, que le correspondiera, o a su médico de cabecera. Y que esto era mejor que lo hicieran los familiares o el tutor del enfermo.
Al día siguiente, sobre las 11 de la
mañana, el enfermo estaba sentado como de costumbre a la puerta de la barbería.
Lo saludé y le dije que yo tenía un familiar que había estado como él, tirado
en la calle, pero lo convencí para que lo atendiera el médico y hoy se
encuentra mucho mejor, tomando su medicación y sin tener problemas con la
familia ni con nadie. Esta artimaña parece que surtió efecto. ¿Tú no puedes
seguir así en la calle, Manuel, sentado a la puerta y llorando todo el día?
Ahora estás mucho peor que hace un mes, cuando yo te vi, necesitas que te vea
un médico y que te atiendan. “No tengo a nadie, mi madre falleció, mis hermanos
no quieren saber nada de mí y mis hijas tampoco. A una le paso uno ayuda de 300
euros al mes, y ya ves. Yo fui jefe administrativo en la empresa…, durante
veintitantos años”, me dijo llorando como una magdalena, a la vez que parpadeaba
continuamente. Vamos a ver, Manuel, cada día vas a estar peor y necesitas que
alguien te ayude. Me confesó que tenía una depresión y, para el 27 de febrero,
tenía una cita con el psiquiatra de Salud Mental. ¿Tú quieres que yo te
acompañe a tu médico o al psiquiatra? Confía en mí. “Bueno –respondió–, pero ¿cómo
vuelvo luego del hospital?”. No te preocupes –lo tranquilicé–, yo te acompañaré
también a la vuelta. Bueno, Manuel, tengo que hacer unas cosas y ya vendré a
verte.
Poco después, estuve hablando por
teléfono con una encargada de Salud Mental y me aconsejó que llamara al 061, o
que lo acompañara en autobús al hospital. Regresé a la peluquería y, después de
prometerme Manuel que vendría conmigo al psiquiatra de Salud Mental, llamé al
061. Pero aquí me dijeron que solo atendían las emergencias, y no a una persona
abandonada en la calle. Para no discutir, decidí coger el autobús. Pero, cuando
íbamos montados, el enfermo me preguntó varias veces y mirándome con
desconfianza: “Y ¿a qué vamos a Salud Mental?”. Pues, a que te atiendan, porque
no te encuentras bien. “Y ¿estará el psiquiatra tal?”. Puede que tenga
consulta, le dije para calmar la ansiedad que tenía. Eran preguntas de un niño
indefenso y a la vez desconfiado, acostumbrado a que se burlen a diario de él. Manuel
tenía la mente completamente bloqueada. Al poco, volvía a la carga de nuevo con
la misma pregunta, y no sabía yo lo que pensaría la gente del autobús, viendo
la escena.
Poco después le atendió la asistenta
social y, de nuevo, le fue haciendo las preguntas de rigor. Quedamos que, al
día siguiente, la asistenta social lo recogería a la puerta de la barbería y lo
llevaría a los Servicios Sociales del barrio del enfermo, para que lo
atendieran y ver lo que se podía hacer. Le di las gracias al psiquiatra y a la
asistenta y, seguidamente, nos fuimos andando hasta la parada del autobús y
cada cual pagó de nuevo su viaje, porque Manuel decía que no tenía suelto. Lo
dejé cerca de su vivienda y me despedí de él. Manuel estaba más tranquilo y yo,
aunque algo harto de la situación comprometida, también me quedé tranquilo pues
había intentado sacar a un ser humano de la situación inhumana y degradante de estar
sentado durante el día en un peldaño y llorando, mientras se mofaban de él.
Dos días después, lo vi de nuevo sentado
a la puerta de la barbería. Lo saludé y se levantó dándome la mano. ¿Cómo
estás, Manuel? Veo que hoy te ha afeitado la asistenta y estás mucho mejor.
“Estoy casi igual”, me dijo poniéndome la mano encima del hombro. Tenía mucho
mejor aspecto y los mocos ya no le colgaban de la nariz. “Te llamé por
teléfono, pero lo tienes apagado”. Yo creo que te lo di equivocado, le respondí.
Un vecino me previno que no se lo diera, “pues, va a estar llamándote todo el
día”. Y no me habló bien de Manuel, “está solo y las hijas no quieren saber
nada de él, porque se lo merece”. Llevaba prisa y le dije a Manuel que otro día
vendría a verlo y le daría mi teléfono.
La conclusión de todo esto es que
podemos ayudar al prójimo –a nuestro próximo, de ahí tiene su origen la
palabra–, aún sin conocerlo y aunque no haga méritos para ello. Una persona que
está hundida, deprimida, desorientada y llorando en la calle no se le debe
dejar abandonada y, menos aún, hacerle bromas y mofarse de su situación. Eso es,
sencillamente, ser cruel con quien está indefenso y sufriendo, hasta que un día
cometa una fechoría con quienes se burlan de su estado o termine suicidándose. Haz
el bien y no mires a quien.
Posdata: Se me pasó decir que Manuel había quedado con la asistenta para el día siguiente, supongo que intentarán sacarlo de la calle. Conozco el caso de dos hermanos y los Servicios Sociales también: el tutor se gasta el dinero en las máquinas y le regatea la comida al deficiente mental, pero nadie hace nada. La foto del mendigo no se corresponde con Manuel, pero nada de extraño tiene que, en poco tiempo, esté durmiendo en la calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario