Cuando llegué al
pueblo, sobre la una de la madrugada del domingo día siete, un joven tenía
taponada la calle de entrada con su ‘coche discoteca’, y allí campaban por sus
respetos los jóvenes del botellón. Llamé al 092 y me dijeron: “Nosotros somos
la Policía Local de Granada y no podemos hacer nada. Es mejor que llame a la
Guardia Civil”. Algunos chavales me pidieron que no llamara a la Benemérita pero
el susodicho no aparecía, digo yo que estaría ‘emporrado’ o quizá durmiendo la
mona. Al final, tres vehículos tuvimos que recular para atrás un buen trecho y
entrar al pueblo por la otra calle, que también estaba tomada al asalto por los
chicos de la 'litrona'. A todo esto hay que añadir que, una infernal ‘música de
establo’ ha estado atronando y bombardeando el pueblo durante todas las noches
de las fiestas, hasta cerca de las ocho de la mañana, que era cuando los ‘zagalitrones’
se retiraban a dormir.
La casa donde yo
dormía se encontraba a medio km de la plaza donde tocaba el conjunto de música,
pero aquel ruido no se podía aguantar. Un anciano me contaba que las paredes de
su casa retumbaban, debido a la gran potencia de los altavoces –unos ocho o diez–, mientras observábamos,
asombrados, las calles regadas de orines, con un olor que te tiraba para atrás.
“Cuando a esto le dé el sol, verás cómo atufa”, nos decía el barrendero. Y uno,
en sus cortas luces, se pregunta: “¿Cómo pueden dormir estos días los niños,
los ancianos, los enfermos...? Y de paso, ¿no estaremos espantando a los
turistas? ¿Tenemos que reivindicar el necesario derecho al descanso? ¿Es que no
hay nadie, con autoridad, que le diga a estos cernícalos que bajen el volumen
de los altavoces?”. Esto ha pasado hace unos días en un pueblo que no llega a
los 1500 habitantes –viene ocurriendo estos años–, y no quiero señalar a nadie
con el dedo. Hace un par de años, en el saluda del programa de fiestas, el
alcalde pedía a los vecinos que se divirtieran con moderación. Pero el primero
que no cumple es el edil.
La gente se quejaba,
la otra tarde, de que los toros habían sido malos de solemnidad. Pero, ya nos
lo avisaba Manolo Escobar, con aquella voz de carretero que tenía: “No me gusta
que a los toros te pongas la 'minifarda'...”. Sin embargo, la noche de las
fiestas de Santo Domingo de Guzmán, después de comerse la pipirrana, el
personal se desquitó bailando agarrado con la parienta, al compás de la música
pachanguera. Y por un rato se olvidó de la artrosis, de los disgustos que dan
los hijos y de los veinte euros de los toros. Al día siguiente, en la procesión
del santo patrón, algunas mujeres iban hasta con paraguas y no es porque
lloviera a cántaros, sino porque allí nos asábamos de calor. Más tarde, me
llamó la atención lo que dijo aquella buena mujer a sus contertulios, después
del saludo de rigor: “Sus veo muy bien a los dos”. O esta otra conocida, que no
había visto desde la infancia: “¿No te acuerdas de mí? Yo soy la hija del
Chilivilero”. De Chirivel.
Cuando uno pasa por
Guadix, a primeras horas de la mañana de un fin de semana cualquiera, se puede
ver a la gente haciendo cola en las churrerías que hay cerca del parque de
Pedro Antonio de Alarcón. Lo mismo ocurre en Baza y en Huéscar, por los
alrededores de la Plaza Mayor. Y así, en cualquier pueblo del Altiplano que
vayamos. Se puede decir que los churros se han convertido en el manjar del
pobre, al que se le ve tan contento con su cuarto y mitad, envuelto en papel de
estraza. Había un churrero en Jaén que hacía unas roscas muy sabrosas y
crujientes, y te las servía atadas a un junco. ¡Vaya, aquello fardaba! Los
‘malanges’ sevillanos también son muy aficionados a los calentitos, y ellos
están muy orgullosos de que los jeringos son los mejores churros del mundo, y
con diferencia. En Extremadura te suelen poner unas jeringas –así las llaman por allí– gordas y
negruzcas, con la masa casi cruda, que luego se deshace en la boca.
Por el barrio de
Carabanchel, en Madrid, recuerdo que había un servicio muy bueno: “¿Qué va a
ser?”, te preguntaba el camarero. “Ponme unas porras”. Pero esto de manejar la
masa con los palillos tiene su truco, y luego hay que procurar comer con
tiento, por aquello de los ardores a media mañana. Por eso dicen que los ricos
prefieren el cruasán francés, porque no se repite. Hace unos años, había un
churrero que plantaba el chiringuito cerca del puente del Camino de Ronda, en
Granada. El caso es que se veían pegotes de masa por todo el tenderete y
aquello daba la impresión de que el de la batuta freía los churros a
perdigonazos.
Como te acuerdas de estas cosas tan buena, pero litroneros no silenciosos son escandalosos, esto se nos a ido de las manos, e escuchado al juez de granada y es buenísimo si esto lo pene en practica , lo malo que a los zagales ya no se les tuerce el morrillo, son parte de la fiesta, pero dan mucho ferrete esto no gusta, bonito el escrito Leandro.
ResponderEliminarLo que cuento al principio me ocurrió en Galera, llegando por el camino del Cortijo del Cura. Los zagales tenían taponada la entrada, lo mismo que los altavoces colocados en la plaza Mayor. Al juez Calatayud lo veo alguna que otra vez desayunando, tuvo un hijo que le daba problemas y habla con propiedad
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