A don Alejandro Fernández Pestaña
En 1968 los seminaristas de Guadix
asistimos a las clases del Instituto Pedro Antonio de Alarcón, dos años después
de su inauguración. Supongo que la ley de Educación, de entonces, obligaba a los
alumnos de los seminarios a asistir a las clases de los institutos, o bien porque
esta opción era la más económica. Lo cierto es que, en esos años del Desarrollo, sólo existía en la provincia
de Granada el Instituto Nacional de
Enseñanza Media Padre. Suárez, y todo lo demás eran Secciones Delegadas del mismo. Por las mañanas salíamos del Seminario,
que se encontraba en la Puerta Alta, cruzábamos la calle de San Miguel y pasábamos
por la iglesia de la Magdalena –la
antigua mezquita de los Renegados, en referencia a los moriscos conversos–,
en dirección al instituto nuevo. No recuerdo los nombres de los profesores ni
siquiera sus caras, aunque conservo la imagen de un catedrático que tenía gafas
y era de pequeña estatura. Recuerdo algún que otro apellido de los nuevos
compañeros de curso, quizá porque sólo cursé en el instituto el cuarto de
bachiller y la reválida. De ese año, que fue decisivo para mí, apenas tengo
recuerdos y los tengo cogido con alfileres. Entonces yo tenía quince años y era
un alumno del montón, que iba sacando mis aprobados –en tercero saqué una
matrícula de honor en religión– y algún que otro notable, pero con la
dificultad añadida de que no sabía memorizar con mis palabras, de manera que me
aprendía las frases enteras tal y como venían en los libros. En ese tiempo nadie
te enseñaba a estudiar.
En el Seminario solamente salíamos de
paseo los sábados, por la tarde, íbamos y volvíamos a Purullena, por la
carretera antigua, o jugábamos un partido de fútbol en la rambla donde hoy se
encuentra el puente de la A-92, poco antes del cruce para Murcia o Almería, o
bien pasábamos la tarde donde hoy está el Parque Periurbano, cerca de la
Urbanización Cristo de los Favores. Sin embargo, salir todas las mañanas para
ir a clase, al instituto, fue una gran novedad para todos nosotros,
acostumbrados a aquel ambiente protector y cerrado del Seminario. Esto me llevó
a decirle, a dos compañeros de curso, que eran de Guadix: “Yo no sé cómo podéis
vivir vosotros”, y es que me costaba trabajo comprender la vida fuera del
Seminario. Fue en el instituto donde conocí la existencia de los hermanos
fossores, posiblemente por la cercanía del cementerio y porque los curas nos
llevaron de visita. Una tarde, aquellos frailes nos enseñaron las celdas
austeras y sombrías, con una mesa, una silla y aquellos camastros, donde una
tabla hacía las veces de colchón. “Nos levantamos para rezar, a las cuatro de
la madrugada”, nos dijo un fossor. Entonces enterraban a los difuntos en la
tierra, por lo que tenían que utilizar el pico y la pala. Más pobreza no se
podía pedir. Lo cierto es que aquellos hombres me impresionaron, pues vivían
apartados del mundo y encerrados entre las tapias del cementerio, al lado de
los difuntos.
Al final del curso 1968/1969 saqué cinco
notables, un aprobado y dos suspensos: las matemáticas y la física y química.
Las ciencias no se habían hecho para mí y siempre se me atragantaban. En los
primeros días de septiembre tuvimos los exámenes de recuperación, recuerdo que
paré en una pensión del barrio de la Magdalena, junto a otros compañeros, uno
se llamaba César, un chico alegre e inocente que procedía de Baza. La patrona
nos dejó un enorme reloj de campana para que nos despertara, de esos que suena
mucho el tic tac, el caso es que apenas dormí y me levanté como un zombi. Antes
de un examen repasé los polders –esas
barreras que los holandeses construyeron en las playas para ganarle terreno al
mar– y resultó que cayó esa pregunta. El caso es que aprobé las dos asignaturas
pendientes, así como la Reválida de
Cuarto, (en el Libro de Calificación Escolar viene como examen de grado elemental), con una nota media de un cinco. La Reválida era un examen de los cuatro
cursos del antiguo Bachiller Elemental,
pero el pedagogo o profesor que le dio el nombre se quedaría descansando con el
invento, porque de elemental no tenía nada sino todo lo contrario.
En varias ocasiones coincidí con una
chica rubia y menuda, en el camino de ida al instituto, aunque apenas si cruzamos
algunas frases. La chavala no era gran cosa, pero me quedé prendado de ella por
su naturalidad. Ahora que lo pienso, aquel fue mi primer y efímero amor
platónico. Entonces, yo hablaba con frecuencia con el padre espiritual, el
jesuita Manuel Cantero –con el que he conservado la amistad durante todos estos
años, a través de cartas y encuentros–, pero,
cómo me vería ese año que al final del curso me aconsejó que abandonara el
Seminario. Yo me quedé bastante sorprendido, pues no me lo esperaba y, lo que
es peor, no tenía ningún plan fuera de aquel ambiente protector del Seminario,
que duraba ya cinco años. No recuerdo sus palabras, pero posiblemente me diría que
dejara el Seminario durante un año y que reflexionara lo que me convenía... La
salida suponía irme a otro colegio, precisamente cuando mi padre se quejaba del
dinero que le costaba mi permanencia en el Seminario, que entonces era el más
económico.
Aquella salida al instituto, el contacto
con los compañeros de curso y con la calle, y sobre todo aquel sistema de
enseñanza laico nos debió de impactar a muchos seminaristas, sin embargo, yo
creía que seguía siendo el mismo adolescente pero las cosas ya no iban a ser
igual. En todos estos años, no le he preguntado al padre Manuel Cantero por las
razones que vio para aconsejarme que dejara el Seminario. Posiblemente por
olvido o porque aquello ya no tenía importancia, pero entonces yo me sentí como
el ave que está en una jaula y un día le dicen que tiene que echar a volar y
enfrentarse a la vida. El Instituto Pedro A. de Alarcón fue entonces como esa
ventana por la que nos asomamos a un mundo diferente al que conocíamos y
aquello debió ser un acontecimiento en nuestras vidas. Hace poco más de un mes
me pasé por el Instituto, casi medio siglo después. Las aulas se veían desde la
entrada, recorrí aquellos pasillos olvidados y me asomé al campo de fútbol,
donde tomé unas fotos. Pero lo que en mi adolescencia se me antojó un instituto
demasiado grande, ahora, al cabo de medio siglo, lo veía demasiado pequeño.
La Sección
Delegada Mixta de Guadix, del Instituto Nacional de Enseñanza Media ‘P. Suárez’
–así viene en mi Libro de
Calificación Escolar y el sello con el águila del régimen de Franco–, fue inaugurada en 1966. Empezó con 112 alumnos, en turnos de
mañana y tarde. Hoy, medio siglo después, cerca de 400 alumnos asisten a sus
clases de Enseñanza Secundaria Obligatoria, Bachillerato y Formación
Profesional, mientras que otros 194 alumnos están matriculados en el nocturno. El
escritor Pedro A. de Alarcón no llegó a ver la llegada del tren a Guadix,
porque falleció unos años antes, en 1891. Le gustaba mucho viajar en las
diligencias de entonces y dejó constancia en varias novelas, como el viaje que
hizo en la diligencia de Granada a Motril, pasando por los pueblos donde se libraron batallas
contra los moriscos sublevados, y que recogió en su histórica e inolvidable
novela ‘La Alpujarra’ (1873). Por eso, lo menos que podía hacer la ciudad de Guadix
en los años sesenta, con Pedro A. de Alarcón, su ilustre hijo pródigo, era que
el primer instituto de la comarca llevara su nombre.
Publicado en Wadi-as, en mayo de 2016
En agosto quedé con el padre Cantero y le pregunté por qué me aconsejó que dejara el Seminario. Yo tenía curiosidad por su respuesta: "Si te digo la verdad, no me acuerdo. Yo tenía fichas de cada uno de vosotros, pero las rompí". Esta fue su breve contestación al enigma. Tiene ya 86 años y le cuesta trabajo andar.
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