martes, 2 de abril de 2013

CASTRIL EN UNA PEÑA









 
  
A las ocho de la mañana del 7 de diciembre pasado, una delgada capa de niebla se extendía por la vega de Galera. Pero ya venía amaneciendo por Orce y el día se presentaba bueno. Por la cuesta del Obispo, antes de entrar a Huéscar, unos impasibles cuervos, posados en las desnudas ramas del viejo olmo, esperaban el sol de la mañana como agua de mayo. Pero,  conforme avanza el vehículo por la carretera que va a Castril, me doy cuenta de que el paisaje y la perspectiva son otros: el cerro de Jabalcón, ataviado de marrón oscuro, se yergue solitario en el Altiplano como una vieja fortaleza. Su nombre rememora la huella de los moriscos por estas tierras mientras ofrece un fuerte contraste con el albor de Sierra Nevada, que se extiende a sus espaldas. A lo lejos, por el Este, se divisa la sierra de Periate con un fondo oscuro. En cambio la sierra de Marmolance se alza altiva a mi derecha, formando unos pintorescos tajos rojizos, por donde se asoman a veces las nevadas crestas de la sierra castrileña.

De pronto, tras un monte, se impone con toda su belleza y esplendor la Sagra –siera sagrada–, que aparece cubierta con un manto de nieve; y a sus pies, el pantano de San Clemente debe de andar a estas horas en profundas tinieblas. Al bajar la cuesta de entrada a Castril, se oyen varear los olivos y las sonoras voces de las mujeres; y una red se extiende hasta la mitad de la carretera. Entonces, me acuerdo del maño aquel que decía: “¡Sopla, sopla, que como no te apartes tú!”. Las hermosas aceitunas negras han engordado con las abundantes lluvias de estos días, y amanecen colgando con una gota de rocío, mientras que el trasiego de los todoterrenos es incesante. Desde el mirador de la entrada, la vista que se ofrece al forastero es la bella estampa de un pueblo serrano y fronterizo, pegado allí, junto al cerro sagrado: con sus blancas casas de tejados ocres, dispuestas a modo de cajones escalonados en la ladera, y con sus verdes huertas y arboledas. Y arriba, coronando la peña, la imagen del Corazón de Jesús bendiciendo los campos. Más no se puede pedir.

Cuando entro en la recoleta plaza del Carmen, unos hombres disfrutan del tibio sol del otoño. Pero cuando me asomo a la baranda de la plaza, un viento frío se deja caer de la serranía, dándote una bofetada en la cara. El trágico aullido de un cerdo se eleva por el valle como pidiendo justicia: es la plegaria del marrano. Me decido a entrar en el bar de Emilio y le pregunto: “¿Quién ha escrito esas frases en los azulejos de la fachada?”. “¡Ha sido mi hijo!”, me dice un tanto orgulloso. Al salir me entretengo en copiarlas: “Este café abrió sus puertas en el año 1951, el mismo día que se inauguraba la imagen del Sagrado Corazón. Éste es el homenaje de sus amigos y también el recuerdo de otras tabernas que sólo viven en la memoria. La de ‘Crisol’, la de la tía Marciana, ‘el Sacristán’, ‘el Abuelillo’, la de Antonia ‘la Lejía’, de María ‘la Triguita’, la del ‘Chato’, la de Salvador Penena, la de Matías ‘el Chapao’, la de ‘Naranjero’, Ciriaco y el tío Tunillo, la de la María Juana, de Francisco Vargas, de Rafael ‘el de la Romana’, la de..., ya sabes. Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”.

 En la fachada de la iglesia –la Puerta del sol– del otrora castro romano, destaca un reloj de sol y, en grandes letras negras y casi ilegibles, se pone en conocimiento de los parroquianos: “Se prohíbe jugar a la pelota”. Todo es antiguo y tiene un sabor añejo en Castril de los Vidrios, resguardado entre sierras como La Puebla: a causa de este aislamiento secular, ha sabido conservar sus raíces y tradiciones. Sin embargo, sorprende que el olivar se extienda sobre un manto de hierba, mientras que en Jaén sólo se ven olivos –por eso el paisaje jaenero es tan triste–. En cambio, aquí el valle aparece pintado de verde olivo y verde hierba, por donde discurre el cauce plateado del río Castril, con sus aguas bravas y rumorosas.
 
 En el estanco, charlo con Mari y de paso compro el periódico. Son más de las 10:30 de la mañana y todavía algunos diarios no habían llegado: son las cosas de los municipios perdidos en medio de la geografía andaluza. Luego voy a ver a María Martínez Ramón –hermana del cura José María, el cual ejerció de párroco después de la guerra–, pero el día anterior tuvieron que ingresarla en el Hospital de Baza. “Tiene 89 años y está bastante fastidiada. ¡Y con esta edad...!”, me dice su marido Luis, un tanto preocupado. Desde que llegué, unos nubarrones negros están posados por cima de la sierra, sin embargo luce un sol esplendente y los paisajes de esta zona no dejan de asombrar. Cuando salgo del pueblo, sobre las 12:30 de la mañana, observo a centenares de buitres sobrevolando el cielo azul. Las aves vienen de las montañas del Oeste, donde tienen las buitreras, pero al poco se lanzan en picado sobre una rambla. Me monto en el coche y bajo por un camino de barro: allí veo el insólito espectáculo de las bandadas de buitres volando en círculo y casi a ras de tierra. Si hubiera visto a los cazas F-16, no me hubieran impresionado tanto. Desde la almazara, contemplo el pueblo por última vez: está pegado a la peña, que se alza como un telón de fondo sobre el horizonte; y más parece que estoy viendo una catedral de color leonado, semejante a la Sagrada Familia de Barcelona.
¡Pero, ya sabes, forastero! Si te acercas por allí, no te olvides de ir a Castril.


 Posdata: este artículo fue publicado en Ideal de Granada, el 17 de enero de 2004

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