Acabo de leer el escrito que le dirijo al jefe de servicio de Gestión de Personal (enero de 1994) y me quedo alucinado, me cuesta trabajo creer que me ocurrieran todas aquellas desdichas, que hubieran tumbado a cualquiera. Recuerdo que, en el instituto de…, necesitaban a un auxiliar administrativo y me ofrecí voluntario, aunque yo era administrativo. Me venía bien cambiar de aires y mi gesto lo tomaron como un favor que les hacía, pues hubieran tenido que convocar una plaza y cubrirla por enfermedad de la auxiliar laboral, una joven contratada que estaba casi siempre de baja, pues se comentaba que se la proporcionaba un médico con el que tenía amistad. Fue incorporarme al instituto, cuando la auxiliar se dio de alta temiendo que le quitara el puesto o que suprimieran su plaza, como me enteré unos meses después. Tras los primeros días trabajando juntos, en que todo fueron atenciones y parabienes (días de vino y rosas), la desgracia empezó a cebarse conmigo. La contratada empezó a propagar bulos y calumnias entre el profesorado, supongo que con el objeto de que me echaran cuanto antes del instituto para que las cosas siguieran como estaban. Así, una mala persona –o una mente enferma– te puede echar encima a toda la tribu, con engaños y artificios, sin que te enteres ni sospeches de lo que se trama a tus espaldas. Si alguien va acusándote por ahí de que has dicho esto o lo otro, de tal o cual profesor (al que ni siquiera conoces), nada de extraño tiene que te miren más o menos como a un delincuente.
En este plan la auxiliar convenció al
director, a la secretaria y al administrador, de modo que tuve discusiones con
algún que otro profesor, dieron parte de mí sin informarme siquiera, vino un
inspector a tomarme declaración, me prohibieron llamar por teléfono, me echaron
de la sala de profesores y del bar, en fin, una serie de vejaciones,
humillaciones y arbitrariedades como las que le expongo en el escrito al jefe
de servicio. Yo no sabía por dónde me venían los tiros, pero todo esto se puede
conseguir difamando y manipulando a la personas. Ambos trabajábamos juntos en
una pequeña oficina, pero cuando la auxiliar laboral llegó quitaron las
persianas para que estuviéramos a la vista del público. Hasta aquí, nada de
particular. El caso es que me cayó muy bien al principio, por lo atenta y
amable que se mostraba conmigo, pero cuanto me sonsacaba, lo iba largando a
unos y otros a su conveniencia y, cuando no, se inventaba las cosas. Yo le
hablaba con confianza a esta chavala de unos treinta años, pero luego iba con
chismes a unos y a otros, puro maquiavelismo. Recuerdo que un día, uno de los
mejores profesores del centro la llamó “tía guarra”, delante de los alumnos, y
la nena no dijo esta boca es mía. Como no se aseaba ni duchaba, olía a sudor, por
lo que no es difícil imaginar cómo tendría su casa. El caso es que vio en mí al
compañero ideal para “hacerle la vida imposible”, pero sin compasión, a ver si
me echaban cuanto antes del instituto, no vaya a que suprimieran su plaza y me
la dieran a mí. Sin embargo, esto no era posible ni a mí me interesaba pues yo
era de un grupo superior. Es más, en Educación hicieron un cambalache (sin
traslado ni nada) pues tenía mi plaza en otro instituto.
La auxiliar laboral quería que los
profesores le estuvieran agradecidos y, para ello, se prodigaba haciéndoles toda
clase de favores, mientras que yo me atenía a mis funciones, También podía
influir mi carácter un tanto reservado. En el fondo, creo que la contratada no
estaba bien –tenía bastantes problemas con su familia– y algo tuve yo que
decirle para mostrarme ese rencor, quizá cuando descubrí su doble juego. Como
yo era funcionario de carrera, me hizo firmar un escrito por el que renunciaba
a su plaza, pues temía que yo se la arrebatara debido a sus prolongadas bajas. El
delegado de Personal de Comisiones Obreras envió una reclamación al inspector
de los Servicios, de la Delegación de Educación, pues yo era delegado del
sindicato en el instituto donde estaba destinado. Pero éste era el trato que dispensaban
al personal en aquel centro, y eso que yo era delegado.
Baste decir que el ordenanza tenía que
venir por las tardes, a abrir la puerta del centro, para que el director y sus
amiguetes –entre ellos, el dueño de un hotel– echaran su partida de tenis en
las instalaciones deportivas. Esto es lo que se llama realizar actividades
prohibidas en un centro público: utilizando al personal laboral, fuera de las
horas de trabajo, así como las instalaciones deportivas fuera de las horas
lectivas. En fin, no se puede abrir un instituto público para tus intereses
particulares, para que eches unas partidas de tenis con personal ajeno. Es de
suponer que el hotelero recompensaría los favores que le hacía el director. Así
andaban las cosas entonces y no pasaba nada, y a ver quien se atrevía a
denunciar esto. El director utilizaba el instituto como si fuera su cortijo, y
al personal como sus lacayos, mientras que a mí me abrían un expediente porque
me negaba a hacer funciones que no me correspondían.
En febrero de 1996, yo llevaba cinco
meses destinado en Granada y habían transcurrido más de dos años de estos
hechos. El instructor me tomó declaración “en calidad de testigo”, porque el
director del instituto citado me abrió injustamente un expediente disciplinario para
empitonarme. Pero el instructor estaba haciendo el paripé para archivar el
asunto sin más trámite. Resulta que la secretaria del instituto me pidió que
compulsara la declaración de la renta de un profesor, que era amigo suyo, y me
negué. En el citado documento, me quejo de que “en otra ocasión tuve que
escribir una carta personal de un profesor dirigida a la universidad (…) El
director dio parte de esto y la inspectora de Educación me entregó un escrito
recordándome que eran obligaciones mías las compulsas y me advertía de abrirme
un expediente de continuar en esta actitud”. Todo eran obligaciones para el
personal de Administración y Servicios, mientras que los profesores gozaban de
toda clase de privilegios. En el interrogatorio, el instructor me pregunta, “si
en algún momento considera haber recibido por parte de los funcionarios
anteriormente mencionados un trato que hubiese atentado contra su dignidad”. Como
ya me encontraba destinado en Granada y el asunto quedaba lejano, alego buenamente
que “es evidente que me quejé al sindicato porque estaba dolido, pero no lo
considero como un atentado a la dignidad”.
Cuando vine destinado a Granada, no
contento con el daño que me había hecho, el director del instituto envió el expediente
que me abrió (la cosa quedó en una información previa y la archivaron), así
como informes negativos y manipulados para ‘recomendarme’ en mi nuevo destino.
De esto me enteré de casualidad, cuando un día vi aquellos papeles en mi
expediente personal. Al día siguiente, cuando fui con un delegado sindical y le
pidió al jefe de Personal que me enseñara el expediente, los “misteriosos
informes” habían desaparecido. Así funcionan las cosas en la Administración:
los unos te recomiendan a los otros, valiéndose de “informes ocultos y falsos”,
a los que sólo tienen acceso los superiores. Y cuando vas destinado de una delegación
a otra, se llaman por teléfono: “Mira, que este tío va para allá, te mando el historial…”.
Y ya llevas tu ficha policial, a la que nunca vas a tener acceso, a pesar de
que la Ley del Procedimiento Administrativo Común indica claramente que los
interesados tienen acceso a su expediente. Con esos informes falsos puedes poner
una denuncia en el juzgado, por eso los mantienen ocultos.
En los años que estuve trabajando en
el instituto, aprobé tres cursos de Derecho con sendas becas, estudiando y
yendo a la facultad por la tarde. Sin embargo, esta fue la ayuda y la comprensión
que tuve de algunos profesores que se dedicaban a la enseñanza. Estos abusos no
eran sólo conmigo: cuando un alumno sufría una caída, o se fracturaba un
miembro haciendo deporte o por otra causa, el profesor de guardia llamaba a un
taxi para que lo llevara al ambulatorio, que se encontraba a un kilómetro. De
paso, le decían al alumno que lo atendieran con la cartilla del seguro de sus
padres, y así no tenían que rellenar un formulario para que fuera atendido por
el Seguro del Estudiante. Algunos hacían esto con total impunidad, aunque había
profesores excelentes. A veces, se daban casos urgentes en que podían acercarlo
en el vehículo de algún profesor o alumno, pero, allí los tenían esperando hasta
que viniera el taxi.
En cuanto al escrito que le dirijo al delegado
de…, en Granada, en 1999, debo señalar que la Administración guarda informes
secretos en el expediente de algunos funcionarios, que nadie se ha molestado en
comprobar si son ciertos, como los que envió el director del instituto. Mis
problemas empiezan en la Delegación, desde el momento en que solicito al
delegado “poder examinar esos documentos y sacar copia de los mismos”. Aquellos
misteriosos informes desaparecieron de allí y nunca llegué a verlos –hoy día permanecen
ocultos en cualquier cajón, de cualquier despacho, para que alguien los utilice
en un momento determinado y con un fin concreto–, pero el caso es que, a partir
de entonces, se desató la cacería y el acoso laboral, del que me quejé al
presidente de la Junta de Personal de Granada y al Defensor del Pueblo Andaluz,
dos meses más tarde. Las quejas no sirvieron para nada. Lo peor de todo esto es
que la mala fama ya no te la quita nadie, aunque pasen treinta años, porque el
expediente va pasando de unos destinos a otros, de unas manos a otras, de unas
bocas a otras: estás “fichado para siempre” y tienes el triste honor de figurar
en la “lista negra”, porque la Administración actual tiene sus “archivos
secretos”.
Yo pude darme cuenta de que en un
instituto de pueblo me habían convertido poco menos que en un delincuente, por
gente sin escrúpulos. Hacía poco que estaba destinado en otro Centro, de
Granada, cuando llegó una mujer de la calle y me pidió que le hiciera
fotocopias, entonces le informé dónde podía hacerlas. Como era amiga del coordinador (un elemento, que no dio nunca un palo al agua), este
me llamó a su despacho y allí me dijo entre otras cosas que era un monstruo, a
pesar de que sabía perfectamente que entre mis funciones no estaban hacer
fotocopias. Meses más tarde, yo era el único al que le descontaban la
productividad de la nómina sin necesidad de justificar por qué tomaba esta
medida arbitraria. He tratado de mostrar los abusos que ocurrían con el
personal de la Administración, por lo que estábamos a merced del cacique de
turno. He hablado con compañeros y, el que no se sometía, pobre de él. Los años
han pasado pero estas “malas prácticas” de la Administración todavía las
aplican a algunos disidentes, como podemos leer de vez en cuando en los
periódicos. “Gregorio Samsa se despertó aquel lejano día convertido en una
cucaracha”, el funcionario Frank Kafka también tuvo problemas con la
Administración.
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