Mayo de 2009, número 3
Las chucherías que teníamos solo las podíamos comprar
los sábados en el mercado. Venía un hombre con una gavilla de
palo dulce (en el Diccionario de la Real Academia Española viene como paloduz)
y se ponía en la esquina de la plaza a
vender un puro por una perrilla, aunque como no teníamos ese dinero le pedíamos
a nuestra madre una patata o una panocha para cambiarlas por palo dulce. Qué felices éramos mientras nos
duraba... Si alguna niña no podía conseguirlo, nos pedía una chulla y se la
dábamos con gusto porque nos gustaba compartir aunque se nos estropeara el
puro. Los niños iban por la noche al Barranco
del tío Lázaro, donde había una viña y mucho palo dulce donde coger. El
tío Lázaro, viéndolos, les tiraba piedras desde la puerta de su cueva para que
se fueran porque le destrozaban la viña. También venía de Huéscar
un hombre llamado Rubiro, con su borriquilla
vendiendo algarrobas, y todos los niños y niñas por los laeros íbamos buscando
trapos y alpargates viejos y pellejos de conejo. A cambio de esto, él nos daba dos
o tres algarrobas y nos quedábamos tan contentas. Después de aquello empezó a venir de Huéscar también Arturo. Traía
chambis a un precio alto: un real la pasta entera, tres perrillas, media pasta.
Muchas veces no podíamos probarlos por su precio. Más adelante, por el año 1955, puso María la Campoa un kiosquillo en la plaza, donde también vendía chambis, agua de limón y caramelos. A partir de allí fue cambiando la vida para los niños. Los domingos les gustaba ponerse guapillos e irse a la plaza a jugar y comprarse algo. Por las calles iba el tío Quiquillero con una cesta colgada del brazo, vendiendo cajas de mistos, piedras de mechero, ovillos de hilo y agujas, a cambio de pellejos de conejo y trapos viejos. Así era la vida, teníamos menos perras que el que va a bañarse pero nos las arreglábamos. Si nos quedábamos solas en casa, cogíamos azúcar de nuestras madres, la tostábamos y hacíamos caramelos. Éramos muy artesanales. Usuaria C.G. Castilléjar
Desde siempre, para hacer el pan había que hacer un largo proceso. Nuestros padres, abuelos y bisabuelos primero sembraban el trigo más o menos por Navidad. Durante el verano se segaba y después lo llevaban a una era y lo trillaban. Seguidamente se ablentaba y cuando estaba el trigo limpio se llevaba al molino, se molía y ya estaba para empezar a hacer el pan. Con una artesa, unos palos y un cedazo, colocándolos en ese orden, se cernía la harina. En ese proceso, primero salía la harina y luego el salvado, que se utilizaba para echárselo a los animales. La noche antes de amasar se hacía la creciente. Se mezclaba harina, agua caliente y un poquito de sal, se hacía una pasta y se dejaba reposar esa noche. Esta masa se utilizaba para “envolver”, es decir, se mezclaba con la masa para hacer el pan, como veremos a continuación. Se amasaban 2 o 3 celemines. Se echaba la harina en la artesa (se hacía como una parada), por cada celemín de harina se añadía un puñado de sal y otro poquito para las ánimas benditas. Luego se le echaba la creciente, agua caliente y se deshacía todo junto para obtener la masa final. Al terminar de hacerla, se tapaba y se dejaba fermentar aproximadamente una hora. Mientras tanto, se encendía el horno con leña fina y se iba calentando poco a poco. Pasada la hora, se hace el pan y se pone en una tabla con un mantel. También se deja reposar más o menos una hora o hasta que el pan “suba”. Antes de echar el pan en el horno, éste se barre y las ascuas que quedan se ponen a un lado del horno para que no se enfríe. Hecho esto, se mete el pan. Para cocerse bien, gasta más o menos tres cuartos de hora. Cuando está cociendo y lleva unos 20 o 25 minutos se mira y se remuda, esto es, el pan de más adentro del horno se saca y el de más afuera se mete adentro, para que se haga por igual todo el pan. Una vez cocido, se saca y a veces se come una coscorra con aceite, sal o azúcar. En ocasiones se hace el pan dormío, que es el mismo proceso, pero en vez de dejar reposar la masa final una hora, se lavan las manos y continúan el proceso. Actualmente hay muy poca gente que amasa. Usuaria C.G. de Castilléjar
La Santa Cruz Misionera
La Cruz es una tradición muy antigua, de mucho antes
de la guerra, aunque durante ésta se rompió. La
pusieron unos misioneros que vinieron a ayudar y nos dejaron su testimonio con
este regalo tan hermoso, de ahí su nombre. La
dejaron colocada pero la rompieron después. En el año 1945, siendo párroco de Castilléjar, D. Antonio Motos Sánchez,
vinieron los Padres Redentoristas a una misión. El Padre Medina y el Padre Hueso subieron al Cerro de la Cruz y, como
no había ninguna, pusieron una nueva. En
1954, siendo párroco D. Atanasio Martínez Botía, el Viernes Santo al alba cargó
con la Cruz a cuestas, la subió y la
dejó puesta en el Cerro de la Cruz. En el año 1970, siendo párroco, D. Pedro
Molina Cano, subió al cerro, bendijo otra cruz y la dejó puesta. Creo que
es la misma que hay todavía, pues ya está muy estropeada. A continuación dijo
misa en las primeras cuevas más cercanas a la cruz, dieron un poco de refresco,
cuerva y garbanzos torraos. Entonces eran las fiestas más pobres.
Hoy, gracias a Dios, tenemos más abundancia de todo y se hacen mejores fiestas.
Gracias al Excmo. Ayuntamiento, a la Hermandad
de la Cruz y a todas las personas que colaboran se puede hacer realidad esta
fiesta.
Viva la Cruz Misionera porque,
sin cruz no hay salvación.
Victoria, tu reinarás, ¡oh, Cruz, tú
nos salvarás!
Usuaria C.G. Castilléjar
Yo nací en el año 1931 y los que nacieron cuatro o cinco años antes, u ocho o nueve después, creo que a todos, por circunstancias de la vida nos ha tocado hacer las cosas al contrario de lo normal. Primero, cuando éramos niños no pudimos ir al colegio porque nos cogió la Guerra Civil (1936-1939) y casi todos los hombres estaban en el frente (27 quintas coincidieron allí, los hombres comprendidos entre los 18 y 42 años, aproximadamente). Aquí no había más sustento que lo que se recogía en la tierra, así que el trabajo del campo lo tenían que hacer los pocos hombres que quedaban, los mayores de 42 años, las mujeres y los hombres menores de 18. Los niños con 7 u 8 años ya tenían obligaciones, había que cuidar animalillos, ayudarle a las madres o a los hermanos y, cuando tenían 13 o 14 años, ya se sentían personas mayores y responsables para el trabajo y para todo. Después terminó la guerra, pero quedaba la posguerra que en aquellas circunstancias era lo mismo, porque aproximadamente hasta el año 1950 no se pudo emigrar a otros países y, a partir de ese momento, empezó a mejorar la vida cada día más. Ahora tenemos nuestras escuelas de adultos donde van todas las personas mayores que quieren. Unos aprenden más, otros menos, otros recuerdan algo que se les había olvidado, pero sobre todo nos lo pasamos muy bien relajados, allí en sociedad, muy distraídos. También nos hemos apuntado un grupo de mayores al Centro Guadalinfo y nos lo pasamos muy bien, aunque la memoria está ya un poco desgastada y se nos olvidan muchos detalles con facilidad. Pero se está muy a gusto porque el profesor es muy amable y, aunque le preguntemos varias veces las cosas, siempre nos las explica muy bien. Francisco Martínez Expósito
Gracias a Félix Montejano por las fotografías
Textos copiados de la revista CASTILLÉJAR DIGITAL, elaborada por Luis Dengra Felgueres, que entonces era dinamizador del Centro Guadalinfo. Actualmente trabaja en Punto Vuela Guadalinfo.
guadalinfo.castillejar@andaluciajunta.es
Sobre el pan casero, decir
que mi madre tenía una artesa en la cámara pero no recuerdo que la utilizara. Ella amasaba todos los lunes en el horno de
Vicente y, cuando falleció (no tendría los cincuenta años), Josefa se hizo
cargo. Mi madre amasaba siete panes de a quilo, uno por día, para los siete
de la familia, lo que da idea del pan que se comía entonces. ¡Niño,
come pan!, era la frase de nuestros padres en aquellos años. En el horno había
cinco o seis mujeres dándole meneos a la masa y a Josefa le hice una entrevista hace unos veinte años, junto a
otros personajes del pueblo y del Altiplano,
que salió en Ideal y la publicaré
esta Navidad.
Finalmente, Francisco Martínez Expósito escribe Los mayores, al colegio. Cuando comenzó la Guerra Civil tenía cinco años, hoy tiene 93 y vive en Cambrils (Tarragona), según me han dicho. Francisco recuerda la guerra y las penurias que pasaron en la posguerra. En los años cincuenta el nivel de vida fue mejorando y cuenta su paso por la Escuela de Adultos y por el Centro Guadalinfo, donde confiesa que el profesor es muy amable. A ver si alguien conoce el nombre de la Usuaria C.G. Castilléjar. Usuaria del Centro Guadalinfo, que escribe tres relatos de aquel tiempo. Leandro García Casanova