Pasé una noche de perros, en duermevela, me
dormía y al poco me despertaba… Harto de estar en la cama, cogí el despertador
como de costumbre y, asombrado, vi que eran las 8:20 de la mañana;
instintivamente me acordé que tenía una cita en el ayuntamiento a las 8:30
horas. Suelo levantarme a las seis horas pero, precisamente ese día, me había
quedado dormido. Me vestí de prisa y corriendo, con dentífrico en el dedo me
froté los dientes y me lavé la cara. Le dije a mi mujer que abriera la puerta
de la cochera, cogí los documentos y a toda velocidad salí con el vehículo por
las calles, pensando cual era el camino más corto para ir al ayuntamiento, que
estaba a unos dos kilómetros. Aparqué en la acera de un antiguo edificio, pero antes
tuve que esperar a que hiciera la maniobra un principiante, en un vehículo de
autoescuela, que estaba atravesado en la calle. Pensé en llamar al teléfono del
técnico, diciéndole que me iba a atrasar un poco, pero eché a correr como un
chiquillo cuesta abajo, unos trescientos metros, por una calle estrecha. Cuando
llegué a la puerta del consistorio, le dije al policía municipal: Es que tengo una cita con… Pues, saliendo
del ayuntamiento, a mano izquierda, la casa que hay al lado de la tienda, me
aclaró el guardia. Ya salgo y se lo
indico. Después de señalar con el dedo el portal, salí corriendo. No hace falta que corra, que no hay prisa, me
recomendó. A las 8:33 minutos, un servidor estaba llamando en la puerta de la tercera
planta.
Me recibió el técnico embozado en la mascarilla
y le dije que a mí se me había olvidado con la prisa, pues suelo llevarla
siempre. Le mostré los documentos y las fotografías, también le di las
oportunas explicaciones, pero nada le parecía bien y me aconsejó que llevara
los papeles a otro organismo. Viéndolas venir, me levanté de la silla como un
resorte, como si una fuerza interior me empujara: Mire, si no va a hacer nada, me marcho pero le haré un escrito al
alcalde explicándole lo que ha pasado aquí. Creo que no pensé lo que le
dije, simplemente me salió la rabia que llevaba dentro por la mala noche que
había pasado. Aquello fue mano de
santo, pues el técnico empezó a recular y me admitió los documentos que minutos
antes rechazaba, les sacó fotocopias y me dijo que ya me avisaría con el
resultado de la gestión. Me lo repitió varias veces, por si no lo había
entendido, y me despedí dándole las gracias. Subí la dichosa cuesta y al poco
estaba en mi casa, un tanto satisfecho. Nada más llegar, me dice mi esposa: ¿Has ido a la entrevista con esas boqueras? Y
le respondo. ¿Cómo dices? ¿Qué boqueras?
Me miré en el espejo y vi que tenía la pasta de dientes, ya reseca, en las
comisuras de los labios, como si fuera a salir a la pista del circo. Resulta
que, cuando me eché agua en la cara, lo hice de prisa y corriendo, olvidándome
de limpiarme bien la boca. Pa vernos
matao, como suele decir un paisano. Lo cierto es que, a mi edad, nunca
hubiera creído que en diez minutos de vértigo pudiera hacer tantas cosas esa
mañana, después de pasar una noche de perros. En fin, el caso es que trato de imaginar
lo que pensarían el guardia de puertas y el técnico al verme esa mañana: con
los papeles en la mano, la bulla en el cuerpo y la cara de no haber dormido, la
barba sin afeitar y con la pasta de dientes en las comisuras de los labios.
Seguro que dirían: ¿De dónde habrá salido
el tío este?
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