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Mis padres, hermanos y Nati, cuarta por la izquierda |
Recuerdo a la Nati cuando le decía, ¡ya sé lavarme las manos!, como quien ha hecho una hombrada. Entonces yo era un renacuajo y ella una mujer en plena juventud. Hoy la mitad de su corazón no le funciona, y así lleva siete años entrando y saliendo del hospital. Cuando fui a visitarla, le estaba diciendo a su hijo: Mira, no quiero que tú te disgustes conmigo; yo lo que quiero es que vengas a verme. Ese día me dijo, el alcalde me ha invitado a las fiestas, pero yo le he dicho que no estoy para esos trotes... Otro día, al verme, parecía que daba botes de alegría en la cama, tal era la soledad en que se encontraba (aunque su hija siempre venía todas las tardes a hacerle un rato de compañía): ¡Ay, no sabes la alegría que me da de verte! Y luego, a lo mejor me decía: No hay día que pase, en que no me acuerde de la ‘pobretica’ de mi madre... Porque, ¿para qué quiero ya seguir viviendo? Yo sólo le pido a Dios que me recoja pronto...
En la cama de al lado estaba Carmen,
que sólo podía mover los ojos:
Le dio un ‘paralís’, y fíjate cómo se ha
quedado. ¡Un derrame cerebral!, me explicó la Nati. Noto que Carmen,
después de tantos años, no me ha reconocido. Pero la enfermera me dice que
le hable, que ella entiende perfectamente. ¡Carmen,
yo soy..., y estuve estudiando con tu Tomás en el colegio...! La mujer hizo
un gesto con los ojos y giró la cabeza hacia el otro lado de la cama –para que
no la viera–, mientras me apretaba la mano. Pero se recuperó pronto. Luego me
dejó que le diera de comer con la cuchara, poco a poco.
A
aquellas dos mujeres las había conocido yo de chico; y sin embargo, hoy estaban
luchando por la vida. Peor aún: arrastrándose por la vida y con las horas
contadas. ¡Triste destino el que nos espera! Allí estaban las dos en aquel
hospital para enfermos terminales, una al lado de la otra y sin poder moverse.
Esperando a que alguien viniera y les dijera una palabra, un saludo, un gesto.
Un no sé qué. O quizá esperando ver a alguna cara conocida. Carmen sólo veía y apretaba las manos. La Nati
en cambio había tenido mejor suerte: al menos podía hablar; ella a quien tanto
le gustaba cascar, como a mi madre.
Pero, en el fondo de sus almas, estaban deseando abandonar cuanto antes este
miserable mundo.
–En este hospital murió mi madre - le
dije un día sin querer a la Nati, y vi
que se quedó pensativa. Quizá no debí decírselo...
Dios debió de acordarse de Natividad
el pasado 2 de agosto. Y ahora, al fin, descansa en paz.
Posdata. La Nati y mi madre Dora fueron vecinas (una pared medianera separaba las casas) y amigas desde que vinieron a Castillléjar, procedentes de Galera y de Orce, respectivamente, a comienzos de los años cincuenta. La última visita que hizo mi madre antes de morir fue a visitar a la Nati. Ambas están enterradas a escasos metros en el Patio de Santiago, del Cementerio de San José, en Granada, y parece que las oigo cascar en las noches de verano como solían hacer ellas sentadas a la puerta de la casa. Aniceto, el marido de la Nati, yace en el mismo nicho, y mi hermano pequeño, Raúl, en medio de ambos nichos (junto a nuestra madre). Mi padre también está enterrado unos metros más arriba. Falleció con 58 años, un mes después que Aniceto, y una de sus últimas salidas fue al entierro de este.
Artículo publicado en Ideal en Clase
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