viernes, 12 de diciembre de 2014

PASEOS POR ORCE

Primero: Que doña Adoración es dueña en pleno dominio de la mitad indivisa de la siguiente finca, con su hermana María del Carmen: una tierra de riego de primera clase, llamada Suerte de los Pobres, por bajo de la era de Maeso, que mide una fanega y cinco celemines, que linda... Título: La adquirió por adjudicación, que se le hizo en la partición de bienes de doña Mercedes Ortiz Martínez, aprobada por escritura otorgada el veinte de diciembre de 1927... Su valor, seiscientas pesetas (precio de 1948)... Cuando leí estas líneas en agosto de 2001 a mi tía sor Carmen, la monja, debieron de acudir a su memoria no pocos recuerdos: ¿Y de dónde has sacado tú esta escritura? Le respondí que la encontré entre las pertenencias de mi madre, cuando falleció. La escritura de división de la herencia, debido a los años, despedía un fuerte olor a papel rancio. Fue entonces cuando mi tía me contó una antigua historia que yo ignoraba: La abuela Adoración murió a consecuencia del parto de tu madre y, entonces, doña Mercedes Ortiz, que fue una bienhechora para el pueblo, puso a nuestro nombre ese trozo de tierra para que, según ella, ‘no les falten alimentos a las niñas’.

 A continuación me contó lo que le pasó a su pariente, Simón Castellar, el alcalde republicano de Orce: Durante la guerra se lo llevaron preso y estuvo varios años en el Penal de Burgos; cuando le dieron la libertad, tus padres que vivían en Galera fueron a recibirlo, pues entonces no había coche de línea a Orce. Decía tu madre que daba pena verlo, y él también sintió mucha vergüenza que lo vieran en ese estado: ‘Llevaba los pantalones atados con una guita, una camisilla medio rota y unas alpargatas viejas’. Lo acompañaron montado en un burro, que entonces tenía tu padre, y de esta guisa el pobre Simón hizo su entrada en Orce, aunque él tenía miedo de ir al pueblo. Vivía en Los Caños y, como la guerra lo había dejado arruinado, poco después se marchó con su familia a Barcelona. Luego pasó a decirme que, cuando eran niñas, se entretenían en tirar piedrecillas por las chimeneas de las cuevas. Y claro, como resulta que las chinas caían en el caldo de los pucheros, algunas viejas salían con las tenazas en la mano, diciendo: Mal dolor sus dé... Aquella tarde mi tía sor Carmen disfrutó contándome muchas historias de su pueblo, pues, desde los 18 años en que salió, apenas si había  vuelto a visitarlo. Se acordaba de los pregones del Pinchaúvas: Por orden del señor alcalde, se hace saber lo siguieeente... O bien me decía: Este pobretico le daba al ‘pirriaque’, y este otro estaba todo el día como el marranico de San Antón.

       Yo entonces le enseñé un escrito muy antiguo de mi madre, que en las largas noches de invierno nos leía alguna que otra vez. Eran las Hordenanzas que son para la conservación y buen gobierno de la villa de Horce. Y mandaban que nadie tomase uvas sin licencia de su amo, pero el que fuere de camino pueda tomar un racimo e no más. En cuanto a los harineros, se les ordena que tengan las cribas sanas, para que no se mezcle el trigo con las granzas. Y en el invierno se permitía la corta de carrascas para leña, pero no por el pie del árbol, y dejando siempre horca y pendón, so pena de 600 maravedíes y pérdida del hacha. Esta otra ordenanza obligaba a los mesoneros que, por una cabeza de carnero, con sus garbanzos y cebolla asada, lleven un real y un cuartillo. A los panaderos mandan que den el pan cabal, bien cocido y sin salvado (...).  No se eche centeno en la era, do se eche el trigo (...).  En tiempos de tempestades y avenidas de lluvias se favorecerán unos a otros, pues es obra de caridad... Yo nunca había visto así de alegre a mi tía, pero al anochecer, cuando nos despedimos, me hizo esta confesión: He venido a verte, hijo, porque tengo ya 80 años y no sé si para el próximo verano podremos echar otro ratico como éste. 

Hace unos cuantos años cogí el coche y me presenté en Orce. Hacía cuarenta y tantos que no me pasaba pero, llevado de la intuición, atravesé la plaza Nueva, torcí por la calle de las Tiendas y por la cuesta subí hasta las Cuatro Esquinas. Tal y como yo recordaba –mi imaginación infantil entonces lo hacía todo mucho más grande–, allí seguía como siempre la casa de mi abuelo Paco el Fragüero, ahora cerrada a cal y canto, y puesta en venta: como un testigo mudo del implacable paso del tiempo. Habían pasado demasiados años, tantos, que en la descolorida foto que yo conservaba, donde a la puerta aparecen sonrientes mis padres, abuelos, tíos y algunos niños, apenas si quedamos unos cuantos para contarlo. Por curiosidad, le pregunté a una anciana que vive enfrente: Me acuerdo de ti cuando eras muy chico –me dijo la buena mujer–. Y tu madre se venía muchas veces a mi casa... Aquello me llegó al alma, pues no podía imaginar que alguien se acordara de mí después de tanto tiempo.

Esta historia, como le digo, estaría incompleta si no tuviera un recuerdo para el paleontólogo catalán José Gibert, que tuvo la dicha de descubrir en la cueva de Tomás Serrano –donde, según éste, las piedras se le asemejaban huesos–, la cuna de la vieja Europa: donde se mecieron y echaron a andar nuestros primeros padres, en medio de leyendas y de mitos que se pierden en la noche de los tiempos. Y sin embargo, a pesar de las incomprensiones, Gibert ya forma parte de la historia de Orce, y Orce es su patria. Durante muchos años, y cada cierto tiempo, he tenido un extraño sueño que siempre era el mismo: yo estaba en Orce y me encontraba solo e indefenso en mitad de la calle, vestido con un pijama que mi madre, en realidad, me obligó a ponerme –pero que a mí me daba vergüenza–, en vez de mis pantaloncillos cortos de siempre. Lo cierto es que, desde que hice aquella visita a la antigua casa de mi abuelo, no he vuelto a soñar con Orce. Fue un reencuentro con mi pasado, donde desaparecieron para siempre los fantasmas de mi infancia. 

Posdata: También recuerdo, en aquellos años del comienzo de los sesenta, que yo era amigo de Damián, el hijo del pescadero de Orce, pero, un día, en la calle de las Tiendas, me vi acorralado por tres zagales, que querían calentarme por el mero hecho de ser de otro pueblo: ¡Que no se escape…! Todavía no me explico –les haría un quiebro– cómo salí por piernas de aquella encerrona y subí la cuestecilla de la calle del Ángel al trote, como alma que se lleva el diablo, porque la cosa no estaba como para pedirles explicaciones. Por eso, cuando llego a Orce y paso por sus viejas calles –hablo con sus gentes o simplemente veo unas habas desparramadas en la era, secándose al sol–, me vienen recuerdos que ya tenía olvidados, pero que han quedado grabados en las fotos que nos hacía mi padre. Estando en Granada, en los años ochenta, fui a saludar a un castillejarano y, un hombre ya mayor que estaba a su lado, me preguntó: ¿Tú tienes algo de Orce? Sí, mi madre es de allí, acerté a responderle. Pero ya no me preguntó más ni dijo esta boca es mía. Aquello, como es natural, me dejó intrigado. Ya decía el poeta Rainer María Rilke que  la única pátria que tiene el hombre es la infancia.

  

 

Publicado en Ideal el 10 de noviembre de 2001, y en mi libro Artículos del Altiplano y de Granada, 2014



2 comentarios:

  1. Hola Leandro, me ha gustado mucho leer este artículo, y sobre todo la referencia a mi abuelo Simon, y su llegada al pueblo después de su salida de la cárcel.

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    1. Mi tía sor Carmen me lo contó así, parece sacado de una novela y ella tenía buena memoria. ESte artículo también salió en Ideal, creo que en 2001

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