sábado, 27 de julio de 2013

EL JARDÍN DE LOS MELOCOTONEROS



La perra Laika, cuando estaba sana



 Había quedado con el veterinario a las 6:30 de la tarde del 18 de julio, y a esa hora poco más o menos llegamos a su consulta. Al final, mi mujer tuvo que llevar en brazos a Laika, una perra vieja y enferma que apenas podía tirar de su alma; todavía recuerdo su andar cansino y torpe de aquella tarde, y el rabo balanceándose de un lado a otro. Hacía un año que le habían diagnosticado un cáncer en la nariz, y nos habían avisado que moriría asfixiada por el tumor. Luego empezaron a salirle unos bultos grandes, que ahora amenazaban con taponarle un ojo. Laika, de vez en cuando, se restregaba con la pata en la carnosidad; entonces la sangre manaba y ella, pacientemente, se iba relamiendo con la lengua. Fue la pasada Navidad cuando decidimos llevarla al veterinario, pero éste nos dijo que el animal podía vivir todavía un tiempo. El caso es que nos quitó un peso enorme de la conciencia y, sobre todo, la pobre perra iba a seguir con nosotros, aunque sólo fuera por unos meses. ¡Le habían concedido una prórroga y la muerte podía esperar!

 

Pero ahora estábamos en el tiempo de descuento. El albéitar, como buen amante de los animales, intentó convencernos de nuevo. Yo le expliqué que la perra apenas se tenía en pie y que sangraba con frecuencia: “No merece la pena, pues dentro de quince días vamos a estar en las mismas y, además, está sufriendo”. Entonces el veterinario puso a Laika encima de la mesa, y le cortó un poco de pelo de la pata delantera para pincharla. La perra, recelosa, nos miraba con cierta resignación, intentando encontrar en nuestros ojos la tranquilidad que a ella empezaba a faltarle en esos momentos. En su triste mirar de perra vieja se reflejaba el cansancio de los años, agravado por la penosa enfermedad. Y a medida que el cáncer avanzaba, sus ojos se fueron dulcificando. Pero ahora parecía decirnos: “¿Qué os creéis, que soy tonta? De sobras sé que la patata que me ha salido en la nariz, no es nada bueno. ¡Pero qué le vamos a hacer!...”.

 

El experto desistió de pincharla porque la perra empezó a ladrar, mientras se refugiaba en los brazos de mi mujer. “Está nerviosa y no le encuentro la vena”, dijo. En esto, mi esposa no dejaba de llorar y yo, por otro lado, tenía que hacer grandes esfuerzos para contenerme. El veterinario nos indicó que esperáramos afuera, pero le contesté que preferíamos estar allí dentro. Entonces le inyectó un sedante y, en unos segundos, vi que el animal cerró los ojos: se había quedado completamente dormido y con la lengua fuera, colgándole de la boca. Acto seguido, le puso una inyección de pentotal. Pero todo se me hizo demasiado rápido: “En cuanto le entra el líquido, se produce una parada cardiaca...”, oí que me decía. Y fue entonces cuando me acordé del viejo tango de Gardel: “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando...”. Finalmente, la introdujimos en una bolsa de plástico y poco después la enterré en el jardín de mi casa. Cuando mis hijos llegaron de la playa, se hartaron de llorar, pues con Laika habían compartido más de la mitad de sus vidas. Tan es así, que, cuando les regañaba de pequeños, la perra canela se ponía a ladrarme, hecha una furia. Y cuando no tenía agua para beber en el cuenco, lo arrastraba por el suelo para llamar nuestra atención, o bien se echaba allí al lado. Habían pasado once largos años desde que la encontré acurrucada y aterida de frío en la arqueta de una obra.




         Pero lo que más me impresionó de toda esta historia fue Balto, su compañero inseparable. Balto se había criado con ella y nunca salía a la calle si no iban los dos juntos. Los canes se llevaban bastante bien, aunque en ocasiones se peleaban por la comida. Al principio, Laika fue como su madre pero, luego, cuando él se hizo mayor, se convirtió en su amante. Por eso, aquella tarde, cuando saqué a Balto a la calle, la buscaba con la mirada y olfateaba por todas partes, esperando que ella apareciera de un momento a otro. Luego, en casa, deambulaba como un sonámbulo y, de vez en cuando, se asomaba al lavadero esperando encontrarla echada en su sempiterno cojín. El corazón me daba un vuelco cada vez que observaba a Balto en su inútil búsqueda, pero él nunca sabrá que Laika duerme unos metros más allá. Al día siguiente, mi hija adornó la tumba de la perra con una vieja cruz de madera (hecha pacientemente con pinzas), de cuando estuvo en la escuela.



                                                    Balto y Laika, poco antes de morir
 
 
Confieso con cierto rubor que siempre tuve el jardín bastante abandonado, pues sólo había plantado un rosal y un par de melocotoneros, que pensaba arrancar. Pero esta noche de luna llena es la primera vez que me he sentado a contemplarlo con cariño, mientras el dulce resplandor de julio va clareando, mansamente, las sombras tristes de los árboles. Sin embargo, quiero significarle que no tengo ningún derecho a contar estas historias menores, cuando a diario se cometen tantas injusticias en el mundo. Aunque, también es cierto que los designios del Señor son inescrutables.

 

Unos días después de todo este duelo, cuando mi hija le decía, “¿dónde está Laika?”, el noble terrier olisqueaba el aire mientras se iba para el jardín de los melocotoneros. Pero el jodido perro ha cogido la fea costumbre de alzar la pata sobre un viejo bidón de agua, que los albañiles tienen en la cañada de Contreras.

 

      Posdata: no sabía cómo se llamaban antiguamente los terrenos de mi calle, y se lo pregunté a uno del barrio. “Pues a esto le decían antes la cañada de Contreras”, me dijo. Total que, en agradecimiento, le llevé una fotocopia del artículo a su casa y, al cabo de un par de semanas, me encontré al vecino y le pregunté: “¿Qué, has leído ya el artículo?”. Se ve que la pregunta le cogió con el pie cambiado, de manera que va y me responde: “¡Sí..., ya voy por la mitad!”.

  

Articulo del libro Gabia, la memoria perdida. También fue publicado en Ideal, el 6 de agosto de 2002

 
      Aclaración: el pasado día 24, mi mujer le dio media pastilla de Ranitidina a Balto, pues llevaba unos días con molestias en el estómago. Diez minutos después, mi mujer me llamó dando voces y con Balto en brazos: “¡El perro se muere, el perro se muere!”. Me explicó que le dio tos, seguida de temblores, y después se quedó echado en el suelo, como si estuviera muerto, durante unos minutos. Luego vimos que apenas se sostenía en pie y, cuando se levantaba, venía hacia nosotros. Estábamos asustados, esperando lo peor. Pero poco a poco se fue espabilando hasta que se repuso.

Leí las instrucciones del medicamento y hablaba de mareos, movimientos musculares del cuerpo anormales o temblores y de una larga serie de efectos adversos… Había sido la gragea, pues le había dado la mitad en ayunas en vez de la cuarta parte y, con la debilidad que tenía el perro y sus trece años (ya es un anciano), se le juntó todo. El día anterior yo había leído el relato de Laika (lo encontré en el ordenador), que precisamente murió hace once años, por estos días. Lo tenía prácticamente olvidado, pero me pregunto si esto que ha ocurrido con Balto  ha sido una casualidad o un aviso de lo que nos espera.

 
 

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