martes, 21 de junio de 2016

RECUERDOS DEL IES PEDRO A. DE ALARCÓN





A don Alejandro Fernández Pestaña




En 1968 los seminaristas de Guadix asistimos a las clases del Instituto Pedro Antonio de Alarcón, dos años después de su inauguración. Supongo que la ley de Educación, de entonces, obligaba a los alumnos de los seminarios a asistir a las clases de los institutos, o bien porque esta opción era la más económica. Lo cierto es que, en esos años del Desarrollo, sólo existía en la provincia de Granada el Instituto Nacional de Enseñanza Media Padre. Suárez, y todo lo demás eran Secciones Delegadas del mismo. Por las mañanas salíamos del Seminario, que se encontraba en la Puerta Alta, cruzábamos la calle de San Miguel y pasábamos por la iglesia de la Magdalena –la antigua mezquita de los Renegados, en referencia a los moriscos conversos–, en dirección al instituto nuevo. No recuerdo los nombres de los profesores ni siquiera sus caras, aunque conservo la imagen de un catedrático que tenía gafas y era de pequeña estatura. Recuerdo algún que otro apellido de los nuevos compañeros de curso, quizá porque sólo cursé en el instituto el cuarto de bachiller y la reválida. De ese año, que fue decisivo para mí, apenas tengo recuerdos y los tengo cogido con alfileres. Entonces yo tenía quince años y era un alumno del montón, que iba sacando mis aprobados –en tercero saqué una matrícula de honor en religión– y algún que otro notable, pero con la dificultad añadida de que no sabía memorizar con mis palabras, de manera que me aprendía las frases enteras tal y como venían en los libros. En ese tiempo nadie te enseñaba a estudiar.

En el Seminario solamente salíamos de paseo los sábados, por la tarde, íbamos y volvíamos a Purullena, por la carretera antigua, o jugábamos un partido de fútbol en la rambla donde hoy se encuentra el puente de la A-92, poco antes del cruce para Murcia o Almería, o bien pasábamos la tarde donde hoy está el Parque Periurbano, cerca de la Urbanización Cristo de los Favores. Sin embargo, salir todas las mañanas para ir a clase, al instituto, fue una gran novedad para todos nosotros, acostumbrados a aquel ambiente protector y cerrado del Seminario. Esto me llevó a decirle, a dos compañeros de curso, que eran de Guadix: “Yo no sé cómo podéis vivir vosotros”, y es que me costaba trabajo comprender la vida fuera del Seminario. Fue en el instituto donde conocí la existencia de los hermanos fossores, posiblemente por la cercanía del cementerio y porque los curas nos llevaron de visita. Una tarde, aquellos frailes nos enseñaron las celdas austeras y sombrías, con una mesa, una silla y aquellos camastros, donde una tabla hacía las veces de colchón. “Nos levantamos para rezar, a las cuatro de la madrugada”, nos dijo un fossor. Entonces enterraban a los difuntos en la tierra, por lo que tenían que utilizar el pico y la pala. Más pobreza no se podía pedir. Lo cierto es que aquellos hombres me impresionaron, pues vivían apartados del mundo y encerrados entre las tapias del cementerio, al lado de los difuntos.


Al final del curso 1968/1969 saqué cinco notables, un aprobado y dos suspensos: las matemáticas y la física y química. Las ciencias no se habían hecho para mí y siempre se me atragantaban. En los primeros días de septiembre tuvimos los exámenes de recuperación, recuerdo que paré en una pensión del barrio de la Magdalena, junto a otros compañeros, uno se llamaba César, un chico alegre e inocente que procedía de Baza. La patrona nos dejó un enorme reloj de campana para que nos despertara, de esos que suena mucho el tic tac, el caso es que apenas dormí y me levanté como un zombi. Antes de un examen repasé los polders        –esas barreras que los holandeses construyeron en las playas para ganarle terreno al mar– y resultó que cayó esa pregunta. El caso es que aprobé las dos asignaturas pendientes, así como la Reválida de Cuarto, (en el Libro de Calificación Escolar viene como examen de grado elemental), con una nota media de un cinco. La Reválida era un examen de los cuatro cursos del antiguo Bachiller Elemental, pero el pedagogo o profesor que le dio el nombre se quedaría descansando con el invento, porque de elemental no tenía nada sino todo lo contrario.

En varias ocasiones coincidí con una chica rubia y menuda, en el camino de ida al instituto, aunque apenas si cruzamos algunas frases. La chavala no era gran cosa, pero me quedé prendado de ella por su naturalidad. Ahora que lo pienso, aquel fue mi primer y efímero amor platónico. Entonces, yo hablaba con frecuencia con el padre espiritual, el jesuita Manuel Cantero –con el que he conservado la amistad durante todos estos años, a través de cartas y encuentros–,  pero, cómo me vería ese año que al final del curso me aconsejó que abandonara el Seminario. Yo me quedé bastante sorprendido, pues no me lo esperaba y, lo que es peor, no tenía ningún plan fuera de aquel ambiente protector del Seminario, que duraba ya cinco años. No recuerdo sus palabras, pero posiblemente me diría que dejara el Seminario durante un año y que reflexionara lo que me convenía... La salida suponía irme a otro colegio, precisamente cuando mi padre se quejaba del dinero que le costaba mi permanencia en el Seminario, que entonces era el más económico.

Aquella salida al instituto, el contacto con los compañeros de curso y con la calle, y sobre todo aquel sistema de enseñanza laico nos debió de impactar a muchos seminaristas, sin embargo, yo creía que seguía siendo el mismo adolescente pero las cosas ya no iban a ser igual. En todos estos años, no le he preguntado al padre Manuel Cantero por las razones que vio para aconsejarme que dejara el Seminario. Posiblemente por olvido o porque aquello ya no tenía importancia, pero entonces yo me sentí como el ave que está en una jaula y un día le dicen que tiene que echar a volar y enfrentarse a la vida. El Instituto Pedro A. de Alarcón fue entonces como esa ventana por la que nos asomamos a un mundo diferente al que conocíamos y aquello debió ser un acontecimiento en nuestras vidas. Hace poco más de un mes me pasé por el Instituto, casi medio siglo después. Las aulas se veían desde la entrada, recorrí aquellos pasillos olvidados y me asomé al campo de fútbol, donde tomé unas fotos. Pero lo que en mi adolescencia se me antojó un instituto demasiado grande, ahora, al cabo de medio siglo, lo veía demasiado pequeño.

La Sección Delegada Mixta de Guadix, del Instituto Nacional de Enseñanza Media ‘P. Suárez’ –así viene en mi Libro de Calificación Escolar y el sello con el águila del régimen de Franco–, fue inaugurada en 1966. Empezó con 112 alumnos, en turnos de mañana y tarde. Hoy, medio siglo después, cerca de 400 alumnos asisten a sus clases de Enseñanza Secundaria Obligatoria, Bachillerato y Formación Profesional, mientras que otros 194 alumnos están matriculados en el nocturno. El escritor Pedro A. de Alarcón no llegó a ver la llegada del tren a Guadix, porque falleció unos años antes, en 1891. Le gustaba mucho viajar en las diligencias de entonces y dejó constancia en varias novelas, como el viaje que hizo en la diligencia de Granada a Motril, pasando  por los pueblos donde se libraron batallas contra los moriscos sublevados, y que recogió en su histórica e inolvidable novela ‘La Alpujarra’ (1873). Por eso, lo menos que podía hacer la ciudad de Guadix en los años sesenta, con Pedro A. de Alarcón, su ilustre hijo pródigo, era que el primer instituto de la comarca llevara su nombre. 


Publicado en Wadi-as, en mayo de 2016

1 comentario:

  1. En agosto quedé con el padre Cantero y le pregunté por qué me aconsejó que dejara el Seminario. Yo tenía curiosidad por su respuesta: "Si te digo la verdad, no me acuerdo. Yo tenía fichas de cada uno de vosotros, pero las rompí". Esta fue su breve contestación al enigma. Tiene ya 86 años y le cuesta trabajo andar.

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