Francisco Alba con sus alumnos, 1928. Adolfo con un círculo |
Adolfo Capilla es hermano de Frasquito y cumple hoy -dieciocho de julio de 2003- nada menos que ochenta años. Pero también hoy, desgraciadamente, hace un año que Rosa, su mujer, falleció de un infarto. Por eso el hombre anda cariacontecido. Después de estar toda la vida bregando al final te ves solo. “Es el destino que nos espera a todos”, pensé para mis adentros.
–Yo
he tenido muchos amigos, pero ya quedan pocos. De mi quinta éramos 74, y ahora
cuento unos ocho o diez. De pequeños jugábamos al fútbol con una pelota de
trapo en la plaza del Fuerte, los del barrio Alto contra los de Montes
Jovellar. Y por la tarde echábamos otro medio partido. Por la noche, hacíamos
una guerrilla con las hondas y también contra los del pueblo de Churriana. Los
del barrio Alto tiraban por los chalés de los Chopos, mientras que los de El
Ejido entrábamos por la calle de la Churra –aquello era una maniobra
envolvente-. Y como atacábamos por los dos lados, los churrianeros salían
corriendo.
Había
quedado con Adolfo que me contaría más cosas, pero los meses fueron pasando.
Cerca de la Navidad le dejé una nota en la puerta de su casa, y ya nos vimos el
diecinueve de diciembre, unas fechas antes del Nacimiento. Adolfo da la
impresión de ser un hombre humilde y sencillo.
–Mi
madre tuvo nueve hijos, pero uno se murió del sarampión. Y luego, dos sobrinos
de cinco y diez años, que regresaron de América, los recogió mi padre de manera
que nos juntamos una familia numerosa. De pequeño estuve en la escuela
particular de don Francisco Alba, que daba en su casa de la calle Motril -la
que va al antiguo Matadero-. Era de adultos por la noche y de niños pequeños
durante el día, y estaríamos unos veinticinco o treinta. Se dedicó a la
enseñanza toda su vida y era conocido como el maestro (sin título) Alba. Mi
padre le pagaba unas perras gordas, esto entre los años 1928 y 1930. Más tarde
estuve con don José Muñoz Murcia, que era un gran maestro, con el que aprendí a
multiplicar, dividir y algunos poblemillas fáciles. Tenía dividida la
clase en tres secciones: en la primera estaban los que no sabían las cuentas
-esto es, ni hacer la o con un canuto-. En la segunda, los que sabían
cuentas y escribir medio regular. Y en la otra, ya sabían hacer algunos poblemas.
Entonces a la escuela íbamos sin libros, pues allí había una enciclopedia
-Adolfo me dice una palabra parecida al Espasa-, también un libro de
cuentos, creo que Miguel Trogoff, y El Quijote se leía casi todos
los días. Como había escuela por la mañana y por la tarde, el maestro dividía
los temas por días. También dábamos Historia de España y dibujo de forma
constante, pues don José era un buen dibujante. El caso es que no necesitábamos
libros ni libretas y, luego, cada uno teníamos nuestro número y nuestro tintero
en el pupitre. El maestro explicaba la lección a cada sección, y después le
preguntaba a varios alumnos. Pusieron unos comedores al mediodía para los niños
que tenían menos medios, donde hoy está la Escuela de Adultos. Ahora vamos a
hablar del tiempo ese, cuando salíamos a jugar al fútbol en la plaza del
Fuerte, durante unos veinte minutos; y muchas veces acabamos peleándonos. Como
la escuela empezaba a las nueve de la mañana, aprovechábamos para jugar en las
eras de Juanico Artena, que estaban frente al Consultorio; y siempre acabábamos
formando la guerrilla, pues ninguno estábamos conforme con el resultao
del partido. Otros días nos íbamos a la Ermita y, desde el cerro, los zagales
hacíamos un resbalizo y nos tirábamos hasta lo hondo. Y cuando no había
agua, nos meábamos. Te ponías en cuquillas y bajabas p’abajo como
un cohete, pero al final salíamos con culeras y, cuando llegabas a casa, te
daban una tunda. Algunas tardes, cada niño iba con su caballo de caña -una caña
entre las piernas-, formábamos regimientos y poníamos una bandera en la Atalaya
-a un vecino se le ocurrió derribarla en los años sesenta-. Y allí hacíamos
nuestra guerrilla: unos atacaban y otros defendían, hasta que el más valiente
quitaba la bandera mientras que los otros tenían que rendirse. Vamos a otra
etapa: en los años 1933 y 34, vino el maestro don Andrés Bayón, hizo sus tres
secciones y le gustaba más la Gramática y cosas de Filosofía y de Química, que
de Aritmética. Todos los días, un alumno del tercer grado tenía que escribir lo
que se había hecho en la escuela en el diario; y luego, cada catorce
días se hacía una competencia entre los más aplicados. Eran preguntas
de lo que se había dado en clase los días anteriores. “Fulano de tal,
dime el primer rey de los godos”, le preguntaba un alumno a otro; que no la
contestaba, pues el maestro lo mandaba al último puesto. Ahora bien, si el niño
que preguntaba no se había estudiado la respuesta, era castigado sin preguntar
en una pila de tiempo. Y si la sabías, pero se te atrancaba la lengua, pues no
contestabas. El caso es que te las tenías que aprender muy bien. Bueno, eso ya
está terminao.
Adolfo no se cansa de hablar y tengo la impresión
de que tiene los temas pulcramente ordenados en su mente, mientras me va
dictando. Desde el principio me trata de usted, aunque yo de vez en cuando lo
tuteo. Conserva una memoria prodigiosa pues te da fechas y datos, cosa bastante
rara a su edad. Y aunque tiene el pelo cano, no aparenta que tenga ochenta
años. Me habla de una foto de don Andrés dando clase, pero “cuando vienen mis
nietos se lían a escurcar,
de manera que tengo que buscarla a ver si la encuentro”.
–Don
Andrés Bayón tenía gafas pero, en un partido de fútbol, le dieron un pelotazo y
nos tuvo castigaos durante un mes sin recreo. Le pilló el Movimiento
Nacional y, con los niños de tóas las escuelas, formó una centuria de balillas
(también llamados flechas). Cada uno se tuvo que comprar una camisa azul
y unos pantalones negros, aunque el correaje nos lo dieron en el Cuartel de los
Flechas -estaba en la planta baja del Torreón-; y me acuerdo que tenía un
escudo de la Falange. Arriba estaba la clase y el maestro venía todos los días
en el tranvía de Granada. Por su cuenta nombró al jefe de centuria, mientras
que él era el jefe mayor y llevaba unos cordones blancos cruzados sobre el
pecho, junto con el correaje y el escudo de la Falange. El Ayuntamiento compró
tambores y cornetas, y también un cornetín de órdenes, formándose una escuadra
de gastadores que llevaban el correaje, las manoplas y la boina de color rojo,
con una borla amarilla. En cambio, los subjefes y jefes la llevaban de color plateao,
según la categoría. Resulta que todos los domingos desfilábamos por las calles
hasta la iglesia, y la gente nos hacía palmas a los chaveas. El cornetín de
órdenes iba al lao del jefe, que era Antonio Sánchez, Antoñillo,
o Francisco Franco el Pino. A Antonio le prestaban un caballo blanco
-murió en marzo de 2002- y, como era tan malo, le hincaba las espuelas y el
caballo salía corriendo. Hasta que se lo quitaron porque iba a formar un
desastre. Después de la misa formábamos a la puerta de las escuelas, cantábamos
el Cara al sol y rompíamos filas. De manera que, cuando le tocaba a una
escuadra, hacíamos guardia con una carabina.
En
tiempos de la guerra, cuando ya vinieron los aviones de caza Fiat (unos
veinte) y los Saboyas, que eran trimotores, paraban en la Base Aérea de
Armilla. Recuerdo que, estando ya para la toma de Málaga, cayó uno en la cañá
de Vílchez -antes de llegar al campo de tiro-, pero el piloto cogió la
ametralladora y apuntó a los que estaban por allí escardando, hasta que vio que
se encontraba en territorio nacional. Don Andrés nos había enseñado a cantar el
himno italiano La Giovanesa: “Giovanesa primavera de belesa...”,
que mentaba a Mussolini. Pues se lo cantemos aquel día a los italianos
-que vinieron a desmontar el avión y se lo llevaron en un camión-, y nos
hicieron palmas a los chiquillos. Luego teníamos la costumbre de ir carretera
adelante, hasta el lao del campo de aviación, a ver a los aviones
aterrizar. También arrancaban en cuadrilla, de cinco en cinco. Volaban para ir
a la toma de Málaga, pero una tarde se presentaron cinco aviones rojos y
tiraron una bomba en el estanque del aeródromo, y bajó la carretera llena de
agua. Nosotros nos tumbamos en la cuneta y, cada vez que caía una bomba, nos
levantaba un palmo del suelo. Las veíamos salir inclinás del avión, pero
luego se enderezaban conforme caían, hasta que la tierra pegaba un retemblío.
Una vez se llenó el campo de bombas y nosotros decíamos “¿pa qué será
esto?”. Hasta que empezaron a llegar aviones bimotores alemanes la Luftwaffe
y en dos viajes se las llevaron. Los aviones siempre estaban entrando y
saliendo, y nosotros sentíamos los retumbíos de las bombas que tiraban
en Málaga o en Motril. Con el tiempo los flechas se efarataron
porque tuvieron una discusión entre los jefes, entre ellos un tal Pepe Gámez,
que era el secretario. Pero todos los domingos y días de fiesta nos llevaban a
misa, y confesábamos una semana sí y otra no. Al final aborrecía uno la misa.
Luego, en el año 38, se murió mi padre y ya me eché a trabajar.
Entonces,
yo y un amigo mío nos apuntemos en la escuela de nocturno de don
Francisco Alba, y le pagábamos un real a la semana. Esto pa enseñarnos
las reglas de tres, quebrados y subir a la tercera potencia un número. Recuerdo
que una noche fuimos a la clase y se puso el cielo colorao, un rojo,
rojo, con unos ramalazos celestes y to el mundo se fue a la Ermita. El
maestro nos explicó que era la aurora boreal -se veía desde Granada hasta el
Poniente- y que eso suele anunciar una guerra grande, más grande que la que
teníamos.
Adolfo, ahora con esto de la viudedad, no para
mucho en su casa. La soledad está siempre esperando a uno a la vuelta de la
esquina, cuando más falta te hace la compañía. Llega un día y, de pronto, todo
se vuelve silencio, mientras que la casa huele a vacía y tiene como un color
gris... Adolfo me cuenta que en los años 33 y 34 había dos bicicletas en Gabia:
la de José Serrano y Manuel Díaz. Y solamente tenían coche: don Mariano
Pertíñez, don Casto el veterinario y los Jiménez.
–Con
doce años, los zagaloncillos nos sentábamos en el aljibe después de
cenar y contábamos historias de miedo. Decían algunos que en la mina Toleo
había una yueca con pollos y salía piando detrás de los chiquillos. Pero
yo nunca vi na, y eso que he estado de noche trabajando en la Vega. Otros
contaban que salían duendes o que sonaban campanillos... Ten en cuenta que yo
soy el más antiguo del barrio Piniche, pues en el 51 me fui a vivir de alquiler
a la casa de Gabriel Jiménez, pagándole 15 duros al mes. El tiempo que estuve
trabajando en la fábrica de San Isidro (la azucarera de la Bobadilla) me pasó
un caso. Esto sería por el año 48. Resulta que salimos del relevo José el
Cambiaíllo, un tío mío y yo, y echamos por la carretera de Santa Fe. Eran
las 10:15 de la noche y, al llegar al paso de nivel del tren, vimos que en ca
tronco de un árbol había un bulto. Estaba lloviznando y un grupo de diez o
quince Guardias de Asalto nos gritaron: “¡Manos arriba!”. Nos registraron y
pidieron los carnés, pero yo no llevaba ninguna documentación. En esto asomó un
coche descubierto y le dijeron al jefe que habían detenido a un indocumentao.
Y éste les contesto: “¿Pero cómo se van a llevar a este muchacho a la
comisaría, si está harto de trabajar? Unos delincuentes no se van a poner a ir
por la carretera”. Al día siguiente me enteré que, durante la noche, habían
matado a don Indalecio Romero, un conocido empresario granadino. Lo mataron los
hermanos Quero.
El 17 de enero de 2004 de nuevo me encuentro con
Adolfo Capilla por la Aljomaima, lo noto envejecido y me cuesta trabajo
reconocerlo. Me dice que tiene unas fotos para dejarme y, cuando al poco me
acerco a su casa, resulta que quiere contarme más cosas. Este Adolfo parece la
Enciclopedia Británica:
–Yo
te contaría más cosas, pero no sé por dónde empezar. Distracciones de los
domingos: las muchachas iban a pasear por la vía abajo, hasta la venta de
la Gloria -los cullarenses que iban a Granada, se subían al tranvía
aquí-. En la venta solían celebrar las bóas, pues se llevaban un
acordeón y hacían baile en la placeta. Los zagaloncillos, entonces, se
metían en los canales de agua para verle las piernas a las mozuelas, o quitarle
las flores que llevaban en el pecho. Algunos se ganaban un tortazo. Ahora vamos
a ver... Ya en este tiempo pusieron un guarda para que la gente no fuera a
pasear por la vía; entonces salían por la carretera y se adentraban en el campo
de aviación -pues no estaba vallado-, hasta el pozo de don Guillermo. Aquí la
gente venía a por agua fresca, y también iban a pasearse los novios y todo el mundo.
Los domingos se llenaba la carretera de personas -esto ocurre hoy día en
cualquier ciudad de Marruecos, pues el paseo va asociado con la pobreza-. En
cambio, hoy en España nadie sale a pasear. En Gabia había dos pastelerías, y la
gente acudía los domingos a comprar pasteles para los chiquillos. Estaban la
del Niño Pérez y Antoñico Pajalarga, que también vendía helados.
Recuerdo que pusieron un cine los Antoñillos (Pertíñez), y allí echaban
películas muy viejas de aquellos tiempos, que eran múas. Antonio Tostones,
que era vendedor de berzas, puso un cine en su casa, en la cuadra de la burra.
El cine valía una gorda y había un foyaero de tortas para entrar en lo
alto de los pesebres. El Tostones se ponía atrás para echar la película
de Charlot o de pistoleros, mientras iba haciendo comentarios. Entonces
todos los chiquillos nos echábamos a reír, pues imitaba a los caballos
corriendo, a Charlot o al Gordo y el Flaco. Esto, como te digo,
era en el 1932.
Adolfo
me cuenta que hace poco ha estado en la casa de su hijo en Fuengirola: “Me vine
muy contento, pues corrimos todos los pueblos esos que hay cortaos -de
la serranía de Málaga-. Pero yo creo que ya no voy a hacer más ese viaje”. El
viejo Adolfo gasta una gorra de visera, unos pantalones anchos y el andar cansino.
Sabe que está apurando los últimos días de su vida. Salud.
De
la novela ‘Gabia, la memoria perdida’, edición de autor, 2004
Posdata:
Adolfo falleció hace dos meses, recuerdo que lo vi por última vez una mañana en
el parque, sentado en un banco con otros ancianos. Alguna que otra vez lo veía con el andador, en dirección a casa de su hija, donde comía. Adolfo siempre llevaba su
gorra puesta, era pequeño de estatura y de trato agradable. Tenía noventa años y era uno de los más antiguos de Gabia. Descanse en paz. No me quedan ejemplares del libro.
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