En 1969, llegué al colegio del Ave María de la
cuesta del Chapiz, cuando el franquismo enfilaba sus últimos años. Don Jorge
Guillén entonces dirigía la ‘Casa Madre’, un sacerdote que años más tarde se
marchó a la tierra de las misiones. Pero, cuando cruzaba aquel largo patio de
cemento –con su austero traje negro y con un cigarrillo entre los dedos-, era
tal el respeto que imponía que los alumnos dejábamos de jugar y nos quedábamos
parados, como si se tratara mismamente de la imagen de don Andrés Manjón. Don
Juan Alfonso García nos daba religión en quinto de bachiller y alguna vez me
concedió el privilegio de sentarme a su lado para escuchar a
Bach –esas melodías religiosas, que parece que huyen y luego se
persiguen–, en el órgano de la Catedral de Granada.
Los sábados por la tarde tenía lugar el
‘Cinefórum’, en el Ave María, donde se proyectaba una película para los
mayores. El moderador advertía previamente de los ‘cortes’ de la censura y, al
final de la película, se abría casi siempre un acalorado debate: éste arremetía
contra la Dictadura, este otro parecía un ‘trotskista’... El ambiente sano, de
tolerancia y de cierta libertad de expresión, era lo que más llamaba la
atención del Ave María. Incluso en la tediosa clase de ‘Formación del Espíritu
Nacional’, el profesor dejaba caer que, “el ‘régimen’ de Franco no es el mejor
sistema político”.
“¡Vamos, vamos! ¡Déjense ustedes de choteo, que no
es para tanto!”, nos decía, un tanto agobiado, aquel profesor, intentando a
duras penas restablecer el orden en la clase, después de contarnos un chiste
que ya sabíamos. “Mira que te diga, Tiburcio: de camiseta te mudas una vez a la
semana y cada mes cambias las sábanas”, le daba los últimos consejos aquella
madre celosa al membrillo del hijo. En 1970 don Emilio Borrego ocupó el
cargo de rector, un sacerdote de talante más abierto, pero que en el examen
trimestral de religión –creo que por error puso algunas preguntas que no
venían en el libro–, todo el curso le entregó los folios en blanco y el
resultado fue un “suspenso general”. Se lo recuerdo y me responde: “Entonces,
me cateé yo mismo”. Otra noche, parte del colegio se negó a cenar y, después de
un tira y afloja, el cocinero empezó a repartir lonchas de queso. “¡Oh chico!
¡Si don Andrés levantara la cabeza!...”, debió pensar entonces don Emilio.
Fuimos, sin pretenderlo, la juventud rebelde de entonces que protestaba contra
la rígida educación recibida de nuestros padres. Y sin embargo, hoy nuestros
hijos nos pagan con la misma moneda.
Años más tarde, me encontré con un compañero de
curso al que todavía le pesaba el recuerdo de la expulsión del colegio, junto a
otros cuantos, a causa de una trastada que hicieron. Yo ignoraba esto, pero en
los años ochenta me encontré con don Emilio por la Gran Vía y, creyendo que yo
también había estado metido en el ‘fregado’, me dijo: “¿Me perdonas?”. Aquellas
palabras eran suficientes para medir el alma sencilla de este hombre. Hace poco
saludé a don Jesús Roldán –el antiguo abad del Sacromonte–, que andará cerca de
los noventa años: “¿Cómo dices que te llamas, hijo?”. Otro día saludé a
Antonio, el portero –todavía conserva una memoria prodigiosa–, y me facilitó
algunos datos. También llamo por teléfono a don Ricardo Villa-Real y le digo
que no puedo escribir sobre el Ave María sin mencionar a un ilustre personaje
como él. Luego me explica que habrá escrito unos doce libros, seis de ellos
sobre temas granadinos. “Yo siempre leía el pregón cuando se reunía la
Asociación de Antiguos Alumnos del Ave María, pero desde hace unos tres años no
salgo a la calle, por culpa de una enfermedad crónica”. Todavía resuenan en mi
mente las humildes palabras de este "escribidor docente", que ha
enseñado lengua y literatura a miles de alumnos: “Gracias por acordarte de mí
en estos momentos...”, me dice, cuando todos tenemos una deuda pendiente con
él.
De rondón me colé en la sacristía, detrás del cura
que acababa de oficiar su misa de las siete de la tarde. Me miró y me dijo: “¡A
ver si me acuerdo de ti!”. Fue entonces cuando creí ver en su cara risueña toda
la humanidad del mundo. Don Emilio parece que tiene siempre la sonrisa en la
boca y el cigarro en la mano. Es como un libro abierto –“a lo mejor hablo
demasiado”– y los recuerdos de aquella época se le agolpan en la mente, le
vienen sin querer. Yo sólo soy una excusa para sus monólogos: “Don Jorge era el
‘alma’ del Ave María y él siempre dejaba abierta la puerta de su despacho.
Cuando se marchó al Brasil, yo seguí haciendo lo mismo. ¡Pero yo era un
desastre, no servía como rector! Por eso pedí venirme a una parroquia. La
policía entonces nos tenía intervenidos los teléfonos, pero yo siempre, con
todos los respetos, decía, ‘un saludo para quien esté al aparato’”. Sin
embargo, pasó malos momentos: “Hoy no permitiría que la policía se llevara a
aquel alumno que estaba en Comisiones Obreras...”. Otras veces la memoria
parece traicionarle: “Tengo una deuda pendiente con don Cristóbal... Era un
buen hombre, pero yo entonces no supe verlo. A don Ricardo Villa-Real teníamos
que haberle hecho un homenaje, pero no se lo hicimos...”.
Allí dejé al cura en la sacristía, con sus recuerdos
y con la palabra en la boca: “¡Espera y no te vayas!”, me dijo. Pero yo tenía
que salir pitando a recoger el coche: “Ya lo llamaré”, le dije. Este verano,
después de muchos años, regresé al Ave María y comprobé que los pupitres de las
clases seguían siendo los mismos. Y que todo parecía igual que entonces: “Es
como si el tiempo se hubiera detenido en el antiguo carmen de la Victoria”,
pensé. Y, en la inmensa soledad del patio –otrora bullicioso y alegre–,
recordé, emocionado, aquellos lejanos días y el verso del poeta moguereño, que
decía: “Y en el rincón aquél... mi espíritu errará, nostálgico”.
Posdata: este artículo salió publicado en Ideal de Granada,
el 23 de enero de 2002 y está incluido en mi libro 'Artículos del Altiplano y
de Granada' (2014). Don Emilio Borrego vivía retirado en la Casa Sacerdotal de
la plaza de Gracia y falleció el 1 de enero pasado, de un infarto. Fue
párroco de Churriana de la Vega y de la iglesia Virgen de Gracia. Todas
las personas que menciono en el artículo fallecieron, a don Jorge Guillén, a
don Jesús Roldán, a don Ricardo Villa-Real y al organista de la Catedral les
dediqué sendos artículos, en diferentes periódicos.
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