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Entierro de los caídos, J. A. Avilés, 1941 |
De Guerra Civil no puede haber muertos de primera y de segunda: todos ellos fueron nuestros muertos. Leandro
Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo río. Manuel Azaña
El pasado 18 de julio se cumplieron ochenta
años del comienzo de la Guerra Civil española y todavía hay quien se dedica a
remover el odio y aventar los espantajos del pasado. Hasta que no pase un siglo
y sólo queden los nietos y bisnietos de los contendientes de la Guerra Civil,
entonces los españoles olvidarán definitivamente el odio y el rencor, porque
muchos de nosotros somos los hijos de quienes se enfrentaron. Mi padre estuvo
en el frente de Castellón, con el Ejército republicano, poco tiempo porque
tenía 18-19 años, pero cuando yo era pequeño me contaba los bombardeos que
presenció, de manera que años después leí libros sobre la Guerra del 36 y a
veces tenía la impresión de haberla vivido.
Esta foto del Entierro de los caídos, Galera (Granada), 23 de marzo de1941, de Juan Antonio
Avilés, ya forma parte de nuestra historia y la podíamos resumir así: en aquel
crudo invierno, todo el pueblo de Galera salió a recibir a los caídos por Dios y por la Patria, la clásica
leyenda que venía grabada, en letras
negras sobre el mármol blanco, en las cruces de los caídos que se levantaron en
los pueblos de España, en memoria de los fallecidos del bando franquista a
manos de los rojos. Durante varios días
una caravana fúnebre, con numerosos ataúdes que llevaban los restos de las
víctimas –muchos de ellos envueltos en banderas de la Falange–, hizo el
recorrido a pie desde las tierras de Almería,
donde solían fusilar a los prisioneros que habían sido capturados. La comitiva
fúnebre llegó a Huéscar, donde le rindieron honores en la Plaza Mayor, mientras
que unos pocos ataúdes se desviaron hacia Galera. La instantánea del Entierro de los caídos fue hecha en la
calle de San Marcos y da la impresión de que las casas siguen igual que en
1939, salvo que hoy están mejor conservadas –el eterno encanto de los pueblos–,
pero ya no existen las cancelas que se ven a mano izquierda. Eran del Hospital (el consultorio), que hasta no
hace mucho lo llamaban así en Galera. Jesús Fernández, historiador y exalcalde
de Galera, que falleció hace unos diez años, me contaba que, cuando finalizó la
guerra, mi bisabuela Mercedes vino desde el Cortijo del Cura al comercio de su
padre Marcelo, para cambiar los billetes y monedas que tenía de la República
por los nuevos del Gobierno de Franco. Jesús también me comentó que, en los
tiempos de la República, había una copla que decía: Galera ya no es Galera, es una gran capital, tiene un Puente de Hierro
y una máquina de ablentar. Era una enorme máquina que compraron entre
varios propietarios en Navarra.
Encabezando el entierro destacan un
falangista, abrazado a la bandera, y el monaguillo con la cruz de guía. Al lado
están otros falangistas, con sus camisas azules (entre ellos se llamaban camisas viejas o camisas nuevas, dependiendo de la antigüedad en el partido de
Falange) y boinas rojas; los guardias civiles, con sus trajes de gala y los mosquetones
al hombro, y detrás aparecen el párroco con el monaguillo y el sacristán. Finalmente,
una muchedumbre acompaña a los féretros, cubiertos con la bandera rojigualda, que entonces la llamaban
así, mientras que una riada de galerinos asoma por la empinada calle de la
derecha. ¡Ay de aquél que no acudiera a recibir a los caídos y no alzara la mano derecha al frente, porque sería tenido por rojo!
Éste era el saludo fascista (de fascio), que
puso de moda el dictador Mussolini, en Italia, y que venía de cuando el Imperio
Romano dominaba en el Mediterráneo.
En la parte inferior de la imagen destaca un
grupo de niñas, con el brazo en alto y las miradas entre curiosas y huidizas,
aunque una zagala se ha atrevido a salir de la formación y mira a la cámara de
cajón, de Juan Antonio Avilés, que está con su trípode un par de metros más
arriba para inmortalizar aquel solemne e histórico acto. La niña morena es la
única que rompe la monotonía: sonríe mientras levanta el brazo con desparpajo,
como si aquella ceremonia fúnebre fuera un juego para ella. Si se observa la
foto, no se ven nada más que caras serias y rígidas, incluso en los rostros de
los niños se percibe el miedo de aquellos días trágicos, donde no había nada
más que controles, delaciones, registros, informes, detenciones masivas, requisas,
propaganda, falsas noticias, venganzas, el trasiego de camionetas con presos,
campos de concentración y rumores de fusilamientos. A toda esta represión había
que añadir el pan negro, el hambre, la miseria, el estraperlo, las cartillas de
racionamiento… ¡Qué otra cara podían tener los galerinos esa mañana!
Gran parte de la población vivía entonces
atemorizada, pendiente del parte de Radio Nacional de España o de que por la
noche llamaran a la puerta, o quizá esperando noticias del hijo que combatió en
el frente y no aparece en los listados de los fallecidos, pues la guerra había terminado
el 1 de abril. Eran días de terror, de exilio y de muerte. El ejército vencedor
de Franco, Queipo de Llano y otros generales necesitaban demostrar todo su
poderío y toda su crueldad con los desgraciados que habían perdido la guerra.
Otro detalle que llama la atención es que todos los galerinos miran de frente
y, salvo las autoridades, saludan con el brazo en alto, lo que indica que al
lado del fotógrafo estaba la máxima autoridad, aunque no aparece en la imagen: sería
algún jerifalte de Falange, que vino de Granada para presidir el recibimiento a
los caídos de Huéscar y de Galera, y
allí mismo echaría una larga y sonora arenga: ¡Camaradas y vecinos, hoy es un día glorioso e histórico para el pueblo
de Galera…! ¡Viva España, viva
Franco! Y terminaría la ceremonia cantando el Cara al sol. Hará unos diez años que le enseñé esta foto a un
galerino y me dijo los nombres de algunos que aparecen. Lo que no cabe duda es
que el Entierro de los caídos es una de
las imágenes de la posguerra que sobrecogen, porque todo el pueblo de Galera se
echó a la calle para recibir a los caídos,
pues el régimen promovía estos actos multitudinarios para fortalecer la unidad
y la cohesión.
La familia me contaba que venían los rojos al
cortijo de San José y le ponían una pistola, apuntándole a la cabeza, a mi
bisabuelo, Leandro García-Fresneda, mientras les gritaban: O nos dais ahora mismo una cabra, o lo matamos. O bien hacían subir
al anciano, a la cámara (la troje), cargado con un costal de trigo para
divertirse. Los milicianos llegaban a caballo, con escopetones y pañuelos rojos anudados al cuello, y requisaban
alimentos o detenían a algún vecino. En diciembre de 1937 murió mi bisabuelo, a
los 75 años, a consecuencia de parálisis,
según el certificado de defunción (se le paró el corazón). Al día siguiente,
que era domingo, llevaron al difunto en un ataúd a Galera, montado en un carro tirado
por mulas. Sin embargo, los milicianos no dejaron entrar en el cementerio a los
familiares y amigos, que tuvieron que quedarse en el pueblo. Mi bisabuelo (sin
filiación política) fue enterrado en una fosa común, al lado del único pino que
hay en el camposanto. Más tarde, llenaron la fosa con varias víctimas de la
guerra y allí siguen enterrados, sin una triste cruz o una lápida que recuerde
sus nombres. En el dintel de la puerta de la iglesia, de Nuestra Señora de la
Anunciación, de Galera, hay una placa de mármol donde figuran los nombres de
los galerinos caídos, en el bando
franquista. El pilar de tres caños, que hay en el Camino de Castilléjar (data
de 1928), tiene grabados un dibujo con el yugo y las flechas, y esta
inscripción: Caídos por Dios y por
España. ¡¡Presentes!!
Cuentan que el 18 de julio de 1936 había en
el cielo un intenso resplandor –como si anunciara una tragedia– y, después de
casi tres años de Guerra Civil, el régimen de Franco estuvo cerca de cuatro
décadas en el poder. La reconciliación entre los españoles llegó con la Transición, aunque algunos se empeñan en
negarla mientras avivan viejas heridas. Sin embargo, hay que recordarles que todos
los muertos de la guerra fueron españoles y España no se merecía que unos
ambiciosos y sedientos de poder los llevaran al matadero. A mi padre, que era
fotógrafo, le hubiera encantado ver esta imagen de Avilés que, con manchas de
tinta y descolorida por el tiempo y el olvido, refleja como pocas el
sufrimiento de nuestro pasado reciente en el Altiplano granadino o en cualquier
pueblo de España: toda la angustia, toda la represión y toda la miseria que les
tocó vivir a nuestros padres y abuelos. Por eso, no debemos olvidar nuestra
historia para no cometer los mismos errores que ellos y, antes de hurgar en las
heridas del pasado, algunos políticos deberían decir con humildad aquellas
palabras que pronunció el presidente de la República, Manuel Azaña, en un mitin
de Barcelona, en 1938: Paz, piedad y
perdón. Éste es el camino.
Una de mis primeras fotos, en Galera, fue
precisamente en la Cruz de los Caídos.
Estoy en las escaleras (que entonces eran de mármol blanco) en medio de mis
padres, que me sostienen, y de mi hermana. Al lado están una amiga de mis
padres, con un niño, y otra mujer que posiblemente sea la aya. Yo no tenía un
año y todavía no andaba. La Cruz de los
Caídos sigue allí –sin las escaleras
de mármol, mientras que las letras negras fueron borradas–, pero sobre un montículo
de piedras y cemento. Hace unos cuantos años volví a hacerme una foto aquí con
mis tíos, que ya fallecieron, recordando aquellos días de mi infancia.
Dedicado
a Galera, el pueblo donde nací.