Brovales (Badajoz), visto desde el pantano |
En memoria de los colonos que llegaron al
poblado de Brovales, en 1961
¡Total, en la guerra pasamos poco...!, me dice Francisco Torvizco, apodado ‘el Pataco’, que a sus 86 años conserva una buena memoria. Estuvo todo el tiempo de acemilero, con los mulos de aquí para allá, cargados de municiones y rollos de alambre. Cuenta que, estando en el Ebro, tiraron un proyectil y le ‘pescó’ al mulo por la misma cabeza, cortándosela de un tajo. Luego nos ‘abajaron’ a Peñarroya, después de pasar seis días y seis interminables noches viajando en un tren de mercancías. Años más tarde, en el 45, estuvo de ‘acomodao’ (tenía que hacer de todo) en una finca del Valle de Santa Ana: Me daban seis pesetas diarias y la comida. También tuvo que hacer de ‘guardabellotas’, vigilando las encinas por la noche. Los mozos del cortijo, asegura Francisco, teníamos que dormir en un jergón de paja de panizo, echados en el suelo de una habitación, y alrededor de la candela. Ana Vázquez, su mujer, recuerda las privaciones que pasaron en los ‘años del hambre’: Nosotros nos criamos con café de cebada tostada y, cuando no había otra cosa que comer, hacíamos una sartén de migas de bellota. Y, con la añoranza de una madre, confiesa: Mis hijos están cada uno por su lado y nosotros dos, aquí solos”.
¿Cómo estamos,
compañero?... ¿Y cómo anda la familia, compañero?..., oye uno que le dicen por estas tierras.
Pero este espíritu de amistad y familiaridad todavía no he logrado encontrarlo
en Andalucía. Son gentes sencillas y
humildes que viven del campo, y lo mismo los ves con una talega a las espaldas.
Pero siempre te saludan: Voy a ver si les
echo de comer a los bichos. Al amanecer, un tímido sol invernal se asoma por las tierras bajas de Valuengo,
mientras retumban por la sierra los disparos secos de los cazadores. De lejos, el poblado de Brovales –a ocho km. de Jerez de los Caballeros– parece un
puñado de casitas blancas, como de juguete, que se apiñan alrededor de la
altiva torre de la iglesia. Pero lo que llama la atención en este frío y
lluvioso mes de enero, son las diferentes tonalidades de colores que presenta
el campo: el verde oscuro de las encinas se enseñorea por los montes cercanos
y, más acá, como haciendo contraste, el verde claro de los sembrados. Y, sobre
todo, cuando el sol desaparece tras el pantano, las nubes rojas del horizonte
se reflejan mansamente en sus aguas plateadas. Y ya, al caer la noche, aparecen
en la lejanía las rutilantes luces del
Valle de Santa Ana.
Nidos de cigüeñas, en el tejado de la iglesia |
El crotorar de las cigüeñas de la iglesia, mientras amanece sobre Brovales, es algo tan grandioso como oír el concierto de la orquesta de Viena –dirigida por un ‘samurái’–, el Día de Año Nuevo. Pero este verano ocurrió lo inevitable: un cigüeñino empezó a mover las alas –tratando de aprender a volar–, con tan mala suerte, que un ala se le ensartó en la cruz de hierro que corona el campanario. Allí estuvo agonizando durante varios días y ni siquiera los bomberos pudieron rescatarlo porque la escalera no les llegaba. Estaba de Dios que el pobre animalito tenía que morir crucificado, comentó con resignación una vieja. Los de Medio Ambiente quitaron este verano seis nidos que había en los tejados de la iglesia y sólo dejaron el de la citada cruz de hierro. Pero no importa. Las cigüeñas siempre vuelven al mismo sitio y en estos días se las puede ver, incansables, acarreando palillos y brozas en el pico. Están construyendo de nuevo el nido para los tres o cuatro cigüeñinos, que nacerán, Dios mediante, en la primavera. Siempre están de pie, soportando en la madrugada temperaturas por debajo de cero grados, y de pie amanecen chorreando. El otro día, una cigüeña del campanario se entretenía en hurtar algunos palos del nido de otra, que estaba ausente. Y es que ya no te puedes fiar ni de la vecina de al lado. Pero es un espectáculo ver a una decena de cigüeñas blancas sobre los tejados de la iglesia y en cada esquina del viejo campanario: sus siluetas, siempre erguidas y estáticas, se recortan en el horizonte. Son los guardianes del templo y todo un símbolo para este poblado de colonos: ellas también tuvieron que dejar su país y emigrar al Norte para buscarse la vida. Estas aves tienen un mirar huidizo, pero estoy por decirle que, desde sus atalayas, conocen la vida y milagros de cada vecino.
Las cigüeñas ya pasan aquí todo el año y seguro que se han ‘aposao’ encima del transformador”, me dice Francisco González, Quico ‘Fiscala’. Este jubilado se ha aviado en su parcela un corral de gallinas ponedoras, y se le ve muy contento: Aquí ellas van picoteando, y para marzo empezarán a poner huevos. Y a vuelta ya de muchas cosas, remacha: Pero el pollero que me las vendió, me echó dos gallinas de menos. ¡A ver, compañero! En esta singular frase parece encerrarse toda la filosofía y resignación del alma extremeña. Yo, de vez en cuando, me doy una vuelta por aquí, porque como se avente un milano lo mismo se come una gallina, señala Francisco, que está bastante jodido de la columna porque estuvo trabajando con una pala excavadora, y por eso vamos a paso ligero. Y prosigue diciendo: Aquí había quien se amoldaba a la parcela, pero también había quien ‘culeaba’ y le huía al arado. ¿Sabes lo que te digo?
De matanza. A la izquierda, Sebastián Sánchez |
Sebastián Sánchez, ‘el Mantas’, tiene
también en su bancal un corralillo de pavos y, por las mañanas, cuando paso por
el camino de la acequia, les grito: ¡Alapayuuuuú...!
Y al momento, todos los pavos saltan como un cohete: ¡Gluj, Gluj, Gluj, Gluj! Este ganado tiene más torrente que Antonio
Molina, me dice Sebastián, que
de pavos entiende un rato. Y añade: Vamos
a ver si le echamos un poco de pienso. Cuando llueve, los ‘guarros’ de Gabriel, ‘el Corredor’, tienen que subirse en un
pequeño escalón de cemento y esperar, como todo Dios, a que escampe: porque
resulta que el ‘chambao’ se les inunda de agua. Pero los cerdos se ve que están
ya acostumbrados y se bandean bastante bien. Antonio Romero Cantador relata que en 1945 esperaban que el ‘maquis’ entrara por el Marruecos francés:
Estuvimos siete días acuartelados en
Ceuta, pero por allí no asomaron ni los ‘paisas’. Y recalca con cierta
ironía: Con aquellos gorros de serón
parecíamos unos ‘mataquintos’.
Al anochecer del día 5, la carroza de los Reyes Magos –un tractor con su remolque, engalanado con unas cuantas ramas de eucaliptos y unos chavales que se asoman vestidos de reyes–, avanza en medio de los pitidos del tractor por las calles semidesiertas de Brovales. Unos cuantos zagales y jóvenes, y hasta algunas viejas, se agachan, presurosos, a recoger los caramelos del suelo. Los primeros tienen depositadas sus ilusiones y esperanzas en la austera carroza, mientras que las personas mayores rememoran sus años jóvenes. Pero las Navidades en Brovales son un ejemplo de economía: el Ayuntamiento de Jerez –del que depende– ha tenido la ‘deferencia’ de prestarle unas cuantas docenas de bombillas, para que iluminen un viejo ciprés que hay plantado al lado de la carretera. Y para la cabalgata de Reyes ha sido algo más ‘dadivoso’: 30 ó 40 kg. de caramelos para la chiquillería –cualquier colono paga más de contribución–, porque el tractor lo tiene que poner el pueblo. Y no hablemos ya de las fiestas patronales de septiembre, que prácticamente las pagan los vecinos de su bolsillo. Quise conocer la opinión del delegado del poblado, pero rehusó hablar. Con todo, Brovales es un fiel reflejo de esa España humilde y olvidada, callada y silenciosa.
Victoriano Labrador, 'Vito', en su parcela |
La iglesia de Brovales |
Hoy Brovales cuenta con 254
habitantes. A la escuela van doce niños y de los sesenta matrimonios de colonos
que llegaron al principio, ya sólo quedan nueve matrimonios y quince viudas: son ya ancianos, cargados de achaques y
recuerdos. Pero un día, el progreso –eso que llaman el ‘desarrollo’– les echó
el ojo encima y colocaron, a las afueras, lo que ningún pueblo de la provincia
quería: una planta de transferencia de
residuos sólidos urbanos. Otro día –en estas ‘Crónicas de un pueblo’, pero
sin alcalde ni maestro– les prometieron poco menos que el paraíso y vieron cómo levantaban una inmensa
siderurgia. La Siderúrgica, como la llaman por aquí. Pero no les dijeron el
tributo que tenían que pagar: van ya
seis muertos en accidente laboral –trabajadores de la comarca–, y no sé cuántos
lesionados. Y de vez en cuando, un olor a óxido de hierro recorre las
calles del pueblo. Los lugareños ya no viven tranquilos y Brovales tampoco es aquel poblado de humildes colonos, a quienes les
entregaron una casa con su parcela, una yegua y dos vacas, a pagar en cuarenta
años. Hoy sus nietos trabajan por turnos o hacen baratijas, se echan gomina
en el pelo y prefieren un buen coche de caballos, antes que estar por ahí
oliendo a boñiga de vaca. Es triste que a nadie se le ocurriera entonces
declarar esta zona como parque natural, en compensación por la contaminación
que iban a causar. Pero es lo que iba a decirle, compañero: de aquí a unos años
no quedarán los palomos del tío
‘Ricopelos’, ni las cigüeñas del campanario. Pues entonces, concluye Manolo Sánchez, ‘el Mantas’, que el último ‘afeche’ la puerta.
Posdata: Han pasado veinte años del artículo y ya no vive ningún colono de los que llegaron en los años sesenta, quedan los hijos: Sebastián Sánchez, Victoriano Labrador, Matías Román y Manolo Sánchez; los nietos, como María José Borrallo y Paqui Romero; y los bisnietos. En Brovales vive la familia de mi esposa y a esta tierra se la quiere por la belleza de la naturaleza y por la hospitalidad de sus vecinos. Esto le escribí en privado al subdirector de Hoy, cuando le envié el artículo: Es tal el abandono, que estos días de Navidad ha habido en el pueblo una epidemia de gastroenteritis –yo nunca había tenido tantos retortijones– a causa de un virus en el agua que bebemos, según el médico. Pero nadie informa de nada. Entonces el agua venía del pozo de 'Vito' y se pueden imaginar el tratamiento que le harían al agua potable. En los años setenta, daban dos horas de agua al día para llenar las cántaras, teniendo el pantano al lado. Por eso, colocar una placa en la plaza recordando la llegada de los colonos a Brovales, sería hacerles justicia. Hoy echo de menos a aquellos ancianos que conocí, cada uno con sus vivencias, y las charlas que tuve con varios de ellos.
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