viernes, 5 de agosto de 2022

¡Salve, Virgen de las Nieves!, de Enrique Seijas

 

Foto de J. A. Noguera, para la Salve




¡Salve, Virgen de las Nieves!

 



Señora:

             Pensé que sería difícil, para quien no es hijo de este pueblo, ponerse a la altura de ellos y hablarte. Pero me equivoqué, pues basta postrarse ante ti, mirarte a los ojos y entender, en un solo instante, el amor que aquí te tienen y la devoción que te profesan. Cuentan las crónicas que tu imagen salió de la gubia maestra de Bernabé de Gaviria a comienzos del siglo XVII, por encargo del entonces alcalde de Gabia Luis Sánchez de Castro. Pero es evidente que estabas ya en la mente de todos los vecinos y que el escultor no tuvo más que seguir la inspiración que le enviaste desde el Cielo para hacerte, sin duda, a imagen y semejanza de aquella hermosísima María, Madre de Dios y madre nuestra, que acunó con mimo a Jesús tras su nacimiento y sufrió tres décadas después el dolor desgarrador de estrecharlo contra su pecho cuando lo bajaron de la Cruz.

Esos ojos hermosísimos, esa mirada comprensiva y temerosa, ese gesto de amor sin límites, esa actitud receptiva para cuantos acuden a tu ermita no pueden ser más que reflejo exacto de la María Universal que Cristo nos ofreció en la persona del discípulo Juan, el único de sus seguidores que se atrevió a seguirlo hasta el Gólgota para consolar a la madre de todos los hombres y mujeres. Unos ojos y una mirada que cautivan desde el mismo instante en que uno los percibe, como le ocurrió a aquel marinero que se entretuvo en presenciar tu procesión y sin conocerte se te entregó para siempre. He subido, Virgen de las Nieves, hasta tu santuario en compañía de unos buenos amigos; he sentido, allí, esa paz y esa agradable sensación de plenitud que únicamente pueden percibirse en los lugares santos; más tarde, en el interior de tu Camarín, te he tenido al alcance de mi mano pero no me atreví a tocarte. Era tal la emoción que me embargaba al saberte tan cerca, al pisar donde sólo pisan quienes cada año acuden a sacarte para deleite y satisfacción de tus hijos, para que se renueve el milagro de la piedad popular en las calles del pueblo, que me limité a contemplarte, recé un Avemaría con todo el fervor de que fui capaz y te agradecí, desde lo más profundo de mi alma, aquella privilegiada e inesperada oportunidad.

            Dios te salve, María de las Nieves, Reina y Señora de Las Gabias, que habitas simbólicamente en el cerro donde se asienta tu santuario pero estás en realidad en todos y cada uno de los corazones de tus hijos.

            Llena eres de la gracia de Dios, de belleza, de amor, de ternura infinita que derramas a manos llenas sobre tus hijos, entre los que me cuento.

            El Señor es contigo y a través de ti con todos los que te profesan devoción y veneración, los que con puntualidad a veces o con espontaneidad las más de ellas, acuden a postrarse a tus plantas y te hacen partícipes de sus alegrías y sus penas, de sus logros y sus frustraciones, de sus iniciativas y sus metas, encontrando en todos los casos el ánimo que necesitan, el consuelo que les reconforta, el impulso que les anima, el cariño y la luz sin los que se sentirían perdidos.

            Bendita Tú eres entre todas las mujeres porque fuiste la elegida para ser la Madre de Dios y te convertiste con Cristo, tu divino Hijo, en corredentora de los hombres y mujeres de este mundo, en guía y refugio de la humanidad entera, en faro y norte, referencia y orientación.

            Y bendito es el fruto de tu vientre, sagrario de Dios vivo, fértil tierra donde germinó la semilla divina, sumisa y sencilla portadora del más grande don que el Señor ha concedido al género humano: su Hijo hecho carne para enseñarnos el camino del amor, por la vía de ofrecer su propia vida para nuestra redención.

            Santa María Madre de Dios y madre de los hombres y mujeres de esa tierra, y madre también de cuantos acuden a ti en demanda de favor, confiados en tu desprendido amor que sabes derramar con generosidad.

            Ruega por nosotros ante tu divino hijo, Jesús, que nada puede negarte, y no tengas en cuenta nuestra condición de pecadores, nuestra insistencia en no seguir sus consejos de amor y paz entre los hombres y mujeres del mundo con buena voluntad; a pesar de que nos empeñemos en profundizar las diferencias entre los seres humanos y, por ende, las diferencias entre los países.

            Ahora y en la hora de nuestra muerte, para que mientras vivamos jamás nos falte tu consuelo, tu apoyo y tu ayuda, pero también que cuando desaparezca nuestro cuerpo mortal, vaya el alma a habitar en tu compañía los eternos parajes celestiales. Así sea.

            Rezada la oración me asomé al mirador de tu casa y admiré la belleza de una Vega en trance de desaparición por la acción depredadora del hombre, la hermosura de un paisaje sin igual con el que Dios quiso distinguir a los granadinos, respiré el aire limpio de un lugar santo y oí el silencio propio del respeto con el que te visitan tus hijos. ¡Qué bonita es Granada desde aquí!, pensé; pero con serlo, y no sólo desde allí, influye en la percepción del visitante tanto tu cercanía como la certidumbre de que sólo con pensar en ti se siente uno seguro, tranquilo, lleno de paz y de amor.

                         Sólo con llamarte Madre,

                        mi corazón se estremece,

                        mi alma vibra de gozo

                        y hasta el tiempo se detiene.

                         He venido hasta tu lado

                        para postrarme a tus plantas,

                        para ponerme en tus manos

                        y rendirte un homenaje

                        de admiración y de fe,

                        de cariño, de fervor;

                        un homenaje sincero,

                        de sentimientos profundos,

                        con el que darte las gracias

                        por tus desvelos, tu amor,

                        tu protección infinita,

                        tu aliento y dedicación.

                         Porque Tú eres para mí, Madre,

                        para tus hijos devotos,

                        fuerza cuando nos cansamos,

                        faro y guía si nos perdemos,

                        luz cuando andamos a oscuras,

                        consuelo en la frustración,

                        compañía en la alegría

                        y compañera incansable

                        generosa en el amor.

                         Por eso, Reina y Señora,

                        orienta a este exaltador

                        para que sepa encontrar

                        las palabras adecuadas,

                        el verbo más apropiado,

                        la frase más elocuente,

                        el piropo más sonado,

                        con los que expresarte,

                        sin rodeos ni artificios,

                        esa devoción sincera

                        que como buen hijo tuyo

Enrique Seijas

                        guardo con celo en mi pecho

                        hacia tu divina gracia;

                        para ser el portavoz,

                        con la debida elocuencia,

                        de ese cariño infinito,

                        ese fervor y esa fe

                        que Gabia te manifiesta.

 

            

Más tarde leí sobre tu historia, acerca del empeño de todo un pueblo por tenerte como Patrona, de cómo tus hijos te llevan en el corazón y se reprochan incluso no acudir a tu lado con la asiduidad que te mereces para compensar, humildemente, tus desvelos protectores. Y recordé las palabras que uno de ellos te dirigió, Virgen de las Nieves, con las que enseguida me identifiqué y hago por tanto mías:

                        Sé que no la merezco,

                        recuerdo que me decía,

                        porque no vengo, como quisiera,

                        a verla todos los días;

                        porque no soy como Ella desea,

                        porque no llevo el amor

                        de Jesús como bandera.

                        Yo bajaba los ojos, seguía,

                        sabiendo que me escuchaba,

                        y hasta guardaba silencio

                        sin atreverme a mirarla;

                        dejaba pasar el tiempo

                        hasta sentirte en el alma,

                        y cuando tras un buen rato

                        alzaba al fin la mirada,

                        la Virgen me sonreía,

recuerdo que me contaba,

                        o al menos yo lo notaba;

                        no te preocupes, oía,

                        no te preocupes por nada;

                        estés donde estés, no lo dudes,

                        siempre me tendrás al lado,

                        basta que pienses en mí

                        y que eleves la mirada.

                        Por eso en tiempos perdidos,

                        cuando la noche me embarga,

                        recordando esas palabras

una oración me ha bastado

                        para encontrar el sosiego,

                        volver al camino recto

                        y recuperar la calma.

                        Por eso también, Virgen mía,

                        hasta tu casa he venido

                        para postrarme a tus plantas,

                        para decirte te quiero,

                        para mirarte a los ojos

                        y agradecer que jamás,

                        a pesar de mis errores,

                        dejes vacía mi alma.

             Era esa clase de oración, sentida y sincera, que sale del alma y se eleva hasta el Cielo por el camino más corto; esas palabras que una madre como Tú agradece porque no siguen un canon ni unas normas preestablecidas, porque son espontáneas y llenas de amor; porque constituyen, en definitiva, el saludo más hermoso, en su intención mucho más que en su forma, que puede hacerse a tu nombre, María.

            Y al oírlas, después de mirar de nuevo a tu Camarín y admirar el horizonte, me prometí a mí mismo que volvería.

Enrique Seijas Muñoz, Periodista



         Enrique Seijas escribió, o más bien compuso, ¡Salve, Virgen de las Nieves!, por la amistad que nos unía, para mi libro Gabia, la memoria perdida (2004), y hoy, con motivo de la procesión de la Virgen de las Nieves Coronada, quiero que los gabirros conozcan esta prosa poética a la vez que reivindico la memoria del bueno de Enrique. A veces me lo encontraba en Granada, o lo veía en el Colegio de Gestores Administrativos, y echábamos un rato de charla donde me hablaba de varios libros que tenía pendientes de escribir, o me contaba alguna que otra frustración. Sin embargo, Enrique falleció de un infarto el 5 de julio de 2012, a los 67 años. Fue delegado del diario Ideal en Almería y después pasó por las redacciones de Jaén y Granada. Años después, el Ayuntamiento de Granada dedicó un parque en su memoria, en el Barrio de los Periodistas. Enrique escribió también más de cincuenta pregones sobre la Semana Santa y no hace falta decir que Gabia le debe una Salve, que precisamente leyó en la iglesia de la Encarnación, de Las Gabias, en 2005.

1 comentario:

  1. Comentarios de Facebook:
    Miguel Ángel Vilchez. Un grande mi añorado amigo Enrique, que se nos fue muy pronto. Dep allá donde este.
    Leandro. Quizá he tardado tiempo en reconocer su salve y su amistad

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