Fue mi padre quien me transmitió
el amor por la fotografía, de manera que, de vez en cuando, envío fotos al
periódico ‘GranadaDigital’ y a algunas revistas de la provincia. En la
oscuridad de su singular laboratorio, se pasaba las tardes y, a veces, hasta
las noches enteras revelando fotos, sobre todo al comienzo de cada curso
escolar. Enfocaba la imagen de la película sobre el papel blanco de Valca,
durante unos segundos, y luego lo sumergía en el líquido transparente de una
cubeta. Con siete años, yo me quedaba alucinado al ver cómo iban apareciendo,
lentamente, las figuras de las personas. Era como si una mano invisible fuera
trazando aquellas oscuras imágenes, algo parecido a lo que le ocurría al
travieso ‘Toto’, en la cabina de proyección de la película ‘Cinema Paradiso’.
Aquel laboratorio de fotografía –armado con tablas de madera y recubierto con
sacas de Correos, y del que he conservado la ampliadora– ejercía una gran
fascinación sobre mí, porque allí estaba encerrado todo el misterio de la
fotografía. Luego, mi padre ponía las fotos en un cristal enmarcado y, una vez
secas, yo las recortaba con la cizalla. Él guardaba siempre los carretes de los
negativos en unas cajas de aluminio redondas –parece que las estoy viendo–,
pero, al final, se perdieron todos.
Quedaron las fotos de época, de
los años 60 y 70, como aquellas postales con los paisajes de Castilléjar y los
retratos de personajes inolvidables; de bodas, entierros y bautizos, del
cementerio viejo y del altar mayor, la ermita de Santo Domingo; las cuevas, los
almiares, las silenciosas procesiones de Semana Santa y las solemnes del
Corpus, con el cura bajo palio; comidas y bailes en el campo, niñas con sus
trajes regionales y posando con la maestra, equipos de fútbol, jóvenes cantando
y sonriendo, los altares del Corpus… En fin, todo aquel mundo rural de
entonces, con sus miserias, pero allí fue donde nos criamos en medio de
privaciones. Recuerdo que le dejé a Jesús Martínez –un amigo de mi padre–
cuatro o cinco de las mejores postales, pero falleció en 1990 y ya no supe más
de ellas. Pero ha quedado una colección de 59 fotos, ‘Castilléjar, en blanco y
negro’, donde mi padre ha logrado reflejar el alma sencilla de las gentes de
entonces, así como aquellos pintorescos paisajes rurales. En fin, toda una
época.
Hace unos años, le preguntaban a
Ramón Masats por el cambio que ve entre la España que retrató y la actual. Él
contestó que “fotográficamente es peor. Las calles están llenas de coches
aparcados, las paredes llenas de grafitis y la gente más resabiada…”. Alfonso
Sánchez Portela nació en 1902 y fue uno de los padres del fotoperiodismo
español: “Mis primeros juguetes fueron las cámaras viejas de mi padre. No he
tenido aro ni caballo”, decía. En el ‘Heraldo de Madrid’ empezó a publicar sus
fotografías de tipos populares, como el barquillero, el músico-mendigo, la
castañera..., y nos recordaba que “era un Madrid donde nos conocíamos todos”.
De su padre, Alfonso Sánchez García, conservo el libro ‘Alfonso, imágenes de un
siglo’, con sus fabulosas fotos: “Yo soy un hombre que habla con la máquina,
porque mi palabra está en la película y en el objetivo”, parecía ser su lema.
El famoso fotógrafo Alberto Schomer llegaba a esta conclusión: “Detrás de ese
ojo mágico... está el artista, el hombre con una extraordinaria sensibilidad
para hacer confesar mensajes escondidos a todo lo que descubre”.
La escritora Susan Sontag decía
que “el tiempo acaba por elevar casi todas las fotografías, aún las más torpes,
al nivel del arte”. Sí, el tiempo arrasa con todos nosotros, mientras que
nuestras imágenes y nuestras sombras parece que se agigantan con el paso de los
años: el recuerdo del tiempo pasado y la nostalgia de los seres queridos ya se
encargarán de ello. El premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal, nos dejó este
testimonio imborrable: “La impresión producida en mí por la fotografía ocurrió
más tarde, creo que en 1868, en la ciudad de Huesca. Ciertamente, años antes,
había yo topado con tal o cual fotógrafo ambulante de ésos que, provistos de
tienda de campaña o barraca de feria, cámara de cajón y objetivo colosal,
practicaban, un poco a la ventura, el primitivo proceder de Daguerre”. Entre
1910 y 1930, los fotógrafos ambulantes se dedicaron a recorrer los pueblos y
aldeas de sus comarcas, sobre todo, durante el buen tiempo y en las fiestas de
agosto y septiembre. Ellos colocaban su ‘cajón mágico’ en plena calle, en las
plazas de toros, en los patios y corrales, o en las posadas donde paraban. Allí
donde pudieran ganarse unas pesetas.
Mi padre se dio de alta, como
fotógrafo, en enero de 1963 –contaba entonces 43 años, aunque hacía fotos desde
mucho antes–, como indica el impreso de ‘Licencia Fiscal del Impuesto
Industrial’ que conservo. En la actividad a desarrollar, dice lo que sigue:
“Fotografía al aire libre por calles y locales provisionales y barracas”, y el
lugar, “donde desarrollará la actividad, en Castilléjar, calle Rosario
Ambulancia”. Esta palabreja habrá que interpretarla como ‘fotógrafo ambulante’,
según nos recuerda Ramón y Cajal. El ingreso que mi padre tuvo que efectuar a
Hacienda, por darse de alta en 1963, fue de 171,60 pesetas. También conservo
varios sellos de fotos, donde pone, en forma de círculo: “Leandro García,
fotógrafo, Castilléjar (Granada)”. Tengo también su tarjeta de identidad,
número 74, “del redactor corresponsal en Castilléjar del Diario Patria, de 4 de
diciembre de 1953”, aunque lo suyo no fue precisamente escribir crónicas para
el antiguo periódico de la Falange, con su mancheta del yugo y las flechas en
la portada. Otro carné que conservo es del Cuerpo de Correos –los antiguos
carteros rurales–, expedido en Madrid, en mayo de 1962, cuando el sueldo que
percibía era de 19.399 pesetas al año, entonces Castilléjar contaba con 3.750
habitantes, tres veces más que hoy. El Estado tenía a los carteros rurales
abandonados a su suerte, y les pagaba con el dinero que recaudaba de los
sellos. Otro documento de mi padre es la ‘Tarjeta de Identidad Postal’,
expedida en la oficina de Correos de Huéscar, en noviembre de 1946, cuando los
años del estraperlo, de los piojos y de la pertinaz sequía.
En la introducción de mi libro
‘Diálogos en la Tierra de los Ríos’, escribí lo siguiente: “También quiero
tener un recuerdo para Leandro –mi padre–, el cartero metido a fotógrafo que
nos legó esa memoria gráfica, un inolvidable álbum de fotos que recoge toda una
época. Son memorables las del ‘Tonto Gitano’ y de Roque ‘Pum’, y a mí se me
caen las lágrimas cuando observo a estos dos mendigos al cabo de los años.
También hay que destacar la foto de Pedro ‘el de las Ollas’, las mujeres
lavando en el río y tantas otras. Donde hubiera una fiestecilla, una boda, un
bautizo o un entierro, allí que estaba Leandro con su máquina de fotos en
ristre. Aunque él nunca fue consciente de la importancia que iban a tener
aquellas simples postales, que revelaba en su pintoresco laboratorio”. En fin,
todavía recuerdo aquellos 'bailazos’ –esta
palabra la decía Dolores Mañas ‘la Manca’– que se montaban en Los Olivos, en
Los Carriones y en el Cortijo del Cura, que nada tenían que envidiar a los
bailes que se formaban en Castilléjar. Pues bien, allí se tiraba mi padre casi
todo el día, el tiempo que hiciera falta, aunque siempre había alguien que le
decía “Leandro, vente a comer a mi casa”.
Los dos retratos del Citroën de
dos caballos –era del maestro, don Jesús Carricondo–, uno a la altura de la
casa de Pepe, el herrador, impresionan al ver aquella carretera de tierra a la
entrada del pueblo, o las instantáneas de aquellas plazas de toros, montadas
con palos cruzados, donde la gente se encaramaba donde podía, mientras que los
niños nos metíamos entre los maderos y no pasaban más cosas porque Dios no
quería. O las fotos de esos jóvenes toreros –Juanito Gimeno era el más famoso,
entonces–, más bien maletillas, que iban por los pueblos jugándose el tipo con
aquellos marrajos, que no eran peores que los empresarios taurinos que los
explotaban, como hizo el ‘Pipo’ con ‘el Cordobés’. Titulé la foto ‘Tarde de
toros’, y escribí al pie de ella: “Apretujados sobre el carromato de un
tractor, sonríen un puñado de jóvenes, casi todos ellos con el pelo echado
hacia atrás”. O bien, esta otra donde, los almiares y las chimeneas de las
cuevas se alzan sobre el horizonte.
Un multitudinario entierro, a su
paso por la antigua Plaza del Caudillo, donde no falta ningún hombre del
pueblo, porque, en la pobreza, la gente siempre fue más solidaria. La foto de
Roque ‘Pum’ es antológica, pues revela toda la miseria en el rostro y en el
ropaje de aquel mendigo bufón: su aspecto envejecido, su cara de borrachín, la
chaqueta raída y, sobre todo, la postura altiva que adopta. ¡Gracias, Roque!
Como si fuera una metáfora de la vida, se ve detrás del mendigo, en las
escaleras de la Cruz de los Caídos, un ramo de flores marchito. La foto de las
mujeres lavando en el río –mi madre bajaba todas las semanas con un barreño de
ropa– es antológica. Entonces, el río Guardal tenía tanto caudal como el que
hoy lleva el río Castril.
Otra imagen, hoy desaparecida,
fue el sencillo altar mayor de la iglesia de la Purísima Concepción, con las
columnas salomónicas y las paredes pintadas de flores. Lo mismo ocurrió con los
caños y el abrevadero, que estaban situados debajo de Plaza Nueva, y tantos
otros paisajes de la infancia que ya no veremos. En el antiguo barrio de Los
Evangelistas se veían algunas casas, pero la mayoría eran cuevas con su eras y
almiares, como si fuera un barrio morisco. La foto de ‘El motocarro del
Capagatos’ es de las que hacen época, con doña Natalia, aquella maestra
simpática y amable de Los Carriones –con su pañuelo anudado en la cabeza y
sentada con otras dos mujeres, en sillas de anea, dentro del remolque–; también
aparece mi madre y varios niños que estábamos por allí.
No desmerecen nada, la foto de
Quico Porras con su gorra de visera, sentado en el poyo de la Cruz de los
Caídos, y la de los niños jugando a la pelota en las Casas Baratas. En otras
imágenes vemos a los miembros de la Hermandad de Ánimas con sus instrumentos
alegrándonos la Navidad, o las viejas escuelas de la calle del Agua, que
entonces era el Colegio Graduado de Niños ‘Francisco Franco’; las niñas del
curso de doña Carmen, posando con sus uniformes en las escaleras del antiguo
Ayuntamiento; ‘el Encuentro’ del Domingo de Resurrección, donde casi todo el
pueblo ha salido retratado detrás de la Virgen; la pequeña imagen de la Virgen
de Lourdes, en Los Carriones, rodeada de los feligreses; la vieja ermita de
Santo Domingo; las fervorosas procesiones de la Virgen del Rosario y del
Nazareno; la juventud de entonces –que hoy anda por los sesenta años–, tocando
el acordeón y la batería; las fotos de cuando nuestros padres pasaban la
festividad del 18 de julio en La Bota, o comiendo en las alamedas; los equipos
de fútbol de los sesenta y setenta; las niñas ataviadas con los trajes típicos,
delante del altar en el Día del Corpus...
Recuerdo que mi padre tenía una
pequeña sábana, que colocaba en la pared, y luego, alzando la mano izquierda,
decía al agraciado: “Sonríe y mira hacia aquí”. Además de ser el único
fotógrafo de Castilléjar, era cartero y vendía tebeos, novelas, relojes... En
fin, un buscavidas que siempre estaba haciendo algo, pero el reloj de la vida
se le paró demasiado pronto, porque murió en 1977, de cáncer de estómago, con
cincuenta y ocho años de edad. Maricruz, una prima de mi padre, descubrió en mi
libro una foto inédita de su hermano –falleció joven, entrando a Galera con la
moto–, que se encontraba encaramado en los palos de la plaza de toros. Maricruz
me llamó por teléfono y le envié la foto a Valencia y, agradecida, me hizo un
regalo un tiempo después: “Llevo un año con la foto en la cartera, para
dártela”, me dijo. En la instantánea aparezco, con dos años, al lado de mi
padre y de mi hermana. Nunca me había visto tan natural y con esa cara de estar
en el limbo. La foto tiene más de medio siglo y está nueva, pero ya digo que
esto es un mundo de emociones, sensaciones y vibraciones. O como aquella viuda
que me dijo, señalando a la pared: “Esta foto nos la hizo tu padre, cuando nos
‘casemos’”. Por eso, cuando miro estas fotos en blanco y negro, hasta en los
más mínimos detalles, me traen demasiados recuerdos y me siento transportado al
tiempo de mis padres y abuelos, a mi infancia y, en definitiva, a ese mundo de
los años sesenta y setenta, ya desaparecido y superado, donde la miseria y las
penurias se daban la mano. A diferencia de hoy, donde nadamos en la abundancia
y hasta somos más orgullosos.
Sin embargo, con las fotografías
antiguas que se han conservado recuperamos en parte la memoria histórica de
Castilléjar. La mayoría de los
castillejaranos –la generación de nuestros padres y abuelos– ya no están para
contarlo, pero no debemos olvidar que, el bienestar que disfrutamos hoy, en
gran parte se lo debemos a ellos.
Recogido de mi libro ‘Artículos del
Altiplano y de Granada’, 2014
Posdata: Antonio Sánchez Guijarro ejerció bastantes
años de maestro en Castilléjar y, hace un año, me contó esta anécdota: “Un día
les pregunté a los niños de mi clase qué querían ser de mayores y cada uno me iba
diciendo una profesión, pero Evaristo, un niño que andaba con muletas, me
contestó, ‘Yo quiero ser Leandro’, como diciendo que quería ser fotógrafo”.
Comentarios en Ideal en Clase.
ResponderEliminar25/10/2016. Elisa Sampelayo !Qué honor es tener raíces que brotan del la pasión por la cultura y el arte de la fotografía! ¡Qué orgullo es que alguien de tu familia deje tan importante legado !
27/12/2022. Leandro. Acabo de ver tu comentario de casualidad, Elisa, seis años después. En 2020 publiqué el libro ‘Leandro: Castilleja de los Ríos en blanco y negro’, recopilando las fotografías de mi padre, como un homenaje a él.