En septiembre de 1979 decidí ir a Marruecos, pues era como traspasar el túnel del tiempo y retroceder dos mil años en la Historia. Recuerdo que, en la aduana de El Tarajal, a las afueras de Ceuta, un inoportuno golpe de aire barrió mi pasaporte del mostrador y fue a parar al suelo. Esto lo aprovechó un hippy inglés –de ésos que le dan a la mata–, para colarse. Después declaré que mi profesión era cartero. El caso es que, tras esperar un rato, oigo a un guardia marroquí que vocea por la ventanilla: “¡Correo, correo!”. Un poco más allá, un grupo de moros se hacinaba frente al puesto fronterizo español, pero era esa época de la férrea dictadura de Hassan II, en que todavía el fundamentalismo no había hecho temblar los cimientos del Islam, por lo que daba gusto pasear por las avenidas de Tetuán, perderse entre el laberinto de callejuelas de la Medina de Tánger, o bañarse en la solitaria playa de Larache.
Ya
en la mítica ciudad de Tánger –otrora puerto franco, donde venían de vacaciones
los recién casados, se convirtió en refugio de artistas y contrabandistas, aunque
en 1979 se veían muchos negocios, regentados por exiliados españoles–, me
pareció un sueño oír aquellas olvidadas coplas de la posguerra española, en el viejo
tocadiscos del bar de un español. Pero fue al aparcar el vehículo en una calle,
cuando se me acercó un viejo guardacoches, con una placa como de forestal en la
chilaba y el chuzo en la mano. Aquel tangerino se parecía a mi abuelo, y él
debió de adivinarme el pensamiento: “Yo estuve en la guerra de España, amigo”,
me dijo a modo de bienvenida. Le di unas monedas y, al día siguiente, cuando
fui a recoger el coche, él seguía allí impasible, en su puesto de centinela.
Entonces me dijo que estuvo combatiendo en Cerro Muriano, en Córdoba. También
me habló de la emigración y de que su país era muy rico –lo de siempre–, pero
por culpa de unos y otros allí no había trabajo. “Me acuerdo mucho de las
penalidades que pasamos en España, y por eso te voy a contar este viejo cuento
sufí”:
Un
hombre, conocido como Alhamar el Viejo, solía pasar las tardes sentado
al lado de un pozo, que se encontraba a la entrada del pueblo de Arsila. Pero un día, un camellero se le
acercó:
–Buen
hombre, es la primera vez que piso esta tierra y quería preguntarte cómo es la
gente de aquí.
Pero
el viejo le respondió:
–Y,
¿cómo son los habitantes del pueblo de donde vienes?
–Para
ser sincero, he de decir que son egoístas y malvados; por eso estoy cada vez
más contento de haber salido de allí –replicó el camellero.
–Pues
así es la gente de Arsila –le previno
el anciano.
Poco
después acertó a pasar por allí un beduino, y le hizo la misma pregunta que el
camellero. Entonces, Alhamar repuso:
–Pues,
¿cómo son tus paisanos?
–Son
generosos y hospitalarios. El caso es que he dejado muchos amigos y me ha
dolido bastante separarme de ellos.
–También
los arsilanos son hospitalarios y generosos –sentenció el abuelo.
Dio
la casualidad que, por allí cerca, se encontraba un pastor con sus cabras y,
cuando el beduino se hubo marchado, interpeló a Alhamar el Viejo:
–¿Cómo
puedes decir al camellero que los habitantes de Arsila son egoístas y malvados y, poco después, le indicas al
beduino todo lo contrario?
–Escucha,
hermano –le respondió al incrédulo pastor–, cada uno lleva el Universo en su
corazón; y quien no ha encontrado nada bueno en su pasado, tampoco lo va a
encontrar aquí. En cambio, aquél que tenía amigos en abundancia en su pueblo,
seguro que los encontrará aquí también. Has de saber que todo lo bueno y lo
bello de la vida, lo llevamos dentro de nosotros mismos. ¡Sólo tenemos que
dejarlo salir!
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