A decir verdad, me pidieron que escribiera un libro sobre el pueblo de Gabia y aquello me lo tomé como un reto. Pero, lo que son las cosas, al final acabé
pagándolo de mi bolsillo. En unas páginas he intentado describir lo que cuentan
los gabirros, los secretos de los viejos rincones y aquello que te sugieren los
paisajes. Y cuando todo esto lo recoges en una novela de costumbres, entonces empiezas a ver el pueblo
como si realmente hubieras nacido allí, y a los personajes como si los
conocieras de toda la vida. Todo lo demás es accesorio, pues no debe uno esperar gran cosa: hay
gente que te anima y también hay quien no te mira bien.
He tratado de captar el ambiente de sus calles y plazas,
pasearme por sus verdes campos, oír el murmullo del río a su paso por el viejo
puente, reflejar el alma del pueblo y, sobre todo, grabar las voces de los
lugareños. Precisamente los más viejos han fallecido ya, pero esta vez sus
palabras no se las ha llevado el viento: ¡Yo
he sufrío y he llorao mucho en el cortijo Santonino! ¡Que pregunten por Carmen ‘la Barragana’, que no me he peleao con nadie ni
he bebío nunca! Sebastián Beltrán ‘el
Ramales’ aseguraba
poco antes de morir: ¡Estoy hecho una
mierda y ya no valgo para nada! Con noventa y seis años que tengo se me ha
pasao tóo por la historia... Sí, definitivamente, ese pueblo ya forma parte
de la vida de uno, pues he querido rescatar del olvido los recuerdos que
vagaban perdidos en el tiempo.
Recuerdo a aquella
mujer hojeando las fotos antiguas del libro: Te lo compraré a primeros de mes, cuando me paguen. Lléveselo usted, y ya me lo pagará, le
contesté. En la novela venía retratado su marido, Salvador Solera, el cual murió unos meses más tarde. A José Córdoba ‘el Che’ lo encontré al lado
de su letrero de pared, donde anuncia en letras de molde: Se echan culos de sillas en el matadero. Cuando vio su foto, se
apalancó la novela bajo el brazo y empezó a regatearme el precio. A Pepe Rodríguez ‘el mendigo’ volví a
encontrármelo a medio camino entre el bar y la Residencia de San Cristóbal,
donde lo tienen recogido: Mira, Pepe,
quiero regalarte este libro... Parecía un niño con unos zapatos nuevos, él
que tantas noches había dormido envuelto entre cartones, en medio de la
indiferencia, bajo el soportal del edificio de los Sindicatos. A Felipe ‘el Mediúva’ no hace falta que
le des mucha conversación: Yo ahora estoy
peor que nunca, tengo mi pensión pero la soledad es la peor enfermedad que
hay... Pero te advierto que sé cuando la gente habla de oídas o por 'experencia'

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Granada Hoy le dedicó una página al libro |
A
Manuela ‘la Merguiza’ la retraté
ante la puerta de su humilde patio, mientras me hablaba de su vejez y de sus
‘escaparrones’ en vinagre: Bueno, yo
rebusco aceitunas pa verdes y pa el aceite, y voy a por jigos. ¿Dónde? Pues,
donde hay. Gabriel ‘el Pajarillo’
todavía recuerda con nostalgia a sus cabras: Empecé de pastor, pues entonces había muchos por aquí. Estaban Paco el Machacao, Pedro Cayetano, Paco el
Merguizo, Miguel el del Concejo, mi padre Gabriel era también cabrero, Pepico el Garrota y su hermano
Gabriel, y José el Mauro. Cuando me despido del octogenario Enrique Vargas, ‘el manijero de la
cuadrilla de segaores’, le digo que el libro estará en un par de meses: ¡Ah, para entonces yo creo que viviré!
El poeta Carlos Nieto se volcó con los más débiles, pero en la Navidad
pasada me confesaba: Creo mucho en Dios,
a pesar de que me está haciendo la puñeta con el Parkinson. Maribel Lázaro, concejala de Izquierda
Unida, recuerda que al principio,
cuando vine al pueblo, tenía la sensación de que la democracia se acababa en
Hipercor. Le gustaría hacer muchas cosas, pero cada día la veo más
desengañada. Nieves Capilla es otro
personaje que uno ya no sabe si es real o de novela, sin embargo el otro día vi
que me sonreía: Mi niñez ha sido bonica
de juegos, pero pobre. Nosotras hacíamos nuestra Candelaria y nuestro San Antón
con palos de tabaco, en la placeta de la Guisa. Frasquito Capilla, después de cantarme unas coplillas de los años
20, me llama por teléfono: ¿En qué página
dices que vengo yo? Mientras tanto, su
hermano Adolfo apura los últimos días de su vida. En fin, el caso es que,
cuando el editor José Rienda me
entregó los libros de Gabia, la memoria
perdida, y los acaricié con mis manos, me di cuenta de que el parto había
sido doloroso, pues llevaba en el cuerpo no pocos disgustos y algún que otro
insulto. Sin embargo, los personajes cobraban vida y bullían por sus páginas, y
entonces fue cuando se me quitaron todas las pesadumbres de encima. ¡Pobres de
aquellos pueblos y ciudades que depositan su porvenir en un equipo de fútbol,
pero no tienen quien les cuente ni escriba su historia o intrahistoria! ¿Quién
se acordará de ellos así que pasen cien años?

Hace
un par de meses entré en una librería de viejo y, de casualidad, vi en el mostrador
El segundo hijo del mercader de sedas,
del desaparecido Felipe Romero. En
otra librería también compré hace unos días El florido pensil, de un tal Andrés
Sopeña; pero fue al abrirlo cuando
leí esta lacónica dedicatoria: Regalo de
Eloy J. 1996. Y en la misma página, lleva pegada una etiqueta: Librería Técnica. Ciudad Real. En unos
pocos años, la novela ha pasado por no se sabe cuántas manos y ha recorrido
ciudades. ¡Cuántos secretos e historias sentimentales encierran los libros
entre sus prudentes páginas! Por eso creo que ahora es el tiempo de leer, y a
ellos los pongo por testigos ante el juicio de Dios.
Posdata: este artículo fue publicado
en Ideal, el 3 de julio de 2004, y la mayoría de las personas que cito en el libro han
fallecido. No quedan ya ejemplares, pero doné más de uno a
la Biblioteca Municipal de Gabia e hice sendas entrevistas a los
bibliotecarios, pues me prestaron ayuda, sin embargo, en todos estos años nunca se acordaron de mí. Vaya mi agradecimiento a cuantos me
ayudaron en la elaboración de la obra.
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Mi agradecimiento a la alcaldesa Meri, el Día del Libro, 23 de abril de 2022
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