viernes, 21 de enero de 2022

LA BALADA DEL MENDIGO

 

El tío José



Acaba de anochecer y la gente pasa de largo, se diría que con cierta indolencia, por las calles de la ruidosa ciudad mientras un mendigo observa callado en su rincón. Unas cuantas bolsas de plástico, ennegrecidas por el continuo trasiego, componen todo su hatillo. Sin embargo, a nadie parece importarle la suerte que pueda correr este pobre hombre, en medio de la intemperie y durmiendo al raso con unas temperaturas por debajo de cero grados. El mendigo tiene la tez morena y los ojos apagados, se cubre la cabeza con un gorro de lana y, para protegerse del frío, se arropa con un par de mantas. Andará cerca de los sesenta años pero se le ve envejecido, debido a que duerme poco y mal, y de alimentarse a base de fiambre. El vagabundo, cuando el día comienza a clarear, se pone a doblar las mantas, se coloca  una arrugada chaqueta de color oscuro y luego recoge los avíos, con el mismo afán que si tuviera que marcharse al tajo. Poco después se traslada a una calle más arriba, donde pone su silla plegable y el tenderete de bolsas al lado de un semáforo. El pedigüeño, sin embargo, se distrae viendo pasar la primera oleada de peatones, mientras piensa: Estos ‘currelantes’ no dan ni los buenos días. Son oficinistas, funcionarios, obreros, estudiantes y amas de casa que por lo general van con la hora bastante ajustada. Más tarde, sobre las diez de la mañana, los comercios abren sus puertas y las calles comienzan a animarse. La gente ahora no lleva tanta prisa y es más desprendida. ¡Una  limosnica, mujer”, le dice, poniendo la mano, a una vieja que acaba de oír misa en una iglesia cercana. Luego, a media mañana, y siempre con el cigarro en la boca, se arranca a cantar para animar el patio. Entonces los viandantes se paran un momento a escuchar al mendigo cantaor y puede que a alguno le entre el sentimiento.

 En estos días desapacibles de invierno, cuando llega la noche, para el mendigo es lo mismo que si hubieran tocado retreta. Hace como que entorna los ojos y, asomando el gorro y las orejas por encima de las mantas, se arrebuja en su rincón para resguardarse del aire serrano y gélido, que pasa de largo, calle arriba, en dirección al Camino de la Redonda, extendiendo sin compasión su frío manto por los barrios de la ciudad y cebándose con los más necesitados. En esa inmensa soledad del vagabundo, las noches transcurren en duermevela, entre fantasmas imaginarios y recuerdos traidores, pero con la claridad del día se van difuminando todas sus pesadillas. Hace unas cuantas noches fui a darle unas monedas, y el tío José –que así se llama– me dice: Mira, hombre, a ver si me puedes hacer el favor de traerme este botecico, lleno de leche caliente, del bar que hay doblando aquella esquina. Es que yo no puedo moverme porque tengo esta pierna mala. ¿Sabes lo que te digo? Toma, aquí están las doscientas pesetas que vale la leche. Como me hablaba con aquella confianza y esa manera que tiene de decirte las cosas, yo me sentí como un niño dispuesto a ir adonde hiciera falta. Al dueño del bar le pregunté qué le había pasado al mendigo: Dicen que estaba trabajando en una obra y un compañero suyo se mató a sus pies. Desde entonces se volvió loco. ¿Qué dónde duerme? Pues sentado en la silla, donde mismo te lo has encontrado. Me confirmó que el mendigo apenas puede mover la pierna y, frotando los dedos de la mano, me dice: Y su familia tiene mucho de esto. Cuando le llevo el bote, con su medio litro de leche caliente, el tío José no cabe de contento: ¡Que Dios te lo pague, hombre! Intenté decirle algo, pero él me hacía señas con la mano y me respondía siempre lo mismo: Verás, es que no oigo nada...

 Recientemente, unos vecinos recogieron firmas para que las autoridades se lo llevaran a un centro asistencial. Alegaban, en su descargo de conciencia, que su falta de higiene es bochornosa y que el principal interés de ellos es que este anciano viva una vida mejor en un centro adecuado. Por eso, no quieren que se les tache de crueles al pretender expulsar al mendigo. Lo cierto es que lo acusaron hasta de hurgarse en la nariz y los firmantes no pararon hasta echar de la garita al tío José, el cual tuvo que coger los arreos y buscarse otro rincón donde pasar la noche. Al parecer, el mendigo causaba mala impresión en la calle y esto se ve que debía estropearle el negocio a los tenderos. Por eso, cada vez que veo al tío José con las mantas por encima de los hombros, entretenido con el cordel de alguna talega, el chuzo siempre a mano y su inexpresiva cara que lo dice todo, me pregunto si todavía quedará por ahí algún rescoldo de misericordia. Su silueta gris es un icono de otra época que le ha salido a la calle Alhamar, pero que ya forma parte de su paisaje y de su leyenda, porque nunca antes fue tan famoso un mendigo liado en un par de mantas viejas. Y sin embargo, su imagen encorvada y humillada refleja la miseria, la insolidaridad y, sobre todo, esa estación de destino en la que nadie quiere apearse.

 En ‘rialidá’, si usted se fija bien, más que cantar parece que está balando como una oveja descarriada, me decía un jubilado que pasaba por allí. Y otro hombre, que estaba al lado, sentenció: Con estas temperaturas, este pobretico no llegará a la primavera.  Fue entonces cuando me dio por pensar que, si el tío José, el mendigo cantaor, vendiera iguales, cantaría como nadie los números de la suerte: ¡Vamos, señores, que tengo el gordo para hoy! Y entonces nadie intentaría echarlo de la esquina, porque ya la tendría en propiedad, y cuando alguien le recordara el favor que le hicieron los firmantes, el tío José,  con la miaja de felicidad que dan los cupones, les espetaría: ¡Que se ‘joan’!

 Publicado en Ideal, el 6 de febrero de 2001   

 Posdata: Unos meses después se llevaron al mendigo al Hospital Clínico, pues ya no se podía mover a causa de la pierna. Según me confirmaron, el tío José falleció al poco tiempo en el hospital pues se encontraba bastante mal de salud. Durante el día pedía en la esquina de la calle Alhamar, al lado de la farmacia. Por la noche dormía en la calle de las Flores, en un rincón, al lado de una tienda de animales. 

https://en-clase.ideal.es/2022/01/21/leandro-garcia-casanova-la-balada-del-mendigo/?fbclid=IwAR39ksHmVPF7EYGMo0ZFlQGX9cXfU7nleUaoFF5GwE7pj_4c0DFT1sDSRYQ

He encontrado estos apuntes, que escribí el 20 de enero de 2001.

“Voy a una cita y camino distraído con mis ideas, pero al pasar por la calle sobre las 19:25 horas, un mendigo se encuentra sentado en una silla, en un rincón de la calle, tocado con una gorra de plástico. Mi pensamiento me lanza un aviso: ¿Cuánto tiempo durará este mendigo, con estas temperaturas por debajo de cero grados y durmiendo a la intemperie? ¿Cuántos días de vida le quedan a este hombre, que no se le ve viejo, pero sí envejecido para los cuarenta años que aparenta tener? Y, lo que es peor, ¿cuánto tiempo durará la indiferencia de los viandantes, que pasan como yo distraídamente a su lado, con nuestros grandes problemas? Parece una alegoría: el mendigo sentado espera a que la vida lo remate de una vez, a causa de una hipotermia traicionera, en mitad de la noche… Durante la noche, los termómetros han marcado unas temperaturas de hasta seis grados bajo cero y temo que le haya ocurrido algo. Falta poco para las ocho de la mañana y el mendigo está ahí, entretenido, doblando la ropa como si tal cosa, y dispuesto a echar otro día. Entonces me decido a conocer a este hombre: “¡Se va usted a congelar un día de éstos!” Se vuelve y me dice que le hable más fuerte, porque no oye bien, pero acto seguido empieza a dar voces: “¡Yo me moriré pero arderán todos los juzgados!... ¡Yo tenía mi familia y mis padres remanecen de Almería!...” Como lo veo un tanto agresivo, decido irme. El portero del bloque de abajo, que había escuchado las voces, se asoma y me dice: “¡Ten cuidado, que tiene una barra de hierro! Lo que yo no me explico es cómo puede aguantar este cristiano, con los hielos que están cayendo... He oído decir –continúa el portero-, pero no me hagas mucho caso, que este hombre tenía su mujer y sus hijos, pero parece ser que las cosas se jodieron...”. Al final, yo mismo me sorprendo tarareando una antigua canción húngara: “Canta, mendigo errante, cantos de tu niñez, ya que nunca tu patria volverás a ver... ¡Canta, vagabundo, tus miserias por el mundo!... Si al final este escrito consigue mover o conmover a alguien, para que podamos sacarlo del estado de necesidad, de esa muerte lenta… Yo no puedo seguir pasando de largo por más tiempo ante este pobre mendigo, que no tiene a nadie. De las miradas furtivas, de la compasión ajena no se vive, en esta sociedad podíamos vivir bien todos, pero la redistribución de la riqueza es una utopía: cada vez hay mayor desigualdad entre ricos y pobres”. 

 Copio este párrafo de artículo ‘Inéditos, ilusos y pardillos’, que Ideal me publicó en agosto de 2002:

“…aunque, en realidad, el mendigo era yo. Me vi reflejado en él debido a que lo estaba pasando bastante mal en el trabajo. Del tío José, ignoro qué habrá sido de él. Hasta puede que esté pidiendo limosna en alguna esquina del cielo, dada su mala salud. Recuerdo que, en la calle Alhamar, entonaba una triste balada por las mañanas, y yo sólo me limité a poner la letra a la miserable vida del mendigo ‘cantaor’”.

3 comentarios:

  1. Querido amigo Leandro:
    Confío en que “el tío José” ya pasara todo lo que tenía que pasar en este valle de lágrimas, y que ahora se encuentre gozando de otra vida más bonita y descansando en paz allá donde se encuentre.
    Por desgracia, sigue habiendo muchos “tíos José” por esos mundos de Dios, y esta sociedad sigue viéndolos como armatostes fuera de lugar.
    Y nuestros políticos que son al fin y a la postre los que pueden y deben hacer algo al respecto con nuestros “tíos José”, parece que andan más preocupados por las gallinas que por las personas; para ellas y para otros animales hacen leyes que las protegen hasta lo indecible, hasta lo impensable, las mismas que no hay al parecer para los “tíos José”.
    Que el Señor nos pille en buena hora.
    Un abrazo.

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  2. Amigo Roberto: los vecinos consiguieron echarlo de la calle Alhamar y el tío José se refugió en la calle de Las Flores, entre aquella calle y Arabial. Aquí estaba más escondido, esto fue lo que me movió a escribir sobre el indigente y este fue mi primer artículo en Ideal. Al cabo de los años me doy cuenta de que el mendigo no era consciente de su penosa situación

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  3. Comentarios de unos amigos.
    José Enrique Aybar. Una historia muy bien contada pero lleva una carga de drama individual y una insolidaridad social
    Pepe Pinteño: Aunque veo que hace tiempo que lo publicaste, eso no impide que al leerlo impresiona y hace pensar
    Ramón Montes. Yo creo que todos los mendigos que hay viviendo en la calle son enfermos mentales.

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