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Los fossores en el cementerio de Guadix, años sesenta
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Recuerdo
que en los años sesenta dormían sobre unas tablas de madera, recubiertas con
una estera de esparto y una piel de oveja, y que se levantaban a las cuatro de
la madrugada a hacer sus oraciones. Hace unos días me acerqué al Retiro de San
José, donde una placa de mármol blanco en la fachada recuerda al visitante: “En
el año del Señor de 1953, bajo el glorioso pontificado de Pío XII..., nació en
esta casa-cueva la religión de los Hermanos Fossores de la Misericordia para
gloria de Dios, de su bienaventurada madre y de las benditas ánimas del
purgatorio. Para perpetua memoria de las generaciones venideras. Guadix
15-8-1967”.
Hoy
siguen viviendo en las humildes celdas de entonces, pero al menos ya disponen
de un camastro en condiciones. “En aquellos años, la vida monástica era
bastante dura”, me dice el hermano Alberto, el superior general de los
fossores. Luego me presenta a un anciano de 82 años, que va en un carrillo de
ruedas: “Éste es Fray José María de ‘Jesús Crucificado’, el hermano fundador de
la orden. Hace tres años que le dio una trombosis y tiene medio cuerpo
paralizado”. Está de lado y me da la mano. Pero no dice nada. Ni siquiera me
mira. ¿Cómo va a mirarme? Cuando vuelvo a observar el perfil de su cara en la
penumbra, compruebo que está llorando en silencio. Precisamente él, que ha
vivido como un ermitaño en el desierto desde hace casi cincuenta años:
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
“Ha
llorado por la emoción –me aclaró después el hermano Alberto, y me dijo-: Él
estaba de maestro de novicios en la Ermita de Córdoba y, leyendo el ‘Libro de
Tobías’, vio que faltaba por hacer esa obra de misericordia, como es enterrar a
los muertos. Con esta actitud piadosa, damos un testimonio de vida cristiana
allí donde muchos creen que con la muerte se acaba todo”. ¿Cómo fue tu vocación
religiosa? “Bueno, yo quería ser misionero como mi hermana, pero conocí a los
fossores en Logroño, donde tenemos otra casa. Mi padre estuvo bastante tiempo sin
hablarme y ni siquiera vino a la toma de mi hábito de monje; hasta que aceptó
la situación. Mi madre, en cambio, fue más comprensiva. Recuerdo que se echó a
llorar y me dijo estas palabras: ‘¡Hijo, yo lo único que quiero es que tú seas
feliz!’”.
Quedáis
solamente once fossores y, como dice el verso de Fray Tobías, ya no hay manos
que toquen la campana del cementerio de San José. ”Pues, entonces –me responde
sin titubear-, que el último cierre la puerta”. A la una de la tarde, me invitó
a comer este hombre campechano y afable, que no oculta su simpatía por Leonardo
Boff, el ‘teólogo de la Liberación’. Fray Antonio es el monje más antiguo y
Fray Hermenegildo es ‘un arquitecto’, porque, con la sola ayuda de un albañil,
hizo posible el milagro de construir la capilla de San José. Con Antonio Abril
se cumple aquello de que fue cocinero antes que fraile. Es además presidente de
la ONG ‘Emaús’, que tiene un comedor social de ayuda al necesitado, en
Torremolinos. En fin, que en el humilde refectorio hicieron que me sintiera
como uno de ellos, y allí yantamos como Dios manda.
En la
paz del convento y en medio del silencio de la noche, se puede observar el
furtivo vuelo de una lechuza, barruntar el continuo trasiego de las ánimas del
purgatorio o sorprender a un ermitaño escribiendo unos versos nostálgicos en la
madrugada. A Fray Tobías le dieron el primer premio de poesía en Logroño con su
‘Padre nuestro ecológico’: “Padre nuestro que estás en el cielo./ Y en el
aire,/ y en el suelo,/ y en la risa de un niño inocente./ En el puro cristal
del ambiente,/ en la brisa,/ en el color./ Padre nuestro y Dios del amor,/ en
tu gran esplendor y belleza/...”. Los monjes visten un hábito de color marrón
con capucha, parecido al de los franciscanos y capuchinos, pues no en vano la
pobreza les une. Renunciaron a todo bien material refugiándose en una cueva,
entre las tapias del viejo cementerio, por lo que mayor humildad y sacrificio
no se puede pedir: Dios se encuentra en la pobreza. Anoto que son las seis en
punto de la tarde cuando los fossores reciben a la comitiva fúnebre: “Estamos
aquí reunidos para dar sepultura a nuestra hermana...”. La difunta es una monja
de ‘los Ancianos Desamparados’ y las religiosas, apiñadas, sostienen el ataúd
con las manos. Poco después, la comitiva avanza lentamente mientras los
frailes, en voz alta, van rezando los salmos: ‘De profundis’ (Desde el fondo
del abismo clamo a ti, Señor) y ‘El Miserere’ (¡Misericordia, Dios mío!). Al
final, bendicen el sepulcro y todos entonamos ‘El Resucitó’ de Argüelles.
“¡Forastero, no llevan alforjas ni zurrón,/ frailes
limosneros y mendicantes tampoco son!/ Guadix bien vale un entierro cantado./
¡Que te lo digo yo!” Cerca de allí, una sepultura llama mi atención: ¿Quién
podrá ser este personaje? ¡Ah!, ya decía yo que este pupilo, de barba florida,
frente despejada y botas cuarteleras es nuevo en la posada. Aqueste Alarcón
debe ser, sin duda, el sin par letrado que se murió de anonimato, allá en su
casa de la calle de Atocha. Y en 1853, llevado de la nostalgia, escribe a su
cuñado: “Ya ves si quiero a Guadix, a pesar de todo...”.
A lo lejos, en lo hondo, altiva se yergue la vetusta
ciudad morisca; pero aquella tarde faltaba algo en el horizonte: “La Virgen que
había en la Alcazaba no le estorbaba a ‘naide’, suspiró un viejo, que llevaba
un ramo de flores. Poco después, al despedirme, le pregunto a Fray José María
si quiere decirme algo. Ahora parece que el fundador está más animado. El
hombre balbucea unas palabras pero apenas se le oye. Acerco la oreja y oigo que
me dice: “¡Bastante llevas ya!”. Y, sin embargo, hay que decir que su obra, a
estas alturas, no ha merecido ningún reconocimiento oficial. Ni siquiera en su
pueblo natal de La Zubia. Toda su gloria se reduce a ir montado como un trasto
sobre un carrillo de ruedas.
Posdata: este artículo salió publicado en Ideal de Granada,
el 9 de octubre de 2001. En 2011 me pasé por el cementerio de Guadix y saludé a
un hermano. Se acordaba de mi y me dijo que ya sólo quedaban tres fossores.
Cuando va el padre de una vecina mía al cementerio, a visitar la tumba de su
esposa, le pregunta por mí. Después de la publicación del artículo en Ideal,
los fossores recibieron al poco tiempo un premio en Guadix y se empezó a reconocer
su labor.
Copio estas
otras frases que anoté para el artículo:
Estuve con
ellos sobre el 20 de julio -hice dos viajes a Guadix pues quería ver cómo era
el entierro cantado.
En su
dicha lápida (de Alarcón) quedó escrito: “Guadix es mi pueblo, es mi cuna...”.
A los
postres, fray Tobías, que además es poeta, contó el chiste del padre prior y de
vez en cuando suelta un chascarrillo. “Callada y silenciosa,/ como un símbolo
viejo,/ cuelga de su espadaña la campana,/ del cementerio/”.
Unos
días después leí en el ‘Libro de Tobías’: “Y no se quejó contra Dios por la
desgracia de la ceguera que le envió”. Aquel anciano había sido consecuente con
su destino y esperaba, resignado, a que le llegara su hora.
Estos
monjes vivían como los ermitaños en el desierto. Pero los tiempos son otros y
hoy parecen hermanos obreros, aunque dedicados al ‘ora et labora’: lecturas y
rezos, cultivo del huerto, limpieza del cementerio, dar cristiana sepultura a
los muertos...
Lo que más me llama la atención es que nadie se
ha acordado de estos monjes, ni siquiera en el pueblo del fundador, el cual
tiene ya 82 años. De ahí que el hombre se emocionara al verme.
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Antonio L. Vázquez Castillo |
La
imagen capta el momento en que dos Hermanos
Fossores y dos familiares llevan a hombros el ataúd para enterrarlo en una
de las fosas que se ven en el suelo. Al lado se ven dos palas clavadas sobre el
montón de tierra y da la impresión de que la comitiva fúnebre ha llegado al
final del recorrido. La escena ocurre en el cementerio de Guadix, en 1957, según Antonio Luis Vázquez Castillo, que ha publicado la fotografía en Facebook hace unos días.
Al
lado del féretro se ve a un joven, vestido con chaqueta y abrigo, que adelanta
a los demás tratando de colocarse en la cabecera. Posiblemente sea el hijo del
finado. Por el diseño del ataúd, los familiares y los acompañantes que aparecen
en la fotografía, muchos de ellos con gabardinas y con el gesto triste, el
fallecido tenía que ser de la clase media. Es un día gris y lluvioso,
posiblemente de invierno, y la imagen capta los últimos instantes del entierro.
En esos años, los Hermanos Fossores abrían
fosas en el suelo, acompañaban con cánticos a la comitiva fúnebre, incluso
llevaban el féretro. Por eso, esta foto mereció salir en la famosa revista norteamericana
Life, que destacó por el fotoperiodismo. Estas imágenes ya no se repiten, pues apenas
quedan Hermanos Fossores en el
cementerio y hace unos meses falleció el hermano que se acordaba de mí.
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Antonio L. Vázquez Castillo. |
Video Hermanos Fossores de la Misericordia
https://www.youtube.com/watch?v=m-E0Vb2mcM8
Compartido de Roberto Balboa