La perra Laika, cuando estaba sana |
Había quedado con el veterinario a las 6:30 de la tarde del 18 de julio, y a esa hora poco más o menos llegamos a su consulta. Al final, mi mujer tuvo que llevar en brazos a Laika, una perra vieja y enferma que apenas podía tirar de su alma; todavía recuerdo su andar cansino y torpe de aquella tarde, y el rabo balanceándose de un lado a otro. Hacía un año que le habían diagnosticado un cáncer en la nariz, y nos habían avisado que moriría asfixiada por el tumor. Luego empezaron a salirle unos bultos grandes, que ahora amenazaban con taponarle un ojo. Laika, de vez en cuando, se restregaba con la pata en la carnosidad; entonces la sangre manaba y ella, pacientemente, se iba relamiendo con la lengua. Fue la pasada Navidad cuando decidimos llevarla al veterinario, pero éste nos dijo que el animal podía vivir todavía un tiempo. El caso es que nos quitó un peso enorme de la conciencia y, sobre todo, la pobre perra iba a seguir con nosotros, aunque sólo fuera por unos meses. ¡Le habían concedido una prórroga y la muerte podía esperar!
Pero ahora estábamos
en el tiempo de descuento. El albéitar, como buen amante de los animales,
intentó convencernos de nuevo. Yo le expliqué que la
perra apenas se tenía en pie y que sangraba con frecuencia: “No merece la pena,
pues dentro de quince días vamos a estar en las mismas y, además, está
sufriendo”. Entonces el veterinario puso a Laika encima de la mesa, y le
cortó un poco de pelo de la pata delantera para pincharla. La perra, recelosa,
nos miraba con cierta resignación, intentando encontrar en nuestros ojos la
tranquilidad que a ella empezaba a faltarle en esos momentos. En su triste
mirar de perra vieja se reflejaba el cansancio de los años, agravado por la
penosa enfermedad. Y a medida que el cáncer avanzaba, sus ojos se fueron
dulcificando. Pero ahora parecía decirnos: “¿Qué os creéis, que soy tonta? De
sobras sé que la patata que me ha salido en la nariz, no es nada bueno. ¡Pero
qué le vamos a hacer!...”.
El experto desistió
de pincharla porque la perra empezó a ladrar, mientras se refugiaba en los
brazos de mi mujer. “Está nerviosa y no le encuentro la vena”, dijo. En esto,
mi esposa no dejaba de llorar y yo, por otro lado, tenía que hacer grandes
esfuerzos para contenerme. El veterinario nos indicó que esperáramos afuera,
pero le contesté que preferíamos estar allí dentro. Entonces le inyectó un
sedante y, en unos segundos, vi que el animal cerró los ojos: se había quedado
completamente dormido y con la lengua fuera, colgándole de la boca. Acto
seguido, le puso una inyección de pentotal. Pero todo se me hizo demasiado
rápido: “En cuanto le entra el líquido, se produce una parada cardiaca...”, oí
que me decía. Y fue entonces cuando me acordé del viejo tango de Gardel: “Sus
ojos se cerraron y el mundo sigue andando...”. Finalmente, la introdujimos en
una bolsa de plástico y poco después la enterré en el jardín de mi casa. Cuando
mis hijos llegaron de la playa, se hartaron de llorar, pues con Laika
habían compartido más de la mitad de sus vidas. Tan es así, que, cuando les
regañaba de pequeños, la perra canela se ponía a ladrarme, hecha una furia. Y
cuando no tenía agua para beber en el cuenco, lo arrastraba por el suelo para
llamar nuestra atención, o bien se echaba allí al lado. Habían pasado once
largos años desde que la encontré acurrucada y aterida de frío en la arqueta de
una obra.
Pero lo que más me impresionó de toda esta historia fue Balto, su compañero inseparable. Balto se había criado con ella y nunca salía a la calle si no iban los dos juntos. Los canes se llevaban bastante bien, aunque en ocasiones se peleaban por la comida. Al principio, Laika fue como su madre pero, luego, cuando él se hizo mayor, se convirtió en su amante. Por eso, aquella tarde, cuando saqué a Balto a la calle, la buscaba con la mirada y olfateaba por todas partes, esperando que ella apareciera de un momento a otro. Luego, en casa, deambulaba como un sonámbulo y, de vez en cuando, se asomaba al lavadero esperando encontrarla echada en su sempiterno cojín. El corazón me daba un vuelco cada vez que observaba a Balto en su inútil búsqueda, pero él nunca sabrá que Laika duerme unos metros más allá. Al día siguiente, mi hija adornó la tumba de la perra con una vieja cruz de madera (hecha pacientemente con pinzas), de cuando estuvo en la escuela.
Balto y Laika, poco antes de morir
Confieso con cierto
rubor que siempre tuve el jardín bastante abandonado, pues sólo había plantado
un rosal y un par de melocotoneros, que pensaba arrancar. Pero esta noche de
luna llena es la primera vez que me he sentado a contemplarlo con cariño,
mientras el dulce resplandor de julio va clareando, mansamente, las sombras
tristes de los árboles. Sin embargo, quiero significarle que no tengo ningún
derecho a contar estas historias menores, cuando a diario se cometen tantas injusticias
en el mundo. Aunque, también es cierto que los designios del Señor son
inescrutables.
Unos días después de
todo este duelo, cuando mi hija le decía, “¿dónde está Laika?”, el noble
terrier olisqueaba el aire mientras se iba para el jardín de los melocotoneros.
Pero el jodido perro ha cogido la fea costumbre de alzar la pata sobre
un viejo bidón de agua, que los albañiles tienen en la cañada de Contreras.
Posdata: no
sabía cómo se llamaban antiguamente los terrenos de mi calle, y se lo pregunté
a uno del barrio. “Pues a esto le decían antes la cañada de Contreras”, me
dijo. Total que, en agradecimiento, le llevé una fotocopia del artículo a su
casa y, al cabo de un par de semanas, me encontré al vecino y le pregunté:
“¿Qué, has leído ya el artículo?”. Se ve que la pregunta le cogió con el pie
cambiado, de manera que va y me responde: “¡Sí..., ya voy por la mitad!”.
Articulo del libro Gabia,
la memoria perdida. También
fue publicado en Ideal, el 6 de
agosto de 2002
Leí las instrucciones
del medicamento y hablaba de mareos, movimientos musculares del cuerpo
anormales o temblores y de una larga serie de efectos adversos… Había sido la
gragea, pues le había dado la mitad en ayunas en vez de la cuarta parte y, con
la debilidad que tenía el perro y sus trece años (ya es un anciano), se le
juntó todo. El día anterior yo había leído el relato de Laika (lo encontré en el ordenador), que precisamente murió hace
once años, por estos días. Lo tenía prácticamente olvidado, pero me pregunto si
esto que ha ocurrido con Balto ha sido una casualidad o un aviso de lo que
nos espera.
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