Hace unos años me contaba un amigo que, cuando su hijo coge una rabieta o no consigue lo que quiere, a veces le tira al suelo las llaves del coche –o lo que tenga a mano– mientras le dice que se las meta por el culo. Y cuando le arma un escándalo, si lo amenaza con llamar a la Guardia Civil, el chaval le responde: Pues, llámala, a ver si te crees que me vas a asustar. Mi amigo a veces trata de que entre en razones: Esto que haces en la casa de tus padres, con toda la impunidad del mundo, ¿te atreverías a hacerlo en la facultad? Porque, a las primeras de cambio, te pondrían en la calle. El amigo seguía diciéndome: Sé que llamar a la Guardia Civil no me va a servir de nada y tampoco me va a solucionar el problema que tengo con mi hijo.
También
ha pensado en pasarse por la facultad y contar los problemas que tienen con su
hijo en casa, mientras que con los profesores posiblemente se
comporte como un angelito y en la calle su conducta también es diferente. Más
de una vez el padre le ha pedido explicaciones: ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? Comes en casa, te damos
dinero los fines de semana, para que te diviertas y pases las noches enteras de
juerga, tienes una habitación para ti solo y te estamos pagando los estudios
para que saques una carrera, mientras que otros amigos de tu edad están hartos
de trabajar. ¿Qué quieres más? Sin embargo, la respuesta del hijo, con
veintitantos años, no puede ser más injusta: Estoy harto de ti y que me mandes siempre, que me digas que me vas a
castigar como si yo fuera un niño chico. No puedo ni verte…
A
pesar de que se cierra en banda, el padre no pierde la esperanza: ¿Has pensado alguna vez qué haces
por tu casa? Yo te lo voy a decir: protestas cada vez que se te manda algo y,
cuando no, te pones como una fiera. Tu madre está harta de trabajar y, cuando
viene, se pone a hacer el trabajo de la casa. Como ya eres mayor de edad, no
tenemos ninguna obligación de mantenerte y, menos aún, de soportar tus ofensas
y desprecios. El chaval a veces le pide disculpas de boquilla, como quien reza un padrenuestro
de penitencia, y el padre le responde: No
necesito que pidas perdón para que te levante el castigo y, de aquí a unos
días, me vuelvas a repetir la faena. Debes de respetar a tus padres y dejar de
tratarnos con la punta del pie. El hijo sabe que formando una pajarraca consigue lo que quiere y a
veces pone a la madre en contra del padre cuando le llama la atención. ¿Qué
convivencia puede haber donde los hijos hacen y deshacen a su antojo, mientras
los padres no tienen ninguna autoridad sobre ellos? Es posible que se deba
a que no han sabido educarlos o darles el cariño que necesitaban. Y es que
topamos con el problema de siempre: la eterna incomprensión generacional,
donde treinta años –toda una época– y demasiadas cosas separan a los padres de
los hijos.
Cuando se tienen hijos es cuando uno comprende mejor
a sus padres, pero cuando fallecen es cuando verdaderamente se les echa de
menos. Es lo que decía el escritor irlandés Oscar Wilde: Los niños comienzan por amar a sus padres.
Cuando ya han crecido los juzgan y, algunas veces, hasta los perdonan. Entre
todos hemos conseguido que la figura del pater
familia romano se convierta en un florero o en una especie de abuelo
inútil, al que hay que echarle de comer aparte en una escudilla de madera, como
cuenta la fábula. Esto es una cadena que heredarán los hijos rebeldes, y
entonces comprenderán a sus padres, pero cuando sea demasiado tarde. Hoy los
maestros y profesores ponen el grito en el cielo porque no aguantan a los alumnos,
mientras que los progenitores callan y sufren en silencio. Al final,
profundamente desolado, me confesaba mi amigo: ¿Cómo quieres que denuncie a mi
hijo?
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