Es necesario escuchar al amigo o al otro y entoncescomprobamos cuán equivocados estábamos
Me encontraba ojeando el periódico en el quiosco,
cuando me dio una palmada en la espalda. Era Paco, a quien no veía desde
hace un año. Me contó que había tenido un desprendimiento de retina, por lo que
tuvieron que operarlo de urgencia y, últimamente, había estado recuperándose en
su casa. Paco es de lo mejor que he conocido por estos pagos, aunque a
veces la política nos ha dividido. Un día me pasé con él, pues le hablé
bruscamente, cuando pude decirle las cosas de otra manera. El caso es que perdí
a un amigo, al que debía de estar agradecido. Me lo imagino en su sencillez
–recientemente perdió a su padre y le dedicó un emotivo artículo en una revista,
evocando los recuerdos de la infancia–, enseñando a los niños los valores y
principios y, sobre todo, su afición ecologista. Dejó de dar clases porque
apenas veía, pero él sigue ahí, con sus ideales y su lucha política. Las
adversidades de la vida no han conseguido doblegarlo –cualquier otro se hubiera
derrumbado–, y esta mañana del domingo hablamos de política como dos viejos
amigos y sin que las consignas y la desidia de los partidos interfieran entre
nosotros. He comprendido al fin que son más fuertes los lazos y afinidades
que nos unen, que los malentendidos que puedan surgir.
Con este otro amigo de la infancia, las diferencias
surgieron a causa de una carta que a mí no me sentó bien. Los verdaderos amigos
te dicen la verdad, porque te aprecian, pero la verdad pelada y mondada nadie
la quiere. Es mejor el envoltorio. Me leí su carta bastantes veces, y es cierto
que no hería, pero yo necesitaba en aquellos momentos que mi amigo Manuel
fuera algo más imparcial. Y esto fue lo que me dolió. Luego vino de vacaciones
a Granada y temía que ya no nos viéramos más, por lo que eché mano de un amigo
común para que nos reconciliara. Pero como si la cosa saliera de éste. Manuel
había sufrido un infarto y andaba casi de milagro, pues lo suyo era para estar
postrado en una cama. A su edad había que ponerse en lo peor, por lo que no
perdí el tiempo. Me ha dicho que está
deseando que lo llames, me dijo el mediador. Esto lo sabía yo de sobra,
pero esperaba que Manuel diera el primer paso. Aproveché precisamente el
momento crucial en que me asaltaban las dudas, aunque el cuerpo no me lo pedía,
y descolgué el teléfono... El caso es que nos vimos y reconciliamos al día
siguiente, que era el último de sus vacaciones. En el fondo los dos ansiábamos
aquel reencuentro, donde hablamos como siempre, y donde cada uno expuso su
punto de vista. Aquel enfado no podía romper nuestra amistad. Conocí a Manuel
cuando yo tenía doce años y, desde entonces, me había ayudado en los momentos
clave, por lo que no me hubiera perdonado que se fuera de esta vida sin haberle
tendido la mano o sin hablarnos. La otra mañana mientras paseábamos nos
sentimos felices, a pesar de que lo encontré bastante envejecido. Pero ahora
teníamos toda la vida por delante.
A Juan lo había visto varias veces, cuando estaba
tomando café en la terraza de un bar, y sin embargo yo pasaba de largo. Él le
había dicho a un compañero de vernos y tomar una cerveza juntos, pero yo
todavía recordaba algunas cosas que no me gustaron. Conforme pasaban los días
la carcoma del olvido iba surtiendo sus efectos, pues el tiempo ya se encarga
de solucionarlo todo. Fue un día, de regreso al trabajo, cuando debió de
encenderse alguna bombilla en mi cerebro. El caso es que, sin pensarlo
demasiado, me acerqué por detrás de la silla de Juan. Lo saludé y me
invitó a sentarme: Prefiero fijarme en el
conjunto, que en los pequeños detalles, fue lo primero que le dije. Y ya
estuvimos hablando de todo durante un buen rato mientras que los malentendidos
se deshacían, como el azucarillo en el café con leche. Se despidió dándome un
abrazo y, a los pocos días, lo invité a comer a mi casa. Muchas veces las cosas
pasan, pero no como uno cree o imagina, sino que es necesario escuchar al amigo
o al otro y entonces comprobamos cuán equivocados estábamos. Se atribuye a Alfonso
X el Sabio este proverbio: Quemad viejos leños, bebed viejos vinos,
leed viejos libros, tened viejos amigos”. Sin embargo, el ambicioso Napoleón
pudo comprobar el valor de la amistad en su largo cautiverio, en la isla de
Santa Elena: Nunca sabréis quienes
son vuestros amigos, hasta que caigáis en la desgracia.
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