A las ocho de la
mañana del 7 de diciembre pasado, una delgada capa de niebla se extendía por la
vega de Galera. Pero ya venía amaneciendo por Orce y el día se presentaba
bueno. Por la cuesta del Obispo, antes de entrar a Huéscar, unos impasibles
cuervos, posados en las desnudas ramas del viejo olmo, esperaban el sol de la
mañana como agua de mayo. Pero, conforme
avanza el vehículo por la carretera que va a Castril, me doy cuenta de que el paisaje
y la perspectiva son otros: el cerro de Jabalcón, ataviado de marrón oscuro, se
yergue solitario en el Altiplano como una vieja fortaleza. Su nombre rememora
la huella de los moriscos por estas tierras mientras ofrece un fuerte contraste
con el albor de Sierra Nevada, que se extiende a sus espaldas. A lo lejos, por
el Este, se divisa la sierra de Periate con un fondo oscuro. En cambio la
sierra de Marmolance se alza altiva a mi derecha, formando unos pintorescos
tajos rojizos, por donde se asoman a veces las nevadas crestas de la sierra castrileña.
De pronto, tras un
monte, se impone con toda su belleza y esplendor la Sagra –siera sagrada–, que
aparece cubierta con un manto de nieve; y a sus pies, el pantano de San
Clemente debe de andar a estas horas en profundas tinieblas. Al bajar la cuesta
de entrada a Castril, se oyen varear los olivos y las sonoras voces de las
mujeres; y una red se extiende hasta la mitad de la carretera. Entonces, me
acuerdo del maño aquel que decía: “¡Sopla, sopla, que como no te apartes tú!”.
Las hermosas aceitunas negras han engordado con las abundantes lluvias de estos
días, y amanecen colgando con una gota de rocío, mientras que el trasiego de
los todoterrenos es incesante. Desde el mirador de la entrada, la vista que se
ofrece al forastero es la bella estampa de un pueblo serrano y fronterizo,
pegado allí, junto al cerro sagrado: con sus blancas casas de tejados ocres,
dispuestas a modo de cajones escalonados en la ladera, y con sus verdes huertas
y arboledas. Y arriba, coronando la peña, la imagen del Corazón de Jesús
bendiciendo los campos. Más no se puede pedir.
Cuando entro en la recoleta plaza del Carmen, unos hombres disfrutan del tibio sol del otoño. Pero cuando me asomo a la baranda de la plaza, un viento frío se deja caer de la serranía, dándote una bofetada en la cara. El trágico aullido de un cerdo se eleva por el valle como pidiendo justicia: es la plegaria del marrano. Me decido a entrar en el bar de Emilio y le pregunto: “¿Quién ha escrito esas frases en los azulejos de la fachada?”. “¡Ha sido mi hijo!”, me dice un tanto orgulloso. Al salir me entretengo en copiarlas: “Este café abrió sus puertas en el año 1951, el mismo día que se inauguraba la imagen del Sagrado Corazón. Éste es el homenaje de sus amigos y también el recuerdo de otras tabernas que sólo viven en la memoria. La de ‘Crisol’, la de la tía Marciana, ‘el Sacristán’, ‘el Abuelillo’, la de Antonia ‘la Lejía’, de María ‘la Triguita’, la del ‘Chato’, la de Salvador Penena, la de Matías ‘el Chapao’, la de ‘Naranjero’, Ciriaco y el tío Tunillo, la de la María Juana, de Francisco Vargas, de Rafael ‘el de la Romana’, la de..., ya sabes. Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”.
¡Pero, ya sabes, forastero! Si te acercas por allí, no te olvides de ir a Castril.
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