martes, 5 de noviembre de 2019

KAFKA EN LA ADMINISTRACIÓN











Acabo de leer el escrito que le dirijo al jefe de servicio de Gestión de Personal (enero de 1994) y me quedo alucinado, me cuesta trabajo creer que me ocurrieran todas aquellas desdichas, que hubieran tumbado a cualquiera. Recuerdo que, en el instituto de…, necesitaban a un auxiliar administrativo y me ofrecí voluntario, aunque yo era administrativo. Me venía bien cambiar de aires y mi gesto lo tomaron como un favor que les hacía, pues hubieran tenido que convocar una plaza y cubrirla por enfermedad de la auxiliar laboral, una joven contratada que estaba casi siempre de baja, pues se comentaba que se la proporcionaba un médico con el que tenía amistad. Fue incorporarme al instituto, cuando la auxiliar se dio de alta temiendo que le quitara el puesto o que suprimieran su plaza, como me enteré unos meses después. Tras los primeros días trabajando juntos, en que todo fueron atenciones y parabienes (días de vino y rosas), la desgracia empezó a cebarse conmigo. La contratada empezó a propagar bulos y calumnias entre el profesorado, supongo que con el objeto de que me echaran cuanto antes del instituto para que las cosas siguieran como estaban. Así, una mala persona –o una mente enferma– te puede echar encima a toda la tribu, con engaños y artificios, sin que te enteres ni sospeches de lo que se trama a tus espaldas. Si alguien va acusándote por ahí de que has dicho esto o lo otro, de tal o cual profesor (al que ni siquiera conoces), nada de extraño tiene que te miren más o menos como a un delincuente.

En este plan la auxiliar convenció al director, a la secretaria y al administrador, de modo que tuve discusiones con algún que otro profesor, dieron parte de mí sin informarme siquiera, vino un inspector a tomarme declaración, me prohibieron llamar por teléfono, me echaron de la sala de profesores y del bar, en fin, una serie de vejaciones, humillaciones y arbitrariedades como las que le expongo en el escrito al jefe de servicio. Yo no sabía por dónde me venían los tiros, pero todo esto se puede conseguir difamando y manipulando a la personas. Ambos trabajábamos juntos en una pequeña oficina, pero cuando la auxiliar laboral llegó quitaron las persianas para que estuviéramos a la vista del público. Hasta aquí, nada de particular. El caso es que me cayó muy bien al principio, por lo atenta y amable que se mostraba conmigo, pero cuanto me sonsacaba, lo iba largando a unos y otros a su conveniencia y, cuando no, se inventaba las cosas. Yo le hablaba con confianza a esta chavala de unos treinta años, pero luego iba con chismes a unos y a otros, puro maquiavelismo. Recuerdo que un día, uno de los mejores profesores del centro la llamó “tía guarra”, delante de los alumnos, y la nena no dijo esta boca es mía. Como no se aseaba ni duchaba, olía a sudor, por lo que no es difícil imaginar cómo tendría su casa. El caso es que vio en mí al compañero ideal para “hacerle la vida imposible”, pero sin compasión, a ver si me echaban cuanto antes del instituto, no vaya a que suprimieran su plaza y me la dieran a mí. Sin embargo, esto no era posible ni a mí me interesaba pues yo era de un grupo superior. Es más, en Educación hicieron un cambalache (sin traslado ni nada) pues tenía mi plaza en otro instituto.

La auxiliar laboral quería que los profesores le estuvieran agradecidos y, para ello, se prodigaba haciéndoles toda clase de favores, mientras que yo me atenía a mis funciones, También podía influir mi carácter un tanto reservado. En el fondo, creo que la contratada no estaba bien –tenía bastantes problemas con su familia– y algo tuve yo que decirle para mostrarme ese rencor, quizá cuando descubrí su doble juego. Como yo era funcionario de carrera, me hizo firmar un escrito por el que renunciaba a su plaza, pues temía que yo se la arrebatara debido a sus prolongadas bajas. El delegado de Personal de Comisiones Obreras envió una reclamación al inspector de los Servicios, de la Delegación de Educación, pues yo era delegado del sindicato en el instituto donde estaba destinado. Pero éste era el trato que dispensaban al personal en aquel centro, y eso que yo era delegado.
Baste decir que el ordenanza tenía que venir por las tardes, a abrir la puerta del centro, para que el director y sus amiguetes –entre ellos, el dueño de un hotel– echaran su partida de tenis en las instalaciones deportivas. Esto es lo que se llama realizar actividades prohibidas en un centro público: utilizando al personal laboral, fuera de las horas de trabajo, así como las instalaciones deportivas fuera de las horas lectivas. En fin, no se puede abrir un instituto público para tus intereses particulares, para que eches unas partidas de tenis con personal ajeno. Es de suponer que el hotelero recompensaría los favores que le hacía el director. Así andaban las cosas entonces y no pasaba nada, y a ver quien se atrevía a denunciar esto. El director utilizaba el instituto como si fuera su cortijo, y al personal como sus lacayos, mientras que a mí me abrían un expediente porque me negaba a hacer funciones que no me correspondían.



En febrero de 1996, yo llevaba cinco meses destinado en Granada y habían transcurrido más de dos años de estos hechos. El instructor me tomó declaración “en calidad de testigo”, porque el director del instituto citado me abrió injustamente un expediente disciplinario para empitonarme. Pero el instructor estaba haciendo el paripé para archivar el asunto sin más trámite. Resulta que la secretaria del instituto me pidió que compulsara la declaración de la renta de un profesor, que era amigo suyo, y me negué. En el citado documento, me quejo de que “en otra ocasión tuve que escribir una carta personal de un profesor dirigida a la universidad (…) El director dio parte de esto y la inspectora de Educación me entregó un escrito recordándome que eran obligaciones mías las compulsas y me advertía de abrirme un expediente de continuar en esta actitud”. Todo eran obligaciones para el personal de Administración y Servicios, mientras que los profesores gozaban de toda clase de privilegios. En el interrogatorio, el instructor me pregunta, “si en algún momento considera haber recibido por parte de los funcionarios anteriormente mencionados un trato que hubiese atentado contra su dignidad”. Como ya me encontraba destinado en Granada y el asunto quedaba lejano, alego buenamente que “es evidente que me quejé al sindicato porque estaba dolido, pero no lo considero como un atentado a la dignidad”.

Cuando vine destinado a Granada, no contento con el daño que me había hecho, el director del instituto envió el expediente que me abrió (la cosa quedó en una información previa y la archivaron), así como informes negativos y manipulados para ‘recomendarme’ en mi nuevo destino. De esto me enteré de casualidad, cuando un día vi aquellos papeles en mi expediente personal. Al día siguiente, cuando fui con un delegado sindical y le pidió al jefe de Personal que me enseñara el expediente, los “misteriosos informes” habían desaparecido. Así funcionan las cosas en la Administración: los unos te recomiendan a los otros, valiéndose de “informes ocultos y falsos”, a los que sólo tienen acceso los superiores. Y cuando vas destinado de una delegación a otra, se llaman por teléfono: “Mira, que este tío va para allá, te mando el historial…”. Y ya llevas tu ficha policial, a la que nunca vas a tener acceso, a pesar de que la Ley del Procedimiento Administrativo Común indica claramente que los interesados tienen acceso a su expediente. Con esos informes falsos puedes poner una denuncia en el juzgado, por eso los mantienen ocultos.

En los años que estuve trabajando en el instituto, aprobé tres cursos de Derecho con sendas becas, estudiando y yendo a la facultad por la tarde. Sin embargo, esta fue la ayuda y la comprensión que tuve de algunos profesores que se dedicaban a la enseñanza. Estos abusos no eran sólo conmigo: cuando un alumno sufría una caída, o se fracturaba un miembro haciendo deporte o por otra causa, el profesor de guardia llamaba a un taxi para que lo llevara al ambulatorio, que se encontraba a un kilómetro. De paso, le decían al alumno que lo atendieran con la cartilla del seguro de sus padres, y así no tenían que rellenar un formulario para que fuera atendido por el Seguro del Estudiante. Algunos hacían esto con total impunidad, aunque había profesores excelentes. A veces, se daban casos urgentes en que podían acercarlo en el vehículo de algún profesor o alumno, pero, allí los tenían esperando hasta que viniera el taxi.

En cuanto al escrito que le dirijo al delegado de…, en Granada, en 1999, debo señalar que la Administración guarda informes secretos en el expediente de algunos funcionarios, que nadie se ha molestado en comprobar si son ciertos, como los que envió el director del instituto. Mis problemas empiezan en la Delegación, desde el momento en que solicito al delegado “poder examinar esos documentos y sacar copia de los mismos”. Aquellos misteriosos informes desaparecieron de allí y nunca llegué a verlos –hoy día permanecen ocultos en cualquier cajón, de cualquier despacho, para que alguien los utilice en un momento determinado y con un fin concreto–, pero el caso es que, a partir de entonces, se desató la cacería y el acoso laboral, del que me quejé al presidente de la Junta de Personal de Granada y al Defensor del Pueblo Andaluz, dos meses más tarde. Las quejas no sirvieron para nada. Lo peor de todo esto es que la mala fama ya no te la quita nadie, aunque pasen treinta años, porque el expediente va pasando de unos destinos a otros, de unas manos a otras, de unas bocas a otras: estás “fichado para siempre” y tienes el triste honor de figurar en la “lista negra”, porque la Administración actual tiene sus “archivos secretos”.


Yo pude darme cuenta de que en un instituto de pueblo me habían convertido poco menos que en un delincuente, por gente sin escrúpulos. Hacía poco que estaba destinado en otro Centro, de Granada, cuando llegó una mujer de la calle y me pidió que le hiciera fotocopias, entonces le informé dónde podía hacerlas. Como era amiga del coordinador (un elemento, que no dio nunca un palo al agua), este me llamó a su despacho y allí me dijo entre otras cosas que era un monstruo, a pesar de que sabía perfectamente que entre mis funciones no estaban hacer fotocopias. Meses más tarde, yo era el único al que le descontaban la productividad de la nómina sin necesidad de justificar por qué tomaba esta medida arbitraria. He tratado de mostrar los abusos que ocurrían con el personal de la Administración, por lo que estábamos a merced del cacique de turno. He hablado con compañeros y, el que no se sometía, pobre de él. Los años han pasado pero estas “malas prácticas” de la Administración todavía las aplican a algunos disidentes, como podemos leer de vez en cuando en los periódicos. “Gregorio Samsa se despertó aquel lejano día convertido en una cucaracha”, el funcionario Frank Kafka también tuvo problemas con la Administración.


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