Me he enterado de que, en la noche del día 17, falleció el organista, Juan Alfonso García, a los 80 años de edad y me he acordado de este artículo que le dedique en Ideal, el 30 de diciembre de 2003. Me lo encontré varias veces por el centro de Granada, siempre con ese humor que tenía, y me decía para que me lo creyera: “Leandro, muchos me han dicho que les ha gustado el artículo que me dedicaste”. Gracias, Juan Alfonso, te recordaré siempre como el organista de la Catedral, como mi profesor de religión, en la Casa Madre del Ave María y por la humanidad que derrochabas.
Órgano para una
catedral vacía
Son cerca de las
diez de la mañana, cuando me acerco a la Catedral de Granada. La misa casi está
finalizando, pero aún tengo tiempo de escuchar los acordes de la música sacra
del órgano, que parecen revolear entre las columnas. Borrosamente observo a una
viejecilla que se levanta para comulgar y, unos minutos después, terminado el
oficio coral matutino, se marcha. Echo una mirada hacia atrás, y me doy cuenta
de que estoy inmensamente solo en las hileras de los fríos bancos; sin embargo,
el organista sigue tocando mientras los canónigos del cabildo entonan los
cantos gregorianos. Y allí, envuelto en una especie de clamor y en medio de una
repetición de notas, estoy viviendo unos momentos extraños e irrepetibles.
Me imaginaba estar
contemplando la filmación de una película, aunque esta vez Beethoven no era el
sordo: ‘Música de órgano para una catedral vacía’ podría ser el título. El
cántico religioso seguía zumbando sobre mi cabeza y, completamente atónito, asisto
a un ‘concierto para mí solo’. Al poco oigo al cura Juan Alfonso García bajar
las escaleras, y luego lo veo cruzar el largo pasillo que lo separa de la
sacristía; mientras que el coro de canónigos sigue cantando a ambos lados del
altar, como si tal cosa. Juan Alfonso está considerado por muchos como el mejor
organista de España y, sin embargo, ahora toca música para sordos. Lo tuve como
profesor de Religión en 5º de Bachiller, en el Ave María de la cuesta del
Chapiz, y en una ocasión subí con él para oírle tocar unas fugas de Bach, en el
órgano de la Catedral. Lo saludo y le confieso que estoy emocionado: “Cuando yo
estaba sentado en el banco, era impresionante ver que no había nadie en la
catedral para escucharte”, le digo.
–A mí no me afecta
esta ausencia de público, aunque en un concierto es posible que me sintiera
alicaído. Pero fundamentalmente se toca para el Altísimo y, como diría aquél,
para los piadosos bancos y las devotas columnas. ¡Nunca se está solo en la
catedral! Yo he estado diez años cuidando a mi madre y he perdido facultades,
porque éste es un trabajo que exige juventud y a uno se le pasa la edad. Ahora
estoy preparando la publicación de un volumen con obras de órgano. El título va
a ser ‘Siete partitas corales y doce piezas barrocas’. Nacen como consecuencia
de estar en contacto diario con un ámbito lleno de obras barrocas, como las de
Alonso Cano, y esto te condiciona y te lleva de la mano. He compartido dos
dedicaciones musicales, la de organista y compositor: cada una es para llenar
una vida, aunque yo me siento más compositor que organista. Mira, yo todas las
mañanas saludo a la ‘Inmaculada’ de Alonso Cano. ¿No la ves allí? –está al
fondo de la sacristía, en una hornacina–. ¡Es grandiosa, de madera de cedro! Yo
la he cogido varias veces con la mano y, sin la base, no pesa nada –vibra al
decirme esto, mientras contemplo por vez primera la joya de la Catedral.
Entre sus
composiciones musicales de órgano destaca ‘Epiclesis’, que significa llamada o
invocación; es como un rito cristiano donde se invocaba la venida del Espíritu
Santo. La hizo en el centenario del nacimiento de Manuel de Falla, con quien se
siente muy vinculado. También ha compuesto la suite ‘Ave, spes nostra’ (Salve,
esperanza nuestra), para gran órgano. Confiesa que se tiró todo un año
interpretando a Correa de Araúxo (s. XVIII), el mejor compositor andaluz de
órgano. Y en los años setenta solía tocar mucho el ‘Pasacalle y fuga en do
menor’ de Bach, una obra colosal e inmensa. No conforme con esto, ha publicado
la ‘Biografía de Valentín Ruiz Aznar’ a quien considera su maestro; y también
ha escrito ‘Iconografía mariana en la catedral de Granada’, dedicada en parte a
Alonso Cano. Asegura que, en cada cuadro de éste, empieza a sacar símbolos
aunque no sabe apreciar la pincelada.
–El órgano es un
instrumento que me atrae. Ahora no tengo ninguna obligación de tocar y, sin
embargo, subo. A veces he subido las escaleras casi a rastras, porque tengo
artritis en las manos. Pero me atrae mucho –y dice con orgullo–: Yo he sido el
organista de la catedral de Granada que ha estado más años tocando, pues llevo
ya 45. Y me gustaría que me pusieran un poquillo al ‘lao’ de Gregorio Silvestre
(siglo XVI), el organista de catedral más eminente de España y que también fue
un célebre poeta. En cambio me dan pena muchos compositores de hoy día, porque
se mueren sin haber compuesto una melodía.
Caminamos muertos de
risa por el Zacatín abajo, mientras enlaza su brazo del mío. Goza de buen
humor, aunque algunos chistes suyos no pueden contarse. Me refiere una anécdota
de los años de la posguerra, que le contó personalmente Joaquina Eguaras, a la
que todo el mundo besaba. Estaba el conocido canónigo, Eduardo Vílchez,
oficiando un triduo en un convento, y dijo en el sermón: “Venerable comunidad de
religiosas clarisas del convento de Santa Inés la Real, devoto perro –a un chucho que andaba por allí–, ¡hola Joaquina!”. Juan Alfonso me escruta con sus
cansados ojos azules, y me dice mientras arruga la frente: “El tiempo merma
mucho, todo va mermándose, y también lo sentimientos”. Es un cura sencillo al
que pronto le coges afecto y, alguna que otra vez, me lo veo por la calle
enfundado en su gabardina beige y con su sempiterna boina. Viene de tocar para
los piadosos bancos.
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